I


❁❁❁

En la cima, allá por las copas de los sabios árboles, los primeros rayos de luz anunciaban la llegada de la estrella. Mas ver el sol era algo imposible e incansable.

Y tú dirás, ¿Cómo es eso? ¿Es posible ver la luz sin conocer el sol?

Pues sí, lo es. Es posible cuando se te ha cortado toda libertad de conocer el exterior, y por lo tanto, no te queda más que imaginar con los limitados recursos que tus sentidos han recolectado.

Gianna sabía muy bien eso; la imaginación era su mejor aliada.

Ella corría por el jardín y sentía sus pies doler al pasar por el césped, y tropezar con una que otra rama o piedra. Corría y corría, sin rumbo. No sabía a donde ir, pero si sabía que quería arrancar.

Entonces llegaba al puente de madera que, cruzada un pequeño arroyo, bajo la sombra de un sauce. Ah, un sauce. Eso sí lo conocía Gia. E incluso, una vez tuvo la oportunidad de tocar una de sus hojas en la vida real. Fue por un segundo, pero ese recuerdo quedó impregnado en la memoria de su piel. Y la mente frágil puede olvidar, pero los sentidos quedan marcados para siempre.

Vio su reflejo en el río, y se sintió curiosa. No tenía certeza de cómo lucia realmente. ¡Jamás había pensado en eso! Se sintió extraña de repente, ajena a si misma.

Sabía que su cabello era rizado y oscuro, a veces se escondía en él. Sus irises eran brillantes, porque una vez, uno de los doctores había quedado sorprendido por el color de ellos. ¿Cómo había sido? ¡Ah, sí!

«Son como pequeñas y brillantes esmeraldas, me infunden un asombro tan inmenso que me aterran», había dicho, absorto.

Pero Gia no tenía idea de lo que significaba eso.

Una de las cosas más tristes de la vida, es no ser conscientes de las cualidades que se poseen. No hay belleza más infortunada que de la que no se tiene en consideración propia.

La joven sacudió su cabeza y dejó de balancear sus pies sobre el agua. A veces le pasaba, que no podía escapar de sus pensamientos. Era asfixiante. Es por ello que recorría el jardín, su lugar favorito. Allí se olvidaba de todo y a la vez recordaba todo. Se sentía feliz por estar allí y triste por tener que volver.

Gia era una antítesis en sí, una ambigüedad única en su especie. Pero eso la destacaba y la salvaba de su miserable vida. Encontraba un consuelo en pensar eso.

De repente, a la lejanía, oyó unos pasos. Lo supo al instante.

Era el monstruo del jardín, su buen amigo.

No se movió del lugar, pues sabía que Mo no tardaría en llegar a ella. No importaba cuán lejos este, o cuanto quisieran separarla de él; Mo siempre volvía a ella.

La criatura lánguida llegó junto a Gia. Era de un espeso negro, que contrastaba de golpe con la escena de colores pasteles y primaverales del lugar. Se apoyó en el mismo lugar que la chica, en silencio. Ambos miraron sus reflejos en el agua. Gia se preguntaba si Mo, al igual que ella, no conocía como se veía realmente.

Entonces recordó las cosas que las personas le decían a ella.

Estás muy delgada.

Tus ojos dan miedo.

No vayas a quebrar esos brazos que tienes.

¿No hay sol en el lugar que vives o qué?

Deberías comer más.

Y sintió tristeza.

¿Mo alguna vez habría recibido comentarios tan despiadados como aquellos?

Debía hacer algo al respecto.

—¿Mo? —llamó ella.

La criatura volteó su cabeza y produjo un sonido agudo corto.

—Eres lo más asombroso y maravilloso que he visto, ¿Sabes?

Mo no se movió.

Gia río.

—Sé que el señor Alph siempre dice que alguien como tú no debería existir. O que le causas pesadillas. Pero, eso no es cierto. Yo creo que eres fantástico.

Nuevamente, un sonido agudo salió de él.

—Digo, me gustaría ser como tú. Eres taaaaan alto que puedes escalar árboles. Yo quisiera hacer eso sin resbalar. Además, el fuego negro de tu cabeza es genial. Jamás pasarás frio.

Mo hizo un sonido repentino, como de reproche.

—Ah, que no es un fuego. Se me olvida, lo siento.

Volvió a reír. Le gustaba escuchar a Mo. Era muy expresivo y sentía que cada sonido que producía era completamente distinto al anterior. Las personas que conocía, en cambio, siempre repetían lo mismo, como si fuesen discos rayados.

Le gustaba visitar el jardín, porque allí, siempre se encontraba a Mo.

Pero Gia a veces olvidaba, que el tiempo era frágil...

Sintió una puntada en su cabeza.

Tenía que volver.

Miró sus manos, volvieron a ser como eran antes de que llegara al jardín. Reaparecieron los moretones y las magulladuras.

Miró a Mo, él le tendió la mano. Pero Gia estaba asustada, así que se envolvió en un abrazo con él. Sabía que no lo vería en mucho tiempo probablemente.

Sintió el ardor de sus lágrimas.

Y cuanto más se aferraba a Mo, más se alejaba de él.

Hasta que en un cerrar de ojos, apareció nuevamente en su habitación.

—Buenos días, Gianna. Despertaste más tarde de lo usual. El desayuno espera en el comedor, después irás a la sala de la doctora Bet. ¿Entendido? —la voz del señor Alph era suave, pero Gia lo sentía como si un parlante retumbara en su oído.

Ella no le hizo caso, ni siquiera para devolverle el saludo.

—¿Gianna?

Su vista estaba fijada en la pared, allá a su derecha, colgaba el cuadro al óleo de un jardín a mediodía. Estaba pintado un puente, un arroyo y un sauce, con tonos verdes aguas y rosa.

Sin embargo, el monstruo del jardín, no estaba allí.

Ya no estaba allí.

Y Gia, no tenía idea de porque sentía tanta intriga sobre esa pintura. Sentía que le faltaba algo.

Solo que no podía descifrar qué. 

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