Día 17 ⚔ Lago
En lo más profundo de las tinieblas, justo donde nadie pensaría en buscar, los días eran confusos y las noches las más deliciosas pero crueles para Melkor. El tiempo en su espacio era eterno, casi tan caprichoso como el avanzar de un caracol en su plena vejez.
Jamás se le fue preguntado si él deseaba vivir de tal forma, simplemente un día abrió los ojos. Con el pasar del rato comenzó a hablar y después entendió que estaba condenado a vivir como un tritón bajo agua. Se hizo a la idea, a pesar de ser bastante obstinado, con querer saber qué había en la superficie.
Con el rodar de los años fue olvidando esa idea y se acostumbró a juguetear en ese pequeño cuenco de agua en toda una inmensa y extensa tierra. Pero sucedió que en una noche, mientras Melkor merodeaba la superficie, una mujer se reflejó en el agua; en ese momento la mirada de Melkor se perdió.
No encontró palabras para describir lo que presenciaba, porque desde su lugar podía ver perfectamente un lago de estrellas centelleantes que eran simplemente opacadas por la belleza de la mujer del otro lado. El único problema es que sus lágrimas caían al lago y que Melkor, pudo saborear un poco de ellas.
La mujer lloraba. Sus facciones eran agraciadas pero rudas. Su voz firme aunque lastimosa y esos hermosos ojos azules tan profundos que Melkor no encontró el fin.
—Mira, sé que no soy la mejor de todas ¿pero qué más puedo hacer? —preguntó la mujer en dirección de Melkor.
El azabache no supo exactamente qué hacer, sabía que había sido encantado por algún hechizo extraño pero que sus articulaciones no respondían. No apareció, jamás tuvo el valor de aparecer frente a su amada, cosa que todos los días de su vida lamentaría hasta ser consumido por el egoísmo.
Más tarde supo que la joven se llamaba Varda y que atravesaba una cruel racha en su vida. No entendía muchas de las palabras que ella decía pero comprendían el sentimiento de vivir encerrado en un molde.
Ocurrió que Varda frecuentó mucho tiempo ese pequeño lago en medio de un bosque y que, sintiendo que alguien la escuchaba del otro lado, contaba todos sus éxitos o derrotas. Más pasó una noche donde Melkor la encontró excepcionalmente feliz y ella le dio la noticia.
—¡Adivina! —levantó la mano derecha y en uno de sus dedos había un anillo—. Al fin voy a tener a mi príncipe azul.
Melkor no supo exactamente cómo reaccionar. Sí al menos pudiera llorar, ni un lago bastaría para guardar su desdicha. Parecía un sueño pero la vida era tan cruel que sólo pudo sentir dolor.
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