4.- Los Últimos Días Antes de Comenzar las Clases (2/2)


Me habían llamado sirviente, habían preguntado primero por mi empleador, luego por mi amo. Esto me llevó a aquella vez hacía casi un año donde un aprendiz de mago que se dirigía a la universidad de Luscus me había comprado para que fuera su "sirviente". Sin embargo, tras un poco de investigación en mi holoteca había notado que tener esclavos en esta ciudad—país estaba prohibido.

Solo se me ocurría una manera de conciliar mi propia esclavitud con las leyes de Luscus y con esa riña.

—Oye— llamé al pelirrojo.

Este, que había estado mirando nervioso hacia todos lados, se fijó en mí y me apuntó.

—No puede ser ¿Tú eres el mago?

—¿Esta chica es tu sirvienta?— le pregunté.

—¡Oh, mierda! ¡Él es un mago!— exclamó.

Él y su amigo se fueron corriendo. Pensé en ir tras ellos, pero si los perseguía usando mi magia, era posible que alguien me viera y juzgara mal la situación.

Entonces noté a la muchacha, confundida. Nos miraba intermitentemente a mí y a los chicos que escapaban, como si juzgara si ella también debía actuar así de espavorida.

—Espera— le pedí— tengo unas preguntas.

Ella me miró, aún confundida. Alzó las manos, como si me pidiera que no le hiciera daño. Obvio que no iba a hacerle nada, y quería asegurárselo, así que hice lo que Lili siempre me decía: sonreír. Abrí mis labios hasta su máxima tensión para mostrarle todos mis dientes.

—Solo quiero entender, en serio— le aseguré.

Ella se acercó a mí, siempre sumisa.

—Gracias por ayudarme, mago— me dijo sin despegar los ojos del suelo.

—De nada ¿Pero qué estaban haciendo esos tipos?

—Lo que pasa es que...— miró a otro lado, luego a mí, finalmente bajó la mirada como si yo fuera una especie de divinidad— ese señor era mi empleado, mago. Yo no soy una buena sirviente, a veces me canso y... puedo equivocarme.

Me rasqué la cabeza, quizás más confundido que antes.

—Si te tratan así por estar cansada, suena a que te abusan— le expliqué— Si fueras sirvienta, podrías renunciar, pero parece que no puedes. Eso es esclavitud.

Ella me miró con miedo.

—¡No, no! ¡Para nada! ¡No soy esclava! ¡De verdad!

Puse mis manos en las caderas. Si me decía la verdad o no, no podía saberlo. Seguro Lili podría darse cuenta de inmediato. No habían pasado muchos días y ya la extrañaba.

Pero no era momento de ponerse nostálgico. Tenía un misterio entre manos.

—Ya veo. O sea que, como es ilegal que los magos traigan esclavos a Luscus, les ponen el nombre de sirvientes— deduje— los esclavos estarían obligados a mantener el secreto, pues si las autoridades los descubrieran y los soltaran, el amo podría vengarse.

La miré de pies a cabeza. No tenía un collar explosivo como el que le habían puesto a Lili en su momento, pero ese solo era uno de cientos de métodos para controlar a un esclavo.

La mujer me miró más asustada, mas no negó mi conjetura. Qué desagradable.

Suspiré. Incluso si ella no tenía nada que la atara y yo la sacaba furtivamente de Luscus, sería difícil que sobreviviera sola. Los dueños siempre podían mandar matones a callarla, como me había pasado a mí.

Abrí un hoyo debajo de ella para enterrarla hasta el cuello. Gritó del susto un momento, luego me miró aterrada.

—Dile a tu amo que te enterré y que por eso te tardaste en seguirlo— tomé un poco de tierra del suelo y se lo esparcí por el pelo— y si te da más problemas... búscame. Quizás yo pueda hacer algo para ayudarte.

Listo, la levanté. Tenía la ropa llena de tierra, como si el mago malvado la hubiera retenido contra su voluntad. Esperé que el pelirrojo no fuera a acusarme con las autoridades, pero de la misma forma, yo podía alegar que él había estado maltratando a su "sirvienta". Quizás eso me daba algo de poder para mantenerlo a raya.

La muchacha me miró, asintió y se marchó a paso veloz.

—Supongo que Luscus no es una sociedad tan bonita, después de todo.

De vuelta hacia la biblioteca, me fijé en la gente alrededor. Quizás no lo había notado antes porque suelo centrarme en mis problemas en vez de otros, pero al ir observando noté extrañas conductas en ciertas personas que había dado por sentado anteriormente; ciertos magos o aprendices iban con gente que los seguía, siempre por detrás, incluso manteniéndose al margen de conversaciones de pasillo. Desde ahí comencé a fijarme mientras caminaba, y me sorprendió lo mucho que se usaba; sirvientes que cargaban con sus cosas, que les llevaban refrescos, que los trataban de "mi señor" o "mi señora".

Me daba lástima verlos, aunque tampoco me sentía impulsado a ayudarlos de ninguna manera. Sé que suena raro proveniente de un ex esclavo, pero nunca me he considerado muy altruista. Me basta con no matar y ser alguien decente, supongo. Apoyaré a Lili en su rabia contra la esclavitud y los maltratos todo lo que me necesite, pero no tenía intención de luchar por mi cuenta, no cuando podía ocupar mi tiempo en aprender.

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A medida que los días transcurrían, iba aprendiendo más sobre teoría de la magia. También iba avanzando poco a poco en el octaedro, y la cantidad de las personas en la universidad aumentaba rápidamente. Yo no interactué mucho con otros magos, salvo a veces cuando me encontraba con el profesor Hista. Intercambiábamos un saludo y un par de palabras.

Fuera de eso, no había nadie. A veces algunos me miraban raro, no entendí por qué hasta que sin querer choqué contra una volir especialmente flaca.

Ella se cayó, su constitución de papel, y botó el aparato holográfico que había estado observando. Nos encontrábamos en un caminito del patio, frente a la fuente.

—Ay, disculpa— me apresuré a decir.

Me agaché a recoger el aparato y luego le tendí la mano, pero ella se paró sola y se limpió la tierra del poto. Llevaba un sombrero grandote con una gran calavera. Sus ojeras estaban marcadas y su tez pálida como si no pudiera respirar.

Aunque no suelo observar a la gente, había notado que los magos solían usar sombreros grandes o extraños como el que llevaba en ese momento, mientras que los sirvientes no. Esto me ayudó a suponer que ella era una maga, dado que había otros magos alrededor, y se me hacía difícil notar sus extensiones mentales cuando había más de uno tan cerca.

Me puse de pie tras ella y le pasé su aparato, que ella me quitó de un manotazo. Luego me miró feo.

—Tonto sirviente. Fíjate mejor para la próxima— me espetó.

Decidí ignorar su comentario y su actitud, y me mantuve callado mientras ella se retiró soberbia.

Mientras más pasaba ahí, menos ganas tenía de hacer amigos. El profesor Hista parecía ser la única persona a quien podía acudir.

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Un par de días más tarde me encontraba relajado, tomando un helado. Tenía todos los libros que podría querer en mi vida a mano, pero mi emoción se había apagado poco a poco. Aún me quedaba algo, mas no tardaría mucho en desaparecer. Muy para mi pesar, mi hambre de conocimiento no me quitaba mi humanidad. Necesitaba sociabilizar, preocuparme de otros y que otros se preocuparan de mí. No requería de mucho, pues era bastante introvertido, pero eso no quería decir que fuera inmune a la soledad. Mis conversaciones con el profesor Hista ayudaban un poco, mas no bastaban.

—Solo serán unos meses— me decía— luego volveré a ver a Lili y a Érica, y nos divertiremos a lo grande.

La idea de nuestra reunión me alegraba, pero no conseguiría protegerme de la soledad que se avecinaba. Era en momentos como ese que odiaba mi recluida manera de ser; tan obsesionado con aprender y tan malo para hacer amigos. No es que no quisiera adquirir las habilidades que me ayudarían a socializar más, sino que el solo hablar con gente desconocida, específicamente para hacer amigos, me generaba pánico.

Suspiré. Al menos había montañas de comida.

Miré mi helado. Apenas le había dado una mordida. Estaba muy bueno.

En eso, noté una estela azul rauda desde un lado. Al fijarme, advertí al animal azul que había conocido unos días antes, el dastal. Corrió a toda prisa y se detuvo a un lado del banco, como escondiéndose. Al mirar al otro lado, noté que un guardia miraba en varias direcciones. Aún estaba algo lejos, pero no tardaría en notar al animal; el banco no era un muy buen escondite.

Curioso, me incliné para mirar al dastal. Este jadeaba como cualquier canino, mostrando sus puntiagudos colmillos. Entonces, con un gesto de la cabeza le indiqué mi bolso a un lado. El dastal, para mi sorpresa, se fijó en el bolso, saltó sobre el banco y se escondió de inmediato. Era lo suficientemente pequeño para caber cómodamente entre mis cosas.

No mucho después, el guardia pasó caminando rápido, mirando en todas direcciones. Yo puse un brazo sobre el fugitivo, intentando pasar desapercibido. Ni siquiera lo miré, pues eso atraería su atención hacia mí.

Para mi sorpresa, el guardia pasó de largo y se perdió de vista. Solo entonces quité el brazo y suspiré con alivio. El dastal sacó su cabeza, miró en todas direcciones.

—Rarrrr...— gruñó, como si se quejara.

Me permití acariciarle la cabeza. Su pelaje era suave, como el de una mascota bien cuidada, pero no llevaba collar. Me pregunté si quizás era una cualidad de su especie.

—Ya estás mejor— le espeté.

—¡Rrrrah!— exclamó este.

Entonces miró mi helado. Yo se lo ofrecí, pero este lo olió un rato y luego alejó el hocico, como si se ofendiera con mi ofrenda.

—¿No te gusta?— supuse— lo siento, no tengo más comida.

El dastal saltó de mi bolso y me dio un par de lengüetazos de despedida antes de marcharse con toda calma. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió detrás de un edificio.

Sonreí, agradado. En una de esas encontraba más gente entretenida por ahí.

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El tiempo se pasó volando, y de pronto llegó el último día antes de las clases. No había conseguido leer todo lo que había querido, pero me bastaría para comenzar con cierta base.

Además, luego de estudiar más a fondo las áreas de la Magivita, había llegado a la conclusión de que además de la medicina, me ayudaría mucho estudiar magia de atributos y de afecciones.

La magia de atributos se centra en aumentar o disminuir los atributos básicos de una persona, es decir: fuerza, agilidad, flexibilidad, resistencia a sustancias peligrosas, a impactos, resistencia aeróbica, cosas por el estilo.

La magia de afecciones era particularmente ofensiva; se centraba en generar afecciones a enemigos, como paralizarlos en su lugar, hacerlos dormir, confundirlos, dejarlos ciegos o similares. De inmediato noté que estos ejemplos que daban en el libro eran los mismos que algunas afecciones que generaban ciertas múnimas, como parálisis o sueño, y me pregunté si acaso era una coincidencia que se pudiera llegar al mismo efecto a través de distintos métodos o es que ambas formas lo hacían de una manera similar. La teoría que había leído al respecto era prueba de que yo no era el único que había hecho esa conexión.

Lo encontraba fascinante, porque ya había experimentado un enlace entre el timitio y las múnimas; pues Liliana no podía atravesar armaduras de timitio, siendo que su múnima podía desmaterializarse para viajar por el plano de las almas. Muy parecida era la capacidad del timitio de "guardarse" en un plano distinto y efectivamente modificar su masa en este plano. Era la única sustancia de la que sé que puede hacer algo así. Y ahora encontraba un vínculo entre la magia y las múnimas. No podía esperar a aprender más, a entender el mundo que me rodeaba.

No quería comenzar el primer día de clases todo cansado por no poder dormir tras estudiar toda la noche, así que decidí relajarme desde el almuerzo y dedicarme a resolver el octaedro para despejar mi mente.

A través de esas dos semanas había conseguido descifrar varios de sus secretos, como que las piezas reaccionaban más que nada a un coeficiente de presión y temperatura, y de manera débil a campos magnéticos. Eso último solo significaba que debía mantenerlo alejado de imanes y metales.

Después de mucho examinarlo, había contado el número de octaedros, que eran exactamente 64. Los conté varias veces por si acaso. 64 es el cuadrado de 8.

Los octaedros podían cambiar a todos los colores del espectro visible, o sea: violeta, azul, celeste, amarillo, verde, naranja y rojo. Pero esos eran siete, y dado que el rompecabezas parecía estar basado en el número 8, significaba que faltaba un color. Es decir que cabía la posibilidad de que, cuando consiguiera resolverlo, cambiaría a un color neutro como blanco o negro, dándome un octavo color.

Más encima los octaedros se movían alrededor del rompecabezas y podían girar sobre su propio eje. Lo único que se me ocurría era organizarlos de tal manera que formaran un octaedro grande. Para eso empleé varios modelos, secuencias y leyes matemáticos al azar, hasta que de repente, se me ocurrió algo.

Los divisores de 8 son 4: 1, 2, 4 y 8, pero los divisores de 64 son 7; 1, 2, 4, 8, 16, 32 y 64. Si ese rompecabezas estaba pensado para una persona normal, o al menos para un mago que no pudiera manejar sólidos, quien lo resolviera necesariamente tendría que mantenerlo puesto contra una superficie, fuera una mesa o su propia mano. Es decir que solo se podía trabajar en 7 lados completos cada vez. 7 lados, 7 divisores de 64, 7 colores. Con los números se dan muchas coincidencias y podía estar equivocándome burdamente, pero esa era la gracia de los rompecabezas; intentas lo que se te ocurra y quizás logres algo.

Lo dejé sobre mi mano unos segundos para que se reseteara. Cuando cambió a violeta, apreté un solo octaedro en una cara. No pasó nada.

Rápidamente apreté dos más en donde debería encontrarse la siguiente. Estas comenzaron a girar. El rompecabezas se volvió azul y las dos primeras caras se volvieron duras, como indicando que ya no se moverían. Comenzaba a entenderlo; con excepción del primer paso, cada vez que cambiaba completamente de color, avanzaba hacia la respuesta. El mismo rompecabezas me iba indicando que iba bien.

Continué con la misma secuencia en las distintas caras. Pasó a celeste, luego a verde, amarillo, naranja, rojo.

Finalmente apreté los 8 octaedros 8 veces en la última cara, completando 64 toques. Los octaedros se juntaron para formar una estructura sólida. Un instante más tarde, el rompecabezas se volvió blanco. Luego sonó un chasquido.

—¡Lo logré!— exclamé bajito.

Para mi sorpresa, cuatro caras del rompecabezas se abrieron como puertas, dejándome ver el interior.

Emocionado, lo examiné de cerca. Debajo de todos esos octaedros se encontraba una esfera con una tenue luz blanca. Intenté comprender qué clase de circuito o imán sería, pero no era nada de eso. Apenas lo reconocí, se me cayó el estómago.

—¿Un puente?

Escuché una cadena, sentí un tirón familiar. Antes de darme cuenta de lo que ocurría, mis piernas sostuvieron mi peso y la posición me obligó a erguirme para no caer. El rompecabezas había desaparecido de mis manos. Alrededor, la iluminación había cambiado, también los colores.

Ya no estaba en la biblioteca de la universidad.

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