17.- Las Extensiones de mi Maestra (2/3)


Mientras los robots se quedaban limpiando el desastre que habíamos dejado en la cocina, nos retiramos a la sala de estar. Pusimos algo de música y activamos el prholo para dejar hologramas de gente bailando, porque nosotros habíamos comido tanto que nos pondríamos a vomitar si lo intentábamos. Prípori, Aconte y Otoor se pusieron a tomar como si no tuvieran fondo. Yo apenas conseguí terminar mi copa de vino de la cena, no estaba para nada acostumbrado al alcohol. Marisa y Aversa se tomaron un par de cervezas cada una, pero no las vi consumiendo tanto como los demás.

La música estaba a un volumen bajo, nada más para llenar el ambiente mientras conversábamos. Para variar, hablamos de temas livianos como nuestros mundos, culturas y las cosas que nos gustaban. Marisa me contó varios chistes que me hicieron reír a carcajadas, o quizás solo era su manera de hablar. Aversa me tradujo algo de lo que Otoor decía, incluso llegué a comprender algunas de las palabras yo mismo. Su lenguaje era rico, pero más fácil de entender de lo que había pensado en un principio.

Después de un rato activamos el modo de juego del prholo y nos pusimos a jugar al Tetris competitivo. También probamos un juego de naves espaciales en que teníamos que dispararnos los unos a los otros y uno de carreras de flotadores.

Cuando comenzó a hacerse tarde, Prípori se levantó y se estiró.

—Yo ya me voy a acostar. Mañana será un día ocupado— indicó— Arturo, vamos a ver dónde dormirás tú.

—¿No duermo en la misma habitación que antes?— dije extrañado.

—Solo ven conmigo— reclamó, al mismo tiempo que me pasaba una mano sobre el hombro.

Me puse de pie, no muy seguro de por qué quería que durmiera en otro lado. Les deseé buenas noches a los demás y me retiré con ella. Luego de perder de vista al resto, Prípori me tomó de la mano y me acercó a ella hasta que nuestros hombros se tocaron.

—¿No te gustaría dormir conmigo?— inquirió.

Abrí los ojos de par en par. Admito que había estado esperando eso desde que lo hablamos luego de la sesión de entrenamiento, pero con todo lo que había tomado, no pensé que se acordara.

—¿De... de verdad? ¿No lo dices porque estás borracha?

—¿Prefieres hacerlo con una mujer sobria? Puedo desintoxicarme con magia, si prefieres.

Admito que no estaba muy seguro de lo que quería. Nunca lo había hecho con alguien ebrio. Sabía que técnicamente era mal visto, al menos en mi mundo, pero en esa situación era distinto; nos conocíamos lo suficiente y ambos habíamos decidido que lo haríamos mientras estábamos sobrios. Sin embargo, aun con eso podía haber un detalle que se me estaba pasando. Era mejor prevenir.

—Por favor— le pedí.

Ella suspiró.

—Como quieras.

Se separó un poco de mí, cerró los ojos y contuvo la respiración un momento. Luego botó el aire y me volvió a mirar.

—Muy bien ¿Es todo lo que necesitas?

—¿Eso fue todo? ¿Ya estás sobria?— inquirí.

—Lo estoy— aseguró— es un hechizo del área de sanación para limpiar el sistema cardiovascular de toxinas ¿O es que quieres beber mi sangre para comprobarlo?

—¡¿Qué?! ¡No!— exclamé.

Ella sonrió, divertida.

—Lo siento, es un fetiche de algunos vole— indicó— supongo que los humanos no están tan enfatizados con sus colmillos.

Con ese asunto zanjado, me volvió a tomar de la mano y me llevó a su habitación. Se sentía irreal, como si fuera a despertarme en cualquier momento, pero el sueño avanzaba y yo no despertaba. Pronto nos quitamos la ropa. Yo me quedé paralizado un momento, pero ella no se detuvo ahí; me dio un beso y sin soltarme, me llevó a la cama. Se sentó sobre mí, me cubrió en besos y lamidas. Yo intenté torpemente seguirle el juego, mientras que ella se movió como una sombra y me recorrió entero sin problemas. En un momento me lamía la oreja y en un parpadeo estaba en mis piernas, dándome vuelta para tomarme el poto como si quisiera amasar pan.

No pude evitar examinar su cuerpo desnudo, que tantas otras veces me había mostrado, pero yo había hecho lo posible por rehuir; a pesar de ser una volir, Prípori tenía senos del tamaño de monederos o medallones. No era nada grande en comparación a la media de las chicas humanas, pero era lo más grande que le había visto a una volir. También, para mi alivio, aprendí que las vaginas de las vole debían tener un tamaño similar al de las mujeres humanas.

Juntos, realizamos varias posturas. No la penetré hasta media o tres cuartos de horas desde que comenzamos, y desde ahí continuamos por largo rato, empapados en sudor y otros fluidos. En cierto momento le acaricié la cara y pensé en meterle un dedo a la boca, pero recordé lo que me había dicho sobre el tabú que tenían y desistí. En toda la noche, Prípori no se metió ninguna parte de mí en su boca.

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A la mañana siguiente me desperté con el ruido de una puerta abriéndose. Inmediatamente me di cuenta que era de mañana, debido a la iluminación. Entonces advertí a una persona en la puerta; metió un pie a la habitación mientras sacaba algo de una mesita afuera, luego entró con lo que llevaba en las manos: una bandeja con un par de platitos con comida, un vaso de jugo y una taza humeante. Se trataba de una volir de largo pelo verde claro como el pasto de las pistas de golf en Madre. Era algo delgada incluso para su especie y llevaba un vestido con varias cintas y vuelos, similar al estereotipo de una mucama, pero más elegante. Nunca la había visto, por lo que me asusté al principio, pero tenía una sonrisa tan radiante y tranquila que me calmó de inmediato. Además, venía con comida.

Con cuidado, dejó la bandeja en el velador junto a mi lado de la cama. Se fijó un momento en Prípori, la cual se tapaba la cabeza con una almohada para evitar la luz del sol. Entonces la nueva volir me miró a mí, aún risueña. Tenía grandes ojos verde claro y un rostro armonioso. Casi parecía sacada de un cuadro.

—Hola, tú debes ser Arturo. Gusto en conocerte— me susurró— yo soy Asdate.

Intenté hacer memoria. Creía haber escuchado ese nombre anteriormente, pero no estaba seguro.

—Ho... hola— susurré de vuelta— el... el gusto es mío.

Asdate entrecerró los ojos, lo cual aumentó su sonrisa, e hizo como que me pellizcaba la mejilla. Sus dedos me rozaron, los sentí muy suaves. Me temí que tenerla tan cerca me pusiera rojo, esperé que no se notaran mis nervios.

Entonces se fijó en Prípori y se inclinó sobre mí para sacudirla un poco.

—Despierta— le susurró— ya llegamos todos.

Prípori gruñó, no muy dispuesta a levantarse así como así.

—Te traje el desayuno, justo como te gusta— insistió Asdate, con un tono tranquilo y una paciencia infinita.

Prípori se removió más que antes y volvió a gruñir. Luego tiró la almohada a los pies de la cama, se quedó unos segundos contemplando el cielo y finalmente nos miró con los ojos semicerrados por el sueño y las legañas.

—Hola— saludó.

Se sentó en la cama mientras Asdate le llevaba la bandeja, luego se refregó la cara y ambas se dieron un beso en los labios. No fue nada provocativo, más bien lo hicieron con una actitud muy cotidiana, como si fuera algo de todos los días.

—De inmediato traigo tu bandeja, Arturo. No te muevas— me pidió Asdate.

Se dirigió a la puerta para sacar otra bandeja de la mesita que había traído consigo y me la trajo rápido, pero con cuidado; un pan con huevo y jamón, jugo y té, todo preparado con una muy buena presentación que hasta daban ganas de tomarle una foto.

—Vaya... gracias— le espeté— es muy amable de tu parte.

—Oh, de nada. No podía esperar a conocerte, con todo lo que Prípori ha hablado de ti— indicó ella— espero que no te haya causado muchos problemas anoche. A veces puede volverse un poco loca.

—Es mentira, no le hagas caso— me espetó la misma— le gusta molestarme.

—Pobre Arturo, seguro te presionó para que la acompañaras— supuso Asdate.

—¡No lo hice!— alegó Prípori con la boca llena— ¡Déjate de hacerme ver como una degenerada!

Asdate rio entre dientes.

—Como sea, cuando termines, dúchate rápido y vístete. Los niños están esperando en la sala de estar.

—¿Dijiste que vinieron todos?— inquirió.

—Sí.

—¿Niños?— repetí, extrañado.

Entonces ambas me miraron, algo sorprendidas.

—Sí, nuestros niños— indicó Asdate— ¿No le hablaste de tus hijos, amor?

—Sí, por supuesto... creo— contestó Prípori, sin mucha convicción— ¿Te hablé de mis pendejitos?

—¡¿Tienes hijos?!— exclamé yo, luego me giré hacia Asdate— ¡¿Y ella es tu pareja?!

—Él— corrigió Prípori.

—Ah, sí, soy un hombre ¿Eso estaba en duda?— se extrañó Asdate.

Entonces el peso de la realidad me cayó. Me pilló tan desprevenido que se me cayó el último pedazo de pan de la boca.

Me había acostado con la esposa de otra persona.

Con los nervios de punta, me dirigí a Asdate.

—¡Perdón! ¡No sabía que tenía pareja!— me apresuré a decir— ¡Lo siento de verdad!

Asdate miró a Prípori, extrañado.

—Es algo cultural— explicó esta— tranquilo, Arturo. Nadie te desea mal.

Asdate rio entre dientes.

—No veo problema en que pruebes a mi esposa— me aseguró— sería algo hipócrita de mi parte, después de tantos años con ella.

Prípori terminó su bandeja rápidamente y se levantó, más despierta.

—Termina tu desayuno tranquilo. Luego dúchate y baja a conocer a mis niños, creo que te gustarán.

Rodeó la cama aún desnuda y se fue. Asdate se quedó conmigo. No sabía qué pensar de él, partiendo de que era más lindo y femenino que su esposa.

—¿Entonces... no estás enojado conmigo?— quise asegurarme.

—Admito que no veo por qué debería estarlo— aseguró— ¿En tu cultura la gente se enoja después de acostarse con otros?

—Con las parejas de otros— indiqué— de saber que Prípori estaba casada, no me habría atrevido a hacerlo.

—Suena a que ella te engañó, entonces— apuntó él.

Abrí los ojos como platos. De todas las posibilidades, nunca esperé que el marido de la mujer con quien me había metido eligiera ponerse de mi lado.

—Se... se podría decir— supuse, algo confundido.

—Por favor, discúlpala. Es brillante y suele ser muy considerada, pero a veces puede ser algo precipitada— me espetó.

—¿Ah? ¡No, no hay nada que disculpar! Me...— noté que me ponía rojo— me gustó mucho.

Asdate sonrió.

—Sí, puede ser muy divertida ¿Verdad? A veces le da por cantar y bailar, y se pone a...

Pero entonces se cortó. Noté apenas unos chillidos lejanos, chillidos de niño.

—Ay, debo dejarte. Nos vemos en un rato ¿Sí?

Se retiró a paso veloz. Yo terminé mi desayuno y me fui a duchar y a vestir. Finalmente bajé a la sala de estar, donde casi de inmediato choqué con alguien. Al mirar abajo, noté a un niño volir de pelo color cian corto y rasgos delicados. No debía tener más de 13 años.

—Ah, perdona— le espeté.

—¿Oh? ¿Tú eres el nuevo?— inquirió— ¿Y eres un humano? Pensé que serías más intimidante.

—Ah... lo siento.

—¿Te gustan los deportes?— continuó— ¿Cuál es tu favorito? El mío es el pritamol.

—¿Qué?

—¿Te gusta? ¿Quieres jugar conmigo?

—Eh...

Se veía emocionado. No quería aceptar algo de lo que no sabía nada, pero tampoco quería desilusionar a un niño. Estaba a punto de decir que sí, cuando alguien nos interrumpió.

—No molestes al nuevo solo porque es nuevo— alegó alguien, asomándose por el pasillo.

Al fijarme en él, noté un cuerpo más desarrollado, pero aún algo menudo para considerarse adulto. Su cara era redonda, sus ojos verdes algo caídos y llevaba su pelo azul largo en una cola por atrás.

—Tirbero, no estás hablando con el señor para hacer tiempo ¿Verdad?— dijo el joven de ojos verdes—mamá solo te pidió ir a cortar un par de hojas para el aliño, nada más.

—¡Ah, es verdad!— exclamó el chico.

Rápidamente se marchó y se perdió de vista. El otro joven se me acercó y me tendió la mano. Yo se la estreché.

—Ese era mi hermanito, Tirbero. Te puedes negar a todo lo que te diga, es el único aquí a quien le gusta el pritamol y está aburrido porque no puede jugar— explicó— yo me llamo Asfolo. Soy hijo de mamá... digo, de Prípori, por si no te habías dado cuenta.

—Ah... yo soy Arturo. Un gusto conocerte.

—Lo mismo— me sonrió con la misma calma que su padre, como si pudiera mantener su paz interior aun contra la peor tormenta— mi mamá nos habló un poco de ti. Dijo que eras un mago impresionante.

Esto me hizo reír, aunque fuera un poco.

—Es raro que sea ella quien lo diga.

—Para nada; es muy buena evaluando a otros magos.

—Vaya.

Apenas sentía unas débiles extensiones mentales desde su cabeza, muy similar a lo que sentía junto a Coni.

—¿Tú tienes la granalis?— supuse.

—Sí, este año me presenté ante un lúmini— indicó— me gustaría volverme un mago como ustedes, aunque mi mamá dice que no nos aceptará dentro de los polímatas pase lo que pase, así que tendré que buscar otras maneras de usarlo.

—Tiene sentido— comenté.

Asfolo abrió la boca para decir algo más, pero en eso, una personita chica apareció desde atrás y se le pegó a una pierna.

—¡Asfolo, Tirbero me estaba molestando!— alegó.

—¡No es verdad!— exclamó el muchacho a través de una ventana abierta en la habitación contigua.

—¡Me dijo que me iba a poner huevos de gusano en el almuerzo para que me crecieran gusanos en el estómago!— exclamó.

—¡Yo no dije eso!— alegó Tirbero.

—¿Y qué le dijiste?— inquirió Asfolo.

Tirbero no respondió. Asfolo se inclinó sobre la jovencita pegada a su pierna y recién entonces pude verle la cara; se trataba de una niña de no más de diez años, con ojos grandes, cachetes redondos y ropa con accesorios chillones que le gustarían a una niña de su edad. Ella me miró a mí fijamente y se quedó muda.

—Mmm— alegó, tímida.

Asfolo siguió la línea de sus ojos y comprendió lo que ocurría en un instante.

—Él es Arturo ¿Te acuerdas? Mamá nos habló de él— dijo en un tono aun más amigable que su voz normal.

—Mmm— reclamó la muchachita. Asfolo le acarició la cabeza y volvió a erguirse.

—Esta es Varilú, la más chica. Es algo tímida, pero no tardará en acostumbrarse a ti— me aseguró.

A mí nunca me gustó hablarles con un tono condescendiente a los niños, se sentía estúpido, pero en esa ocasión me aseguré de poner una voz que no la intimidara.

—Hola, me llamo Arturo— le espeté— un gusto conocerte.

La niña solo se recluyó más detrás de la pierna de su hermano. Admito que era algo incómodo. No pensé que llegaría más lejos que eso, así que hice distancia.

—Está bien, descuida— le espeté.

—Perdona— musitó Asfolo.

Estábamos en el pasillo bloqueando buena parte de la pasada, así que decidimos ir a la sala de estar, donde se encontraban Prípori, Asdate y Otoor conversando. Varilú fue a abrazar a su mamá, quien la levantó en brazos y le dio un beso en el cuello con ánimo.

—¿Qué pasa, mi amor?— le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja— ¿Te dio miedo el nuevo niño malo?

Me miró a mí mientras decía esto último.

—Oye— alegué.

—Tranquila, galletita, no te hará nada aunque su cara dé susto— le aseguró.

—¡Oye!— repetí.

Asdate rio bajito.

—Mejor no le metas cosas en la cabeza, amor— le dijo a Prípori.

—¿Ya conociste a Silvina, Arturo? Está en el patio— indicó ella.

—¿Otra más?— salté.

—¿Cómo que "otra más"? Solo tengo cuatro— alegó Prípori.

Me pasé una mano por el pelo, consternado.

—Es que no te imaginaba con hijos, y resulta que tienes cuatro, y tan joven. Es algo chocante.

—¿Joven?— se extrañó Asdate.

—No es que seamos especialmente jóvenes— indicó Prípori— él tiene 48, yo 49.

—¡¿Qué?!— exclamé.

Prípori sonrió, entretenida.

—¿Cuántos años me echabas?

Hice unos cálculos rápidos en mi cabeza. Si los vole envejecían a más o menos dos tercios la rapidez de los humanos, Prípori estaría por los 32, muy cercano a lo que yo estimaba.

—Te echaba unos 30— admití— se me olvida que las especies envejecen a distintos ritmos.

Prípori se echó a reír.

—¿Te acuerdas de cuando teníamos 30, amor?

—Sí, eran tiempos muy movidos.

Yo suspiré y me dirigí al patio, esperando que se olvidaran rápido de todo eso. Me sentía algo tonto por no haber pensado en la edad de los vole, pero también algo pasado a llevar ¿Por qué tendría que fijarme en un detalle como la edad de la gente? Era completamente irrelevante.

Estaba discutiendo conmigo mismo cuando salí de la casona y noté en el bosque cercano extraños ruidos de repentinas ráfagas de viento, desplazamientos de tierra y el chasquido de cosas helándose y quemándose. Me pregunté de qué se trataría, pero antes de avanzar mucho, vi a Aconte recostado contra un árbol.

—¿Qué está pasando?— le pregunté.

—Silvina y las gemelas practicando— contestó con los ojos cerrados, seguramente durmiendo.

Por "practicando" me imaginaba que magia. Esos ruidos no podían ser de otra cosa. Me dirigí al bosque y pronto advertí zonas congeladas y chamuscadas por todos lados, pero también grandes cuerpos de tierra removida y unos cuantos árboles caídos. Seguí el rastro de destrucción y los ruidos hasta que noté unas llamas entre un par de árboles. Debían estar por ahí cer...

—¡Cuidado!

Algo me chocó por la izquierda, sin darme tiempo de girarme a ver. Ambos caímos sobre la tierra. Yo formé una cama de roca para que tomara el desgaste del roce en vez de mí, pero mientras la formaba, noté una fuerza similar controlando el mismo cuerpo de tierra. Para nuestra fortuna, ambos pensamos lo mismo, por lo que generamos el colchón el doble de rápido de lo que yo me tardaría. Caímos pesadamente, pero no nos herimos con las piedras del suelo.

Noté que el cuerpo que me había chocado se trataba de una persona: una joven delgada. Esta hizo distancia con los brazos, luego se puso de pie y se desempolvó la ropa. Yo también me incorporé.

La muchacha tenía la misma tez y constitución que su madre, con una cara pecosa, ojos verdes como su padre y dos largas trenzas de pelo azul oscuro. Noté que era una maga.

Se giró hacia mí no muy contenta de verme, tampoco enfadada, solo parecía indiferente.

—Tú debes ser el chico nuevo— supuso.

—Sí, me llamo Arturo. Disculpa por eso— le espeté.

—¿Por qué deberías? No tomamos las precauciones suficientes— indicó ella— yo me llamo Silvina. Soy la hermana mayor. Dado que vienes de la casona y que mis tres hermanos están allá, me imagino que ya los conociste ¿No?

—Sí, son todos muy simpáticos— le espeté.

—Lo son.

En eso aparecieron Marisa y Aversa desde un árbol y se nos acercaron.

—¡Oh, Arturo! Pensamos que ibas a dormir todo el día— me espetó Marisa.

—No es taaaan tarde— me defendí.

—Marisa solo quiere sentirse superior porque ella nunca se despierta temprano— indicó Aversa.

—¡Oye!

—Estábamos jugando a la pinta— explicó Silvina— te puedes unir, si quieres.

No sabía si lo decía por amabilidad o porque de verdad quería. Lo decía todo con un tono indiferente que hacía difícil entender lo que esperaba, sobre todo para mí, así que decidí guiarme por el mensaje más que el tono.

—Eh... claro ¿Quién la lleva?

Silvina me tomó del hombro.

—Pinta— dijo— tú la llevas.

De inmediato saltó hacia atrás para hacer distancia.

—¡Argh, rayos!— exclamé.

—¡Te la hicieron, Arturo!— se burló Marisa.

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