Capítulo Veinticuatro
SYLVENNA
LA VALENTÍA QUE DEJÓ LA INOCENCIA
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Sus sollozos eran el único sonido que cortaba con el silencio denso de sus nuevos aposentos. Con su espalda apoyada contra las puertas cerradas, hecha un ovillo, Sylvenna se cubrió la boca con una mano para tratar de no ser escuchada. Sus ojos ardían con las constantes lágrimas que se deslizaban por sus mejillas sonrojadas, y la presión que sentía en su garganta era bastante parecida a la que su mano ejercía sobre sus labios.
La princesa sintió que nunca iba a poder dejar de llorar, que era lo único que podía hacer mientras todo comenzaba a desmoronarse a su alrededor. La firmeza del suelo había desaparecido. Cada movimiento, cada inhalación entrecortada parecía una batalla en sí. Las joyas, el vestido de la ceremonia, sus propios pensamientos, la brisa serena de la noche... todo la asfixiaba.
Vaelerya se había ido. La había dejado sola.
Al parecer mucha gente había muerto.
Y la relación de sus padres cedió por completo bajo sus diferentes visiones sobre cómo proteger al reino y las personas que hay en él.
No tenía ni la más mínima idea de lo que iba a suceder de ahora en adelante. Durante toda la tarde que su madre la encerró, había oído los murmullos crecientes y las pisadas apresuradas en los pasillos, indicios de la agitación que sacudía a Mercinor desde que su hermana mayor se negó a entregar su sangre en la ceremonia. El Gran Salón por poco se convertía en un campo de batalla, de no ser porque Cobhan seguía siendo el rey y todos debían acatar su palabra sin importar la discordancia entre su familia materna y su hermana mayor.
Vael había prometido arreglarlo todo. Sylvie temía tanto ser coronada reina, porque le aterraba que ese hecho fuera irreversible y que su hermana pensara a su vez que había dejado de apoyarla cuando era todo lo contrario. ¿Cómo iba a poder saberlo si ya no estaba en Mercinor?
No supo cuánto tiempo permaneció acurrucada contra la puerta, llorando como una niña de nueve años, anhelando consuelo pero demasiado avergonzada para pedirlo. Porque ya no era una niña; había cumplido dieciséis y se suponía que debía comportarse con la madurez que todos creían que poseía. Al fin y al cabo, estaban a punto de poner una corona en su cabeza.
Pero en vez de sentirse como la Nueva Legítima, se sentía como el chiste más grande de la historia.
Tiempo después, cuando sintió los ojos hinchados y cansados, ardiendo después de haber derramado tantas lágrimas que le parecieron infinitas, Sylvenna por fin se levantó del suelo. Sobre piernas cansadas y entumecidas, fue hacia el armario y, cuidando del corte en la palma de una de sus manos, sacó un vestido sencillo para ponerse.
No pensaba quedarse encerrada de nuevo, mucho menos cuando ahora era su responsabilidad hacer algo al respecto. Su padre le pidió ser fuerte, por él, por su madre, por Vaelerya y por el reino. Tenía que intentar ser la heredera que el Consejo eligió y traer a Vaelerya de regreso. Aunque no tenía ni la más mínima idea de cómo hacerlo.
Se cambió rápidamente y, una vez estuvo lista, se dirigió de nuevo a las puertas y las abrió de par en par. Su acción fue inesperada, por lo que sus guardias personales se sobresaltaron en su sitio.
—Alteza, sus majestades indicaron que debía permanecer en sus aposentos —dijo Jossech, su cuerpo poniéndose alerta. Tanto él como la princesa sabían que ella no tenía planeado hacer caso.
—¿El príncipe Jendring y la hechicera ya se fueron de Mercinor? —preguntó, deliberadamente ignorando las palabras del uniformado.
—Eh, alteza, será mejor que...
—¿Sí o no? —interrumpió Sylvenna. En cualquier otra ocasión se habría avergonzado o sentido bastante mal, pero estaba cansada de sentirse de esa manera. Tenía que ayudar a su hermana y a sus progenitores. Por el bien de Mercibova.
—No, alteza —contestó Riev—, pero creo que tienen agendado irse mañana al alba.
—Quisiera... Quiero reunirme a hablar con ellos —declaró, alzando el mentón, esperando poder sonar tan firme como deseaba.
Por la manera en que el par se quedó quieto y observándola en silencio, estaba más que claro que no la tomaban en serio, no de la manera que había esperado. Refunfuñando entre dientes, volvió a ingresar a su habitación y cerró las puertas con más fuerza de la necesaria. Con largas zancadas se dirigió a su cama y se sentó en el borde, de brazos cruzados y se quedó pensando qué podría hacer para poder ir más allá del umbral de las puertas.
Soltando un suspiro pesado y desganado, agarró el espejito que descansaba en el mesón de al lado de la cama de postes. El marco era blanco con detalles de oro bruñido que soltaba destellos cuando lo movía y atrapaba la luz de las antorchas. Observó su reflejo en completo silencio, raspando con sus uñas el mago del espejo.
Por supuesto, ¿cómo nadie iba a tomarla en serio cuando tenía el rostro hinchado y los ojos rojos de tanto llorar?
Bufó y descartó el espejo de regreso a la mesa y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Estaba cansada de sentir que trataba de subir una colina y aún así resbalaba en cada intento, el pensamiento de que tal vez no llegaría a la cima con Vaelerya era aplastante.
Pero Sylvie tenía grandes razones para seguir intentando.
Se pasó las manos por el rostro, terminando de limpiar cualquier rastro de lágrima de sus mejillas. Luego inhaló profundo y su mirada se dirigió a los delicados cortinajes que colgaban de los postes de su cama, delicados y ligeros. La luz del candelabro posicionado al otro lado se veía claramente, y una idea llegó a su cabeza.
—¡Jossech, Riev! —gritó Sylvie abriendo las puertas de sus aposentos una vez más, una expresión de susto en su rostro.
—¡Princesa! —exclamó Jossech, observando con horror las llamas que se alzaban desde la cama de cuatro postes por detrás de la figura menuda de la Nueva Legítima. El fuego crepitaba, devorando los ricos cortinajes y extendiéndose rápidamente por la habitación.
Los soldados entraron en acción, dispuestos a protegerla contra cualquier mal. El humo ya comenzaba a llenar el espacio, y las llamas danzaban peligrosamente cerca del techo, además, la suave brisa que se colaba por las ventanas que la princesa dejó abiertas, no hacían más que avivar el caos ardiente. Riev, el más alto de los dos, se apresuró a tomar un balde de agua que siempre permanecía lleno en el cuarto de baño, mientras Jossech se lanzó a tratar de sofocar las llamas con una manta pesada.
—¡Tenemos que sacarla de aquí, alteza! —gritó Riev por encima del rugido del fuego, su rostro enrojecido por el calor, vaciando el agua del balde, la cual no resultó ser suficiente para producir algún cambio en el incendio.
Sin embargo, para cuando los dos guardias se giraron en su búsqueda, Sylvenna ya había salido del cuarto corriendo.
De todas maneras, el bullicio y los gritos alarmados atrajeron la atención de más guardias y otros empleados del castillo. Pronto, el pasillo se llenó de gente, apurada por ayudar a aplacar las llamas y tratar de salvar los aposentos de la futura reina.
Sylvie corrió y se chocó con varias personas, pero en medio del pánico creciente, con su afán por escapar, no se detuvo. Incluso cuando la culpa revolvió su estómago y un sabor amargo se instaló al fondo de su boca por haber causado todo eso, no miró hacia atrás y siguió su camino hacia el nivel de abajo, donde se encontraban las habitaciones de los invitados.
El castillo era un laberinto de corredores y escaleras, pero Sylvie había memorizado cada giro y cada esquina. Su mente trabajaba frenéticamente, calculando rutas y alternativas en caso de encontrarse con más obstáculos. La voz de los guardias y sirvientes gritándose instrucciones resonaba por los pasillos, pero la joven heredera se movía con la rapidez y la gracia de un fantasma, evitando ser vista. Las numerosas veces que se escabulló de sus lecciones con su Lya, o hacía carreras improvisadas con sus guardias cuando estaba aburrida, demostraron ser útiles para un momento como este.
En cuanto giró una esquina, pudo distinguir la figura de un hombre caminando apresurado hacia las escaleras que lo llevarían al piso de abajo. Sylvie pudo jurar que reconocería ese cabello negro, ligeramente rizado en la nuca, en cualquier parte, aunque se negaba a admitir que había pasado mucho tiempo admirando al príncipe Jendring cuando creía que nadie más se daba cuenta. Lo siguió haciendo incluso cuando este se alejó de ella y no volvieron a siquiera hablar sobre su entrenamiento, algo que la princesa lamentaba bastante no haber podido iniciar.
—¡Jendring! —lo llamó la joven corriendo a su encuentro, no queriendo hablar demasiado fuerte para no atraer atención no deseada.
Pero para gran sorpresa de la heredera, el hombre solo se detuvo una fracción de segundo, sin mirar atrás, para luego afanar su paso sin haber respondido a su llamado. No del todo.
Por un instante, cuando ella avanzó y se detuvo al frente de las escaleras, su corazón latiendo tan fuerte que temió que saltara a su garganta, Sylvenna dudó. No obstante, a la siguiente inhalación, la princesa de cabellos lacios y oscuros agitó su cabeza y lo siguió escaleras abajo. Sabía que era él. Tenía que ser él.
—¡Alteza! ¡Príncipe Jendring! —insistió, a pesar de que ahora solo alcanzaba a ver su sombra debido a las antorchas prendidas que colgaban en las paredes, avanzando muy por delante de ella.
Resopló, incómoda con su vestido, así que alzó las faldas de su atuendo lo suficiente para bajar con más rapidez. Antes había creído que ella era bastante ágil. Aún así, lograr escurrirse por Mercinor con vestidos aparatosos era en realidad una gran hazaña que ningún hombre sería capaz de superar como ella.
En ese momento envidió la practicalidad del atuendo masculino, que claramente se convirtió en una ventaja para Jendring mientras huía de su presencia.
«Un momento, ¿por qué huye de mí? ¿Acaso he hecho algo malo?» Las preguntas comenzaron a arremolinarse en su cabeza, distrayéndola de manera momentánea. Para el momento en que alzó la vista del suelo, una vez bajó al siguiente nivel, no había rastros del príncipe aninthaio.
Giró sobre su eje, confundida, buscándolo con la mirada. Avanzó por el corredor de puertas cerradas, con antorchas parpadeantes, que proyectaban sombras inquietantes en las paredes de piedra. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, la sensación de que algo no estaba bien era pesada e insistente, pero no podía detenerse.
Sylvenna soltó un suspiro pesado e impaciente. Estaba perdiendo el tiempo y comenzaba a molestarse con Jendring. Si el príncipe no deseaba hablar con ella, ni siquiera ser lo suficientemente civilizado como para detenerse y ofrecer su ayuda, Sylvie tendría que buscar a la hechicera y hablar con ella. Tal vez si alguien pudiera descubrir adónde había ido Vael, sería esa mujer.
Con esa idea metida entre ceja y ceja, la heredera trató de regresar para subir las escaleras, pero apenas llegó al pie de las misma, un empujón la sorprendió.
Trastabilló con sus propios pies. De no haber sido por la pared con la que chocó de espaldas, habría caído al suelo. Resoplando, alzó la cabeza para mirar a quien la empujó de esa forma brusca y de la nada. Su nariz estaba arrugada con molestia, pero se quedó pasmada cuando lo vio.
Era Jendring, solo que... tampoco lo era.
En el joven hombre había cierto parecido con el príncipe que ya conocía que hacía que su piel se erizara de una manera incómoda. Reconocía la mirada que correspondía a la suya, el verde de sus iris imposible de ignorar u olvidar, más su piel era mucho más pálida, sus rasgos más afilados, sus movimientos recordándole a un felino a punto de atacar. Sus ojos se abrieron más con incredulidad.
—¿Je...Jendring? ¿Qué...?
Sin embargo, antes de que Sylvie pudiera terminar de hablar, el que parecía ser el príncipe del reino de Aninthaia la sorprendió. Sacó una daga de entre los dobleces de su ropa oscura y la presionó contra su cuello, acercándose a ella lo suficiente como para atraparla entre el muro y su cuerpo.
El grito de la princesa fue ahogado por la mano masculina. Sylvenna comenzó a temblar por la confusión mezclada con el horror. Nunca antes había estado en una situación como esta, con la hoja de un arma blanca en su cuello. El terror inundó sus sentidos, sus ojos se llenaron de lágrimas, más su cuerpo no pudo reaccionar. La princesa se quedó paralizada, lloriqueando, sus manos arraigadas a la pared contra la cual estaba presionada.
—Sshh, sh... —murmuró el pelinegro, sus ojos ligeramente rasgados la observaban con una atención desconcertante—. Lo siento mucho, alteza, pero no debió seguirme esta noche.
La joven sollozó contra su mano y negó con la cabeza repetidas veces, movimientos espasmódicos que él trató de controlar mientras presionaba su mano con fuerza contra su boca. Ella no era capaz de creer que quien tenía delante suyo era Jendring, o una versión de él, el eco de quien se supone que conocía y había considerado su amigo, uno que le parecía muy guapo y le hacía sentir nerviosa. Pero ahora sucedía todo lo contrario.
Incluso su voz era diferente.
—Es demasiado ingenua y confiada para su propio bien, princesa Sylvenna —continuó diciendo él, sin parecer que se regodeara en su miedo.
Casi parecía que quería explicarle algo, decir algo más allá de las simples palabras que pronunció, pero Sylvie no estaba dispuesta a escuchar. No solo por su estado de pánico paralizante, sino porque la verdad que estaba a punto de ser revelada destruiría por completo cualquier vestigio de confianza y amistad que pudo haber existido entre ellos.
La princesa intentó hablar, aunque ni siquiera ella misma lograba encontrar las palabras adecuadas. Sonidos incoherentes y ahogados rompieron el silencio que siguió a sus palabras, acompañados por su respiración rápida y entrecortada.
—Lo siento mucho, pero así deben ser las cosas ahora —añadió el pelinegro.
Dicho esto, apartó la daga del cuello de la princesa heredera y, con cuidado, retiró la mano de su boca. Sylvenna soltó un lloriqueo, su cuerpo paralizado durante unos segundos. Justo antes de que pudiera reaccionar y abrir la boca para gritar, Jendring no dudó en golpearle un lado de la cabeza con el mango de la daga.
El dolor agudo del asalto fue lo último que sintió Sylvie al caer inconsciente.
Cuando la princesa Sylvenna recobró la consciencia, un dolor punzante en su cabeza, ya no se encontraba en ningún pasillo. El aire era denso y húmedo. La piedra del suelo era lisa y estaba llena de polvo y pisadas. Se logró sentar en el suelo y se tocó el lado de la cabeza, soltando un quejido, reconociendo la hinchazón que el golpe dejó. Pero la mano le ardía, la mano que tenía la cortaba de la ceremonia.
Bajó la mirada y descubrió que ya no tenía la venda puesta y que estaba volviendo a sangrar. Lágrimas comenzaron a llenar sus ojos de nuevo. Se sentía tan perdida y confundida. Miró a su alrededor solo para darse cuenta por fin del lugar en el que se encontraba.
Era el patio.
El mismo que ella alguna vez le enseñó al príncipe Jendring, donde él pudo haberle comenzado a enseñar cómo blandir una espada. ¿Le habría enseñado también cómo sorprender a alguien con una daga al cuello?
Los recuerdos de las palabras de Jendring comenzaron a regresar a su mente, aunque seguían siendo un rompecabezas incompleto.
Se puso de pie, tambaleándose un poco debido al mareo. Se giró un poco, observando sus alrededores con el deseo de comprobar si se encontraba completamente sola, aunque era consciente de que no sabía cómo iba a reaccionar si él todavía estaba cerca.
Hasta que vio la puerta.
La misma puerta hecha por elfos negros que se suponía había sido sellada siglos atrás.
Estaba abierta. Por completo.
Abrió su boca pero ningún sonido salió de ella más que una respiración entrecortada. La realidad se derrumbó sobre ella y la culpa la invadió, un peso en su pecho que casi le hacía difícil respirar. Se tambaleó hacia atrás, su mente aturdida por el dolor del golpe, por la amargura de la traición.
Se giró hacia el otro lado del patio y avanzó lo más rápido que pudo en medio del mareo de la impresión, de la decepción y el miedo. Susurró el nombre de su madre, como si con tan solo nombrarla a la noche sería preciso para poder llegar a ella más rápido, para llorar en sus brazos y pedir perdón. Ella había hecho esto.
Comenzó a correr cuando el desespero se arraigó en sus entrañas y llegó al otro lado del patio que la llevaría al corredor que conecta con el resto de Mercinor. Tenía que enfrentar las sombras del presente y reconstruir lo que el caos había destrozado.
Al cruzar el umbral, sus ojos se abrieron con horror. Las antorchas parpadeaban débilmente, iluminando escenas de desorden y pánico. Los guardias corrían de un lado a otro, las sirvientas lloraban. El sonido llegó de golpe a ella en ese instante, y los ecos de gritos y órdenes se mezclaban en un clamor ensordecedor.
Sylvie cayó de rodillas en una esquina, apenas sosteniéndose de la pared. El castillo, su hogar, sumido en un caos mortal total.
NOTA DE AUTORA
AAAAAAA QUÉ ES LO QUE ACABA DE PASAR
Sylvie incendiando su cama 10000/10, pero f por Jossech y Riev jajajaja
¿Qué tal les pareció el capítulo? ¿Acaso no lo viste venir?.jpg
Muchas gracias a las hermosas personitas que me acompañan en esta aventura, sus votos y comentarios lo son todo (: Recuerden que si quieren sneak peeks de escritura, edits, lo que sea, tengo un canal de whatsapp, el link está en mi descripción, y no se preocupen, ofrece privacidad para proteger su número de teléfono.
¡Feliz lectura!
m. p. aristizábal
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