Capítulo Dieciséis
VAELERYA
EL DESPRECIO Y EL AMOR
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—Perdón.
Aquellas fueron las primeras palabras que escaparon de los labios de Sylvenna una vez se encontró frente a Vael. Sus ojos estaban vidriosos, conteniendo lágrimas, su ceño arrugado por la preocupación y su mirada fija en sus ojos azules, de pie a un lado de las puertas cerradas de sus aposentos. Sylvenna lucía un hermoso vestido de seda azul, mucho más ligero y primaveral que en ocasiones anteriores, ya que formaba parte de su presentación en sociedad como mujer.
Era la mañana siguiente después del festín de cumpleaños. Vaelerya sabía que ahora Sylvie debía atender a nuevas responsabilidades que ella alguna vez cumplió con gracia y esfuerzo, por lo que la joven ya estaba lista incluso cuando aún era demasiado temprano. Sin embargo, sus ojos todavía se alcanzaban a ver apagados y soñolientos, quizás por haber tenido que madrugar más de lo normal, o tal vez porque pasó una mala noche igual que ella.
Vael también se encontraba vestida y arreglada desde mucho más temprano, dado que esa era una rutina que tenía bien interiorizada, porque a comparación de Sylvenna, había sido criada para ser reina. Su vida se había basado en asistir a sus primeras lecciones antes del desayuno, recibiendo una educación completa y rigurosa en materias relevantes para el gobierno y la administración. Se había tenido que esforzar el triple para dominar estudios sobre historia, política, economía, diplomacia, etiqueta real y protocolo.
Para desgracia de Lya Albea, ella también se vio obligada a proporcionarle educación en habilidades de liderazgo, toma de decisiones y resolución de problemas, en línea con las creencias y la protección divina del dios y todos los menores, impartida por el Lyro y el Alvos, un enfoque que seguramente iba a profundizar con Sylvenna en adelante. Vaelerya recibió tutorías con consejeros reales y, aunque le cueste admitirlo, incluso mantuvo reuniones con lord Kerlos. Aunque en estas últimas predominaban las miradas mordaces, nunca dejó de aprender.
Se centró tanto en sus deberes, en lo que era esperado de ella, en tratar de ser la mejor en todo lo posible con tal de ser aceptada. Y aún así se lo arrebataron todo con unas pocas palabras delante de toda La Corte e invitados foráneos.
Años de su vida asistiendo a lecciones, tutorías, reuniones y eventos reales privados. Lo había vivido todo con un semblante neutro, pero sin duda dedicado, porque ella lo había deseado, había aprendido a amar su rol y en lo que se podría convertir.
Sin embargo, más que todo, porque a diferencia de lo que la reina Shassil, lord Kerlos y cualquier otra persona en Mercibova pudieran pensar, ella sí creía en su propio potencial para gobernar un reino al que tanto amor le tenía; un reino que también le había arrebatado mucho a ella. Y a pesar de ello, estaba decidida a servir, proteger y hacer todo lo posible para asegurar su prosperidad.
Vaelerya Delorme había nacido para ser reina. Y ese era un derecho que nadie debería creer poder quitárselo.
Pero Sylvenna quedó atrapada en medio de todo este asunto.
Verla en esos momentos le causaba dolor. Dolía ver lo mucho que se parecía a Shassil, aunque, al mismo tiempo, agradecía que mirar a su media hermana menor a los ojos fuera tan diferente que hacerlo a los de su madrastra. Era como comparar la calidez con la frialdad, el interés con la indiferencia. Sylvie representaba para Vael todo lo que la reina nunca sería.
Por eso, se rehusaba a enemistarse con alguien a quien comenzó a querer tan rápido como lo era un parpadeo. Recordaba que su media hermana menor había llorado tanto al nacer, que ella pudo escucharla al otro lado de la puerta de los aposentos de la reina, sentada en el pasillo a un lado de los pies de su padre. Ese día había sido uno de los pocos en los que había omitido sus lecciones, dedicándose a preguntar sin cesar sobre cómo nacen los bebés y si Sylvenna podría jugar pronto con ella en los jardines o en el patio abandonado, aquel de la puerta de madera tan oscura que parecía negra, la que tanto miedo le daba acercarse.
Ahora Sylvie se paraba en frente de ella, no en los brazos de su madrastra, sino con dieciséis años, y decidiendo cargar con una culpa que no le pertenecía en absoluto.
Así que la abrazó. No lo dudó ni lo pensó. Solo se levantó del mueble en el que había estado sentada la última hora, buscando maneras de revertir el asunto de sucesión, y se acercó para estrecharla entre sus brazos. Vaelerya se dio cuenta en ese momento que se había sumido tanto en lo que sentía, en las emociones y pensamientos tan caóticos que se hicieron presentes en ella, que había olvidado por completo lo que Sylvenna estaría sintiendo por su cuenta.
—No tienes que pedir perdón, Sylvie —murmuró la ex-heredera, acariciando el cabello lacio de su hermana.
—De todas maneras, perdón —repitió la castaña en cuanto Vaelerya apoyó su mentón en el hombro—. No sé por qué nuestro padre o el Consejo tomarían esta decisión, y sin consultarlo antes contigo.
«No fue el rey; fue Shassil. Nunca me iban a preguntar qué pensaba al respecto, nunca nos iban dejar elegir,» pensó con amargura, su gesto serio y sus ojos fijos en un punto perdido de la habitación.
—Tranquila. —Sus manos no dejaron de acariciar el cabello de la nueva heredera, aunque poco a poco se fue convirtiendo en un gesto ausente.
—Vael... Yo no quiero... —susurró Sylvie negando con la cabeza y apretando los brazos a su alrededor—. No sé cómo hacer esto.
Vaelerya la interrumpió con gentileza y se apartó para encontrarse con los ojos de Sylvenna. La princesa menor era menuda y de estatura baja en comparación a ella, que casi igualaba en altura al rey. Intentó ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, un gesto destinado a recordarles a ambas que nada había cambiado en su relación, que nada podría distanciarlas ni hacerlas discutir por un puesto que era demasiado obvio para quién tenía que ser.
—Voy a arreglar esto, Sylvie —prometió Vael, dando un ligero apretón a los brazos de su hermana.
—¿Cómo? —preguntó arrugando el ceño, aunque aún se logró escuchar un deje de esperanza en su tono. Quizás, justo como ella, Sylvenna pensaba que no todo estaba perdido, no de la manera en que pareció ser la noche de ayer.
—Todavía no lo sé —admitió y se alejó, dejando caer sus brazos a los lados. Apartó sus ojos del rostro de la nueva heredera y los fijó hacia las puertas del balcón, que estaban abiertas de par en par—. Ayer en el festín, no sé qué pensé, o qué pasó con exactitud cuando el águila...
—¡No hiciste nada malo! —se apresuró a decir Sylvenna—. Nadie salió herido, solo fue el ventarrón y la entrada del águila lo que hizo que todo se descontrolara, pero tú no hiciste nada. Solo estabas ahí de pie cuando todo sucedió.
Vaelerya tuvo el impulso de soltar una risa amarga, sintiendo su corazón apretarse en su pecho. Sylvie era demasiado ingenua o tenía mucha más fe en ella que todos los mercibonenses juntos luego del desastre del banquete.
Sin embargo, Vael era consciente que ella deseó con ferviente fuerza, en medio de su enojo e indignación, que la reina se retractara de sus palabras, que de alguna manera fuera capaz de producir suficiente miedo como para que las cosas se hicieran de la manera en que ella quería que fueran. Fue un arrebato, un impulso, algo que no quería que la definiera. A pesar de ello, sabía que había imaginado el desastre en su mente, y lo había anhelado; había deseado liberar una fuerza que ni siquiera sabía que albergaba en su interior.
Nunca antes había sentido algo así. No quería que aquellos arranques repentinos de enojo fuera lo que demostrara ante las personas, porque esa no podía ser ella. No obstante, aquella fuerza latente exigía ser sentida, y todo empezó la noche en que la maga se acercó a ella por primera vez. La Noche Plateada.
Quizás su hermana se encontraba perdida, confundida, pero el hecho de que aún confiara y creyera en ella hablaba mucho de su afecto y lealtad. Vaelerya no tenía más opción que corresponder con ese mismo cariño y protegerla del destino al que había sido arrojada sin advertencia. Debía enmendar esta situación, tanto por el bien de Sylvenna como por el suyo propio y el recuerdo de Waley.
—Creo que tendré que desafiar tu nuevo puesto de manera pública —dijo la pelirroja, regresando su mirada al rostro de Sylvie—. No es suficiente con hacerlo solo delante del Consejo, ni siquiera de La Corte.
—Hazlo. —Asintió con la cabeza repetidas veces, sin dudarlo un segundo—. Y tal vez si los mercibonenses observan que yo no estoy preparada...
—Solo sigue las instrucciones de lo que sea que la reina te diga hacer —dijo Vael, interrumpiendo—. Como todavía siguen los festivales, Shassil te llevará a todos los eventos oficiales y ceremonias restantes, querrá que participes de manera activa en eso. No te preocupes y sigue la corriente. Yo me encargo del resto.
—¿Estás segura? —Sylvenna arrugó la nariz, de seguro haciéndose muchas más preguntas en su cabeza, que en ese momento no supo encontrar las palabras para expresarlas.
—Por supuesto —contestó la ex-heredera con una amable sonrisa que Sylvie no dudó en corresponder en la siguiente exhalación—. Todo volverá a ser como tiene que ser. Lo prometo.
—¿Está segura de querer hacer esto, alteza?
Vaelerya suspiró con pesadez y asintió una vez más, sin dejar de caminar.
—Completamente.
—No lo aconsejo.
—Lo sé.
—No es seguro.
—Ya lo sé.
Hubo una pausa, pero la princesa sabía que no duraría demasiado.
—Tal vez sea mejor si hablo primero con la hechicera.
La pelirroja se volvió para confrontarlo. Como de costumbre, el hombre lucía su armadura, el peto reemplazado por uno nuevo después de que ella tuvo la inesperada oportunidad y habilidad para dañarlo y, de paso, quemar la dermis del pecho masculino. Sintió cómo se le cerraba la garganta ante el recuerdo, uno confuso de aquella Noche Plateada en la que, aunque no quisiera admitirlo, pensaba con frecuencia, incluso un poco más que lo sucedido con el enmascarado.
De todas formas, ambos sucesos habían sacudido todo su ser de diferentes maneras, su percepción sobre sí misma y el cómo otros la veían. Un peligro, una abominación, una amenaza.
Alzó el mentón a sabiendas que ese gesto iba a irritar al Capitán Agelyn.
—¿Y dejar que la espante con sus terribles dotes comunicativas que se basan en mirar con seriedad y ya? No lo creo, Capitán.
Sir Hengrik arrugó el entrecejo, claramente ofendido por las palabras de la princesa, algo que a ella le importó poco. Ya lo habían hablado, o mejor dicho, discutido. Vaelerya iba a hablar con Blanche hoy mismo y no había nada ni nadie que pudiera detenerla, ni siquiera si ese alguien era él, quien desde el intento de asesinato se encargaba de su protección personalmente.
—Dudo mucho que esa mujer tema a algo tan simple como una mirada —gruñó él, su mano dominante reposando en el pomo de su espada envainada.
Vaelerya abrió la boca para contestar, pero se detuvo a tiempo. No quería hacer ningún comentario con respecto a los ojos mieles del caballero, porque sabía de sobra que en realidad podría ser considerado algo inapropiado. Vagamente se recordó a sí misma que su rol no era no era el de dejarse llevar por distracciones triviales o parecer que quisiera coquetear con los soldados de la Guardia de Plata. Su posición demandaba un comportamiento más serio y concentrado, especialmente en situaciones como esta, donde cada palabra y gesto podían tener consecuencias de gran alcance.
El Capitán no era más que un aliado circunstancial cuyo deber se limitaba a proteger a la familia real, sin nunca llegar a ser considerado un amigo. Ambos desempeñaban un papel crucial, impuesto por las coincidencias que los habían unido, pero no había nada más allá de eso. Había asuntos más urgentes que atender, cuestiones que demandaban su completa atención y enfoque.
—Entonces estoy segura que podrá intentar intimidarla desde la puerta —decidió Vaelerya girándose sobre su eje para volver a comenzar a caminar.
Pronto sus pasos sobre la piedra alfombrada del corredor fueron acompañados por los del Capitán y el usual tintineo de su armadura. Al final del pasillo pudo ver un par de puertas cerradas, custodiadas por un guardia mercibonense de bajo rango, quien apenas centró sus ojos en ella y sir Hengrik, se enderezó en su sitio.
—Alteza —la saludó el hombre, haciendo una pronunciada reverencia.
—¿Se encuentra la hechicera? —preguntó, yendo directo al punto. No tenía caso pretender que no la buscaba cuando esa era la única habitación ocupada en ese lado de la torre de invitados.
El hombre parpadeó, luciendo confundido. Frunció el ceño y pasó sus ojos de la princesa al Capitán. Vael esperó con paciencia a obtener su respuesta, entrelazando sus manos en la parte anterior de su cuerpo, sobre su abdomen. Su rostro estaba serio, y sus ojos no se apartaban ni por medio segundo del rostro del guardia.
—Tengo estrictas órdenes de no dejar pasar a nadie que no sea el príncipe Jendring, o los reyes, alteza.
—Supongo que eso es un sí, a la pregunta que le hice —dijo la fémina con un tono neutro—. Y ahora recibe la orden de que me deje pasar.
—Ya oyó a su Alteza Real, soldado —agregó el Capitán Agelyn cuando el contrario permaneció en su sitio, cortando el paso de Vaelerya.
—Alteza, tengo estrictas órdenes de parte de...
—¿Acaso no oyó? —Vaelerya le interrumpió, aunque no subió el volumen de su voz—. Puede que ya no sea la heredera al trono, pero sigo siendo su princesa y usted está aquí para acatar mis órdenes. Abra las puertas.
El hombre tensó la mandíbula y asintió una única vez para luego hacer lo mandando. Primero se giró parcialmente hacia atrás y tocó las puertas.
—Su Alteza Real, la princesa Vaelerya Delorme —dijo el soldado para luego hacerse a un lado y dejarla pasar, no sin antes haber abierto las puertas para ella.
Un intenso olor a salvia y eucalipto se hizo presente apenas puso un pie dentro de la estancia. La habitación estaba a oscuras, pues las ventanas altas al otro lado estaban ocultas bajo los cortinajes de terciopelo oscuro, apenas unos pequeños rayos de luz se filtraban, dibujando líneas amarillentas sobre la piedra desnuda del suelo. Cuando Vael miró a su alrededor al tiempo que sir Hengrik ingresaba detrás de ella y cerraba las puertas, lo primero que llamó su atención fue la figura de la hechicera de pie, a un lado de una mesa alta de roble macizo.
Sobre la superficie lisa descansaba una colección de frascos de vidrio de diferentes tamaños y colores. Eran contenedores para diferentes tipos de hierbas, líquidos y ungüentos que la princesa no pudo identificar en su mayoría.
Desconocía cómo era el espacio de un hechicero por completo, no obstante, aquel ambiente oscuro, aromático y silencioso le erizó los vellos de la nuca y un presentimiento extraño se asentó en su abdomen bajo. No podía definir todavía si era bueno o malo.
—Princesa —murmuró la morena desde su posición y la pelirroja de inmediato la miró al rostro—. La había estado esperando.
Vio cómo Blanche depositó un pequeño ramo de hierbas sobre un plato de cerámica. Las había estado quemando y ahí supo de dónde provenía el aroma que impregnaba los aposentos.
Tragó grueso y no pudo evitar el impulso de girar su rostro hacia atrás, en busca del Capitán. Verlo tan alerta, incluso cuando permanecía tan quieto como una estatua al lado de las puertas, le produjo tranquilidad. En ese instante no temió aceptar que confiaba en él, que quizás necesitaba de su presencia estoica, preparada para reaccionar ante cualquier indicio de peligro, más de lo que nunca había admitido.
—¿Por qué? ¿Sabía que vendría? —preguntó regresando su mirada al rostro ovalado de la hechicera. Todavía le producía sensaciones extrañas el estar cerca de alguien cuya mente podía discernir el poder de las palabras de manera tangible.
—No estaba segura, pero la esperaba. —Blanche rodeó la mesa e hizo un gesto hacia la pequeña sala ante la chimenea apagada—. He preparado una aromática de tijgan.
—Le agradezco, pero no me gusta esa aromática —contestó dando unos pocos pasos en la dirección indicada.
—Los aninthaios la preparamos diferente de los mercibonenses, princesa. ¿Seguro que no quiere probar?
Vael negó con la cabeza y Blanche desistió, solo sirviendo una taza. La morena se tomó su tiempo, jugando con su poca paciencia y sus crecientes nervios. La pelirroja inhaló profundamente, sus manos entrelazadas estaban tensas al igual que sus hombros, más no hizo ningún comentario y la observó con cuidado.
Cuando la morena por fin dejó su taza quieta en el platillo y se sentó en un mueble individual enfrente de la princesa, esta se permitió soltar una exhalación algo temblorosa.
—Haga sus preguntas, alteza —invitó la hechicera de Aninthaia. Su tono de voz era ligero, tal vez demasiado para la tensión que se percibía en el ambiente.
—Solo tengo una sola pregunta —dijo, alzando el mentón—. ¿Qué fue lo que me hizo?
Blanche no respondió de inmediato; simplemente se quedó en silencio, sus ojos hermosos e inquietos fijos en Vael, con un semblante tranquilo. Luego, como si fuera una fisura en esa expresión que ocultaba cualquier emoción o pensamiento que tuviera la hechicera, las comisuras de sus labios se alzaron. Le sonreía.
Aquello disparó los nervios de la princesa. Tragó grueso y parpadeó, achicando sus ojos, recordando mantenerse firme. Con disimulo, alcanzó a ver de reojo cómo sir Hengrik se acomodaba en su sitio, un movimiento que parecía de lo más cotidiano, pero todos en la habitación sabían que era un recordatorio de su presencia firme y letal, en caso de ser necesario.
—Yo no le hice nada, alteza.
—Eso es lo que usted quiere yo crea, pero temo decirle que no es muy convincente. —Caminó para posicionarse enfrente del mueble vacante, aunque no hizo ademán de sentarse—. ¿Qué fue lo que me hizo?
—Debería saber que nadie puede despertar poder en la otra persona a no ser que ella ya lo tenga por dentro, dormitando, esperando a ser descubierto y desatado.
—Yo no soy potencial —murmuró entre dientes apretados.
—Yo nunca dije eso, princesa, pero hay poder en usted —apuntó con paciencia, como si estuviera tratando con una niña de diez años, algo que le molestó a la pelirroja.
Aunque Blanche se sentaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás para mirarla a los ojos, Vaelerya no podía evitar sentir que no era ella quien tenía el control de la conversación. La hechicera poseía un conocimiento profundo, con décadas de experiencia a sus espaldas, desde mucho antes de que Vael emitiera su primer llanto, hace apenas veintitrés años.
—No lo quiero —soltó de repente, aunque al instante se arrepintió.
Lo había aceptado. Reconocía delante de una extraña que sí sentía tal fuerza intangible en su interior, que rasgaba las paredes de la razón y lo conocido, latiendo bajo la superficie de su piel con insistencia. Tal vez la aninthaia tenía razón y siempre estuvo en su interior, pero no le gustaba las consecuencias que hasta ahora le había traído.
Evitó alejar su mirada azulina de la de la mujer, evitó pensar demasiado sobre otro movimiento que pudo percibir cerca de las puertas por parte del Capitán. Bloqueó de su alrededor todo aquello que la hacía sentir insegura sobre sí misma, sobre un linaje que desconocía, temía y que por momentos despreciaba.
La hechicera la observó de regreso con cuidado, sus ojos brillantes y sabios recorrieron cada rincón de su rostro pecoso. Se sintió demasiado expuesta, más no se movió ni apartó su mirada, en aras de mostrarse fuerte y capaz, a pesar de que en realidad no se sentía de esa manera en absoluto.
—Todo el mundo, sin importar quién es, tiene derecho a saber sobre sus orígenes, sobre las historias que se tejen a través del tiempo y la sangre —dijo Blanche con suavidad—. Debe saber, princesa, que las palabras tienen melodías y que hay poder en ellas, más de lo que algunos creen. Pueden evocar sentimientos, recuerdos, incluso cambiar el rumbo de los destinos.
Vael bajó la mirada de los ojos de la hechicera y la posó en un punto muerto sobre la baja mesa que descansaba la aromática de tijgan. Lograba comprender lo que Blanche decía en esos momentos. Los hechiceros eran maestros del lenguaje primigenio; veían, sentían y escuchaban de manera diferente a aquellos que carecían de "la visión". Sin embargo, las palabras, ya fueran complejas o simples, aparentemente desprovistas de poder, causaban cambios en quienes las escuchaban, influenciadas por la forma en que se pronunciaban y las intenciones detrás de ellas.
Toda acción conllevaba una reacción. Todo estaba conectado. Pero los hechiceros o potenciales eran quienes lograban tocar el verdadero poder oculto de las palabras.
Shassil no tenía esas habilidades, porque si fuera así, no sería reina. Y de todas formas, fue con unas simples palabras que le arrebató todo.
—Cuando usted se acercó a mí en la Noche Plateada, me hizo algo, y no voy a dejar que lo niegue. Yo nunca antes había... Nunca antes me había sentido así, ni causado lo que causé.
—Está bien —cedió Blanche y se levantó de su lugar, haciendo que Vael subiera la mirada de repente para mirarla a los ojos—. Si lo que busca es conocimiento, puedo enseñárselo. Lo que hay dentro de usted, alteza, puede ser extraordinario y el último visaje de un poder olvidado hace mucho tiempo. Tiene el derecho de saber que...
—No me interesa reconocerlo —interrumpió frunciendo el ceño—. ¡Solo quiero que desaparezca, que no vuelva a amenazar el bienestar de aquellos que me rodean!
—Eso es imposible, princesa.
Apenas escuchó esa respuesta por parte de la aninthaia, sintió que no podía permanecer más tiempo de pie. Respirar con tranquilidad se volvió una hazaña casi imposible de realizar mientras dejó que el silencio se asentara por unos cuantos segundos. Al intentar volver a hablar, su voz salió ronca y baja, sin aire, como si acabara de gritar con todas sus fuerzas, llena de frustración.
—Yo soy mercibonense. Yo nací aquí, y mi lugar legítimo es en la silla de plata —murmuró, aunque pareció ser que se lo decía más a sí misma.
—Si aquella fuera la única sangre que corre por sus venas, seguiría siendo la heredera. Pero no es así.
Se sintió perdida e indefensa, su mundo inclinado hacia un solo lado de una balanza que no se había atrevido a ver antes. Por un solo instante deseó declarar que ella era la única heredera, que no podía haber otra reina que no fuera ella, pero comprendió a tiempo que eso no haría nada. Se vería como una jovencita caprichosa que acababan de castigarla y no como una mujer que estaba lista para gobernar.
Ella no quería decir que era reina; ella va a serlo. No con palabras. No con exigencias. Con acciones.
Vaelerya sabía quién era y lo que era. No podía dejarse llevar por las palabras de una mujer que no conocía, que podía estar diciendo tantas cosas solo para confundirla, para dudar de sus deseos y su misión. Casi le hacía recordar a la manera en que su madrastra se había encargado durante años a demostrarle las maneras en las que ella no encajaba en Mercibova, entre su gente, entre su familia.
Recordar aquello le hizo caer en cuenta de algo demasiado crucial y que solo hizo que aumentara la desconfianza hacia Blanche.
—Ha hablado con la reina —dedujo dando un paso notorio hacia atrás, casi tropezando con el mueble sobre el cual nunca se sentó—. Usted se acerca a mí de la nada, despertando lo que sea que hay en mi interior para que días después Shassil anuncie que ya no soy la heredera.
—¿Y qué pasa con eso? —inquirió la hechicera con demasiada tranquilidad, algo que solo hizo que la princesa se comenzara a frustrar cada vez más.
—¿Por qué me dice todo esto? —respondió con otra pregunta, alzando el mentón—. ¿Qué razón tendría usted como para querer hacer justo lo que la reina Shassil y los Rhyzard siempre han querido?
—No tengo ningún interés en la política de los reinos, princesa Vaelerya —respondió con cierto tono de incredulidad que no convenció del todo a la pelirroja.
—Exacto, y de todas formas se encuentra haciendo que sus deseos se hagan realidad y sus planes tengan frutos —dijo entre dientes apretados. Un dolor punzante se instaló en sus sienes.
—Yo le puedo ayudar —insistió Blanche, evadiendo lo dicho por la ex-herederay se acercó para estirar una mano hacia ella.
—¡Yo no quiero su ayuda!
Dicho eso, alejó su brazo en un solo movimiento brusco antes de que pudiera tocarla, casi haciéndola perder el equilibrio. Decidió entonces que sentarse era lo mejor que podía hacer en esos momentos, así que se dejó caer hasta que el cojín abultado del mueble la recibió. Sus ojos se quedaron mirando a la nada y se tuvo que agarrar con fuerza de los reposabrazos. Parpadeó varias veces seguidas, no pudiendo escuchar nada más que su respiración, pesada y temblorosa. Se negaba a creer tales palabras, tal crueldad que generaba una ruptura con su identidad, con lo que siempre creyó ser.
Se negaba a aceptar un aspecto de sí misma que le resultaba desconocido y despreciable. Intentó relajar sus manos y las alzó para deslizarlas sobre su cabeza, asegurándose de que su cabello ocultara sus orejas. Soltó una respiración lenta entre sus labios entreabiertos, pero sus ojos volvieron a la hechicera cuando esta se movió nuevamente.
Permaneció inmóvil, con las manos aún sobre su cabeza, resguardando sus orejas. En ese instante, no parecía una princesa, ni mucho menos la futura reina que esperaba poder ser. Más bien, se asemejaba a una niña pequeña, a aquella que había perdido a su madre demasiado pronto, y que se preguntaba por qué la gente huía de su presencia o la observaba con asco y temor cuando creían que ella no se daba cuenta.
No pudo evitarlo. Blanche y el Capitán presenciaban ese gesto asustadizo que sacaba a relucir miedos viejos y sensaciones jamás olvidadas. Sin embargo, Vael no tenía fuerzas para ocultarlo esta vez. En ese momento, tenía ocho años de nuevo, y era esclava de los asesinos de su madre, de los humanos, de sus propios demonios.
—Alteza... —Blanche murmuró e intentó acercarse una vez más.
—No.
Era la primera palabra que él decía desde que ingresaron a los aposentos de la hechicera. Vaelerya lo oyó más no lo vio hasta que el Capitán se posicionó al frente de ella y se agachó para quedar a su altura. Parpadeó y centró sus ojos en los mieles de él, pero nada parecía ser capaz de menguar el desasosiego que la tenía atrapada en un amarre de acero.
Su repentina cercanía era inesperada como intensa, sin embargo existía cierta gentileza que no era esperarse por parte de un guerrero. Lo miró, sus ojos azulinos con moteados violetas rogaron en silencio que la sacara de allí, aunque Vael sabía que no se refería solo a la habitación. Quería salir de los recuerdos, de los miedos, de la manera en que toda su vida ha sido señalada de ser algo que ella nunca escogió ser.
«Cuando comienzan a considerarte un monstruo, será lo único que pensarán de ti.» Aunque crueles, esas palabras son una dura realidad, amenazando con moldear su destino fuera de su control.
—Vamos, alteza —dijo el caballero y con cuidado la agarró de las muñecas para alejar sus manos de su cabeza.
Al principio se encontró con algo de resistencia por parte de ella, pero no duró mucho. Vael cedió y dejó que él la guiara a ponerse de pie. Lo miró como si le preguntara qué debía hacer a continuación, como si toda la fuerza y decisión que habían llenado su interior momentos atrás, antes de entrar a la habitación, se hubiera esfumado por completo.
—Espero que cambie de opinión, alteza —escuchó que decía la hechicera, algo que fue contestado con una corta pero contundente mirada por parte del Capitán. Aún así, Blanche no desistió—. Sabe dónde encontrarme.
Sir Hengrik no dijo nada en absoluto y ella ni siquiera encontraba palabras para hablar. Ambos caminaron hacia la puerta y Blanche permaneció en su sitio, de pie, sus ojos fijos en su figura rígida, revestida en las telas más finas y suaves del reino, que lo único que hicieron en esos momentos era que se sintiera sofocada.
Cuando menos lo esperó, se encontraba caminando por los pasillos, lejos de los aposentos de la hechicera de Aninthaia. Su mirada se encontraba perdida en un punto en el suelo. Vagamente escuchaba los pasos amortiguados por la alfombra vetusta que cubría el ladrillo, apenas y sentía la mano que la guiaba, posada en su espalda. Por poco casi no logra captar lo que sir Hengrik le decía en esos momentos.
—Nadie puede negar lo obvio, princesa.
—¿Disculpe?
Casi no reconoció su propia voz, débil y confundida. El Capitán la miró de reojo por un momento, y su expresión se suavizó un poco. Se seguro dándose cuenta que ella todavía necesitaba un momento para recuperarse de un momento vulnerable, del que accidentalmente volvía a ser parte.
—Usted es la primogénita del rey Cobhan, es una Delorme —contestó el hombre con total seguridad, algo que ayudó a calmar las caudalosas aguas de los pensamientos y emociones de Vaelerya—. Y un águila ciega acudió a usted en momentos críticos.
—Eso no es lo único obvio —murmuró la pelirroja, aunque no negó lo dicho.
—Es lo único que importa.
¿Qué podía salir mal si aceptaba ese hecho? A pesar de ser una cuarterona, la mismísima criatura que estaba bordada en cada escudo, bandera, sello y moneda de oro de Mercibova apareció. Por ella, y quizás para ella. Ahora, quedaba en sus manos definir el verdadero significado de tales encuentros inesperados, y lo que eso provocaría en un camino que seguía lleno de incertidumbres, pero también de posibilidades.
NOTA DE AUTORA
Dios, este capítulo me costó un ojo de la cara, pero era muy necesario, con muchas incógnitas y definiciones en cuanto a las relaciones entre los personajes.
Vael tiene muchos problemas internos, ¿no creen? Gracias al Capi, recordará tener los pies sobre la tierra para no perderse en un triste más de desespero jijiji
Espero que les haya gustado y lamento mucho la tardanza. Espero retomar el ritmo de actualización cada viernes.
¡Feliz lectura!
m. p. aristizábal
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