Domingo 30 de julio
Hola, Richard Parker, antes de decirte dónde estoy y el porqué (aunque presuntamente no te interese) de que no te haya escrito diariamente; te diré lo que ha pasado desde el jueves.
Como te dije, mi padre hacía café y mi madre llamaba al psicólogo. Luego de eso, y de que desayunáramos, mi padre encendió el auto y los tres nos dirigimos a Loose Ends.
Allí las cosas fueron de mal en peor. El psicólogo le dijo a mi madre que necesitaba un especialista, y le dio el número de un psiquiatra en Rudmer. Ella realizó muchas preguntas de las cuales no puedo recordar, luego le dijo a papá que llamara a la tía Megan, lo cual él hizo sin siquiera preguntar el porqué. Luego mi padre y mi madre discutieron, (te confieso con culpa que la mayor parte de la discusión fue por mí). Nos subimos al auto y mi padre condujo hacia Rudmer. Llegamos al anochecer al apartamento de tía Megan.
Al día siguiente mi madre me levantó muy temprano y me llevó al psiquiatra. Estuvimos de vuelta alrededor del crepúsculo, y mi madre lloraba. No le pregunté el porqué, y te confieso que en ese momento no me importó; luego entró al apartamento y me pidió que esperase afuera. No sé cuántos minutos pasaron, pero en el poco lapso me había aburrido.
Decidí subir a la azotea y esperar allí hasta que mis padres me dijesen que entrara. Estuve en ese lugar alrededor de veinte minutos, observando los lujosos y ruidosos autos que pasaban por la calle donde vive la tía Mega, que por cierto, es la hermana del padre de mamá. Espero que no te extrañe que todavía esté viva; pero a mí sí me extrañó, y creo que es por como mamá cuenta las historias.
Aquí te va la historia de la vida de mamá y papá:
Se conocieron en la universidad, y no importa qué carreras estudiaron, porque no las acabaron, y antes de que lo pienses, no fue amor a primera vista; papá salía con una amiga de mamá, y mi madre salía con el hermano de papá, que por cierto se llama Geoffrey. El tío Geoffrey estaba comprometido al momento de la cita con mamá; mi padre lo sabía, pero pensaba que mamá era de esa clase de chicas que no espera a la tercera cita para acostarse con alguien. Luego, la novia de mi padre terminó con él, y mi padre quedó deprimido y borracho. Todos los días estaba borracho, y una noche llamó a mamá y le dijo que el tío Geoffrey estaba comprometido.
En esta parte de la historia mamá nos cuenta que ya lo sabía; pero su rostro nos dice otra cosa, y papá nos cuenta que esa fue la primera llamada de muchas, y que luego salieron. Alrededor de los tres años de noviazgo él le propuso matrimonio, mi madre aceptó y pasaron la luna de miel en Canadá. A mi padre no le gustó el país, así que volvieron muy pronto a Irlanda.
Mi padre no nos contó qué fue lo que allí pasó, pero debió ser fuerte, porque renunciaron a todo y vinieron a vivir a Rudmer con la Tía Megan. Luego mi madre quedó embarazada de James y Andrew, y mi padre consiguió una casa en Blue Merck's Town, que es el pueblo donde actualmente estamos viviendo.
Mi madre siempre termina el relato riendo a carcajadas, y mi padre hace lo mismo. Yo, por mi parte, me quedo mirándolos y desechando imágenes de la segunda guerra mundial, que por alguna razón entran en mi cabeza, como si ellos vivieran en esa época y solo estuviesen huyendo. Creo que un día le presté mucha atención a esas imágenes y le pregunté a mamá que cuándo la Tía Megan se iba a morir; luego creo que lo repetí una vez más y le pregunté que cuándo ella y papá morirían. Mi madre me abofeteó, y mis hermanos se burlaron de mí. Creo que esa noche no le expliqué que imaginé la historia en blanco y negro, y que parecía haber pasado hace mucho tiempo, y solo quería estar seguro para contar cada segundo que pasaría con ellos.
Cuando vi que había pasado mucho tiempo, decidí bajar al apartamento. Toqué la puerta y salió Tía Megan con un pañuelo en la nariz. Mis padres estaban sentados, hablando entre sí, pero cuando me vieron se detuvieron y miraron a Tía Megan.
—El exterior le hará daño —dijo ella. Mamá le echó una mirada desaprobadora, de las que solo le he visto echar a Andrew cuando hace algo malo.
—Nos vamos —informó mi padre levantándose, pero Tía Megan insistió en que partiésemos el domingo por la mañana, y así lo hicimos.
El domingo por la mañana, mientras íbamos en el auto, mis padres cantaban algo demasiado cursi para escribirlo, y yo te escribía para contarte lo que había pasado el martes por la noche. Al terminar guardé la libreta en mi mochila y traté de dormir, pero no lo logré, y en algún momento del viaje no pude evitar imaginar notas musicales invadiéndolo todo, y las letras que salían de mi cuaderno se juntaban con otras que se colaban en el auto a través de las ventanas abiertas.
Las letras danzaban haciendo nuevos grupos, amándose entre sí, contándome nuevas historias, y de pronto todo se volvió de blanco y negro. El auto desaceleraba, el mundo se detenía; para mí era el comienzo de una gran historia. Podía sentirlo en mis venas como sentía que estaba vivo y era mi momento, y pude ver a través de la ventana aviones de los años 60. También estaba una mujer, de esas que ves en la vieja tv; viejos bombones que eran amadas por todos los hombre de antaño. Y no sé por qué, pero una inmensa tristeza me invadió al verla. Así se siente pasar toda una vida solo, pensé, y luego reprochártelo. No pasó mucho tiempo cuando las cosas volvieron a tener los mismos colores que antes, y la mujer y los aviones desaparecieron.
Miré al frente y me pregunté si estaba loco, y quería preguntarle a mis padres si también habían visto lo mismo; si también se habían sentido parte de algo, quizá de una aventura, quizás protagonistas de su propia historia, pero mis padres estaban tomados de la mano y cantaban algo demasiado cursi para relatarlo. Si la felicidad de halla en algo, me dije, debe ser en estos pequeños momentos, aunque no sean duraderos.
Mis padres siguieron conduciendo y llegamos a Blue Merck's Town al mediodía; el pueblo estaba más loco de lo habitual, y mi madre quiso saber el porqué, de modo que hizo que mi padre entrara a la Calle Concordia y hablara con la señora más chismosa de todo el pueblo: La vieja Hildegarde.
La Sra. Hildegarde tiene una verdulería en la Calle Concordia, y si la imaginaste con escoba en mano y sombrero de paja, entonces estás en lo correcto. Así se la pasa todo el día; no tiene familia, y aunque ella crea lo contrario, mucho menos amigos.
—Qué gusto verla, Sra. Wolff —saludó la Sra. Hildegarde, y mi madre hizo lo mismo. Una vez terminadas las formalidades mi madre se decidió a preguntar:
—Estábamos fuera solo por... —Observó a mi padre, en un falso intento de no recordar la fecha—. ¿Cuánto tiempo, cariño? Oh sí, estuvimos fuera tres días, y lo cierto es que el pueblo ya no parece el mismo. ¿No le parece?
—¡Oh! Sra. Wolff, ni se imagina las cosas que han ocurrido. No crea usted que estoy loca, y si quiere cualquier persona se lo puede confirmar...
—Vaya al grano —gruñó mi padre.
La Sra. Hildegarde hizo un gesto de sentirse ofendida, pero igualmente continuó:
—Hay un monstruo en el pueblo —Señaló una casa que se veía atípica junto tantas casas Victorianas—, y de allí salió. Esta mañana el capitán Moddy vino con un par de hombres. El monstruo asesinó a la niña de esa familia. La madre sollozaba, pobre.
—¿Se refiere a un monstruo o...?
—Oh, no. Me refiero a un verdadero monstruo, tiene que ver la casa. Eso no lo hace un humano, y el chico que acompaña al detective extranjero dijo que las marcas que había en la escena eran de algún animal extraño, entonces el detective extranjero dijo que podría ser un oso...
—En el pueblo no hay osos —dije.
—Sí, eso le contestaron.
—¿Extranjero? —preguntó mi madre.
—Sí.
—Y justamente cuando él llega, pasan estas cosas.
—Extranjeros —dijo la Sra. Hildegarde con malicia—, no se puede confiar en ellos.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—No sé en realidad por qué estás de acuerdo, madre. ¿Tú y papá no eran extranjeros? Aún después de 22 años lo siguen siendo. Esta no es la tierra donde fueron criados, y nunca lo será. Y usted aún conserva su acento ruso, usted es una extranjera de primera, y no tiene amigos, no tiene familia, no tiene a nadie que la quiera, no tiene a nadie que confíe en usted. Es solo una vieja chismosa de un pueblo el cual nadie conoce.
Te confieso, Richard Parker, que cuando mi madre dijo lo de los extranjeros me enfurecí. No tenía sentido lo que decía, y mucho menos que estuviera de acuerdo con alguien como la vieja Hildegarde. Luego de eso le dije a mi padre que me había empezado a doler la cabeza, y que por favor me llevara a casa. Él asintió, y pisó el acelerador mientras la Sra. Hildegarde vociferaba un montón de estupideces. Cuando íbamos llegando a casa, le dije a mi madre:
—No fueron tres, fueron dos y medio.
—¿Qué?
—Los días que estuvimos fuera del pueblo.
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