Capítulo 9
1813 – Septiembre
La casa de gobernadores estaba reunida sin la presencia de Fernando de la Mora, realizando nuevos tratados para con los porteños. Había un nuevo comisionado visitante, que aseguraba que las modificaciones beneficiarían tanto a Paraguay como a Buenos Aires. Y que la asignación de un delegado paraguayo para representar a Paraguay en la Provincia del Rio de la Plata, sería una muy buena alianza para enfrentar a las fuerzas españolas como a las hordas portuguesas que deseaban ocupar el espacio dejado por España.
Todo se realizaba bajo las aceptaciones y presiones de Rodríguez de Francia, sus pares parecían obedecerlo en absolutamente todo. Él era buen estratega, y quería el poder absoluto en esa república.
Esa mañana mientras esa reunión se llevaba a cabo, De la Mora era visitado por Juan, esta vez, con algo que parecía ser positivo para su futuro. Los documentos habían sido encontrados, y no precisamente en el que era despacho de Fernando, pero eso no era lo importante, no cuando con eso podía demostrar su inocencia y tartar de recuperar su lugar en la Junta.
— Esto no lo olvidaré nunca, gracias. Gracias, por creer en mí —, fueron las palabras de Fernando.
— Será mejor tomar prisa, Don Fernando, debemos llegar antes de que termine esa reunión —, dijo Juan, subiendo a su caballo luego entregar los documentos.
De la Mora asintió, pidió que ensillaran su caballo, y una vez listo, junto con Juan tomaron rumbo a la casa de gobernadores. Habían demorado treinta cinco minutos en llegar al lugar, ambos llegaron agitados, ansioso y deseando obtener una respuesta positiva, al demostrar que los documentos estaban intactos. Bajaron de sus caballos, y Juan pudo jurar en ese instante que su alma tal vez huyó de su cuerpo, porque sabía que se enfrentaría a quién no debía de hacerlo, sin embargo, era un hombre justo, y ese hombre a quién había acompañado durante su desempeño en el Cabildo, se merecía todo su respeto lealtad.
Fernando de la Mora llevaba los documentos dentro de su frac, estaba tan nervioso y ansioso por querer ver la cara de todos los que conformaban la Junta, cuando expusiera esos documentos, que no le importó interrumpir esa reunión, en la que no tuvieron consideración de su persona.
— Caballeros, Buenos días. — Dijo De la Mora jadeante asintiendo con la cabeza, tragó saliva y miró a cada uno de los presentes. — Veo que esta reunión está siendo fructífera, y supongo que mi presencia no ha de ser solicitada para lo que decidan, por eso no me han avisado de esto —, finalizó, dirigiendo su vista a Yegros y Rodríguez.
— En efecto, no es requerida su investidura, De la Mora, y debería saber que está cometiendo acto de rebeldía al interrumpir de esa forma —, dijo Rodríguez de Francia, ocasionado una risa amarga en Fernando.
— He venido a demostrarles mi inocencia, y a presentar los documentos que misteriosamente fueron sustraídos de mi despacho—, dijo Fernando sustrayendo esos papeles de su frac para luego ponerlos sobre la mesa, delante de los presentes— ¡Como podrán ver, nada de lo que se me acusó fue verdad, estos documentos estaban en el Cabildo, bajo llave, en mi despacho, pero alguien se aseguró de hacerlos desaparecer! —, se exaltó sin poder evitarlo.
— Son los documentos —, dijo Yegros pasándoselos a Caballero, y este finalizando el pase con Bogarín.
— Efectivamente, lo son —, confirmó Bogarín.
— ¡¿Y por eso debemos de creerle?! —, dijo levantando la voz Rodríguez de Francia, poniéndose de pie para quedar frente a sus pares y a De la Mora —. Esos documentos no se entregaron cuando los porteños nos pisaban los talones, cuando debíamos de demostrar que el impuesto sobre el tabaco no debía de afectarnos ¿Y lo nos lo trae hasta ahora? ¡¿Con fin De la Mora?!
— ¡Con el fin de desmentir sus palabras! ¡Jamás conspiré a favor de Buenos Aires! ¡Y usté lo sabe mejor que nadie! —, gritó Fernando seguro de sus palabras.
— Por favor, caballeros, guardemos la compostura —, intervino Bogarin, queriendo calmar los ánimos.
— El señor Fernando de la Mora, tenía un plazo estipulado, los documentos no fueron entregados, y tenemos un acuerdo firmado en nuestro tratado del doce octubre de mil ochocientos once, caballeros. Creo firmemente que, la suspensión, debería de convertirse en la expulsión inmediata del señor Fernando, de la Junta —, sentenció Gaspar Rodríguez, la entrega de los documentos no fueron suficiente para De la Mora, pues Francia estaba empeñado a eliminar su figura dentro de la Junta.
— Teniendo en cuenta lo pactado, en el tratado de mil ochocientos once, habiendo estado de acuerdo todos los conformantes de la Junta. Estará expresamente expulsado Dr. Fernando De la Mora —, dijo Yegros sin haber terminado de escuchar a Fernando.
— ¡¿Y con qué derecho decide eso, usté?! —, dijo molesto Fernando señalando a Rodríguez. — ¿Y usté? ¿Tan blandengue es, que no puede tomar una decisión por motus propio? —, le expresó con pesar a Yegros.
— ¡Con el derecho de ser uno de los gobernantes en ejercicio de la república del Paraguay! —, respondió Rodríguez, dándole a entender de que él, no estaba suspendido de su labor— Y, sobre todo, con el derecho de no ser un conspirador contra mi patria —, masculló en contra de Fernando.
— No soy un conspirador —, dijo iracundo Fernando tomándolo de la solapa de la camisa a Francia — ¡Y si estuviera en mis manos lo haría fusilar por calumniar de esa forma!
— ¡No amenace sino cumplirá con su palabra! —, le gritó de vuelta soltándose de su agarre furioso ante ese atrevimiento. — Sepa que, por su altanería, su atrevimiento y su insolencia, yo lo haría secar en una prisión. No olvide mis palabras, De la Mora, no lo olvide —, finalizó Rodríguez mirando con desprecio a Fernando.
— Recuerden esto, señores —, expresó Fernando mientras señalaba a todos y cada uno de los presentes. —Se arrepentirán de haber confiado en este señor —, dijo refiriéndose a Rodríguez. —De haberme expulsado de la Junta, y de ser marionetas de alguien que solo está buscando su propio beneficio, para ser el único gobernante de nuestra Republica del Paraguay. Se acordarán de mí, señores, y será demasiado tarde cuando lo hagan. Recuerden muy bien mis palabras, porque ese día, rezaran por haber cambiado esta decisión que hoy toman.
Con esas palabras, Fernando De la Mora, dejó definitivamente la casa de Gobernadores y, por ende, la conformación de la Junta Gubernativa. Juan, quién lo había acompañado, lo siguió, no tenía nada que hacer con los demás. Y cuando terminaran de llegar a un acuerdo por todo lo ocurrido, de seguro irían tras de él, por haber apoyado a Fernando. Pero eso ya no le importaba, porque lo que más odiaba era la injusticia, y esos hombres, fueron injustos, al no analizar la situación como era debida, al haber expulsado a un hombre, que había demostrado su inocencia, valiéndose de algo que podían revertir, y no lo quisieron.
***
Después del mate, Fernando fue junto a Kunumi, que se encontraba terminando de apilar la paja seca. Era muy temprano, apenas y había comenzado a asomarse el sol, y para la familia De la Mora – Cohene, el rumbo estaba siendo incierto, al menos para el pilar de esa casa.
De la Mora se repetía una y otra vez, que todo pasaría, que, sin importar que su ilustre figura política ahora estuviera en tela de juicio, sabrían que era un buen hombre y como abogado ejercería para quienes lo necesitasen. Pese a que confiaba en muy pocos, pudo darse cuenta de que para con él, era todo lo contrario, muchos confiaban en él. Y agradecía al altísimo por esa bendición. Porque pese a que en la casa Gobernadores ahora lo rechazaran, pronto se darían cuenta de que habían hecho mal.
— Todo se va a solucionar, che patrón —, dijo el indio cuando lo vio suspirar, al salir y asomarse a ver que hacía.
— Confío en ello, Kunumi —, respondió Fernando con una leve sonrisa en el rostro —, el potrerito que nació el otro día, será el caballo de Anita, quiero aprenda a montar, y tendrás que amansarlo de a poco para que no sea salvaje.
— Si, che patrón —, asintió con la cabeza el indio, mientras acomodaba el último grupo de paja.
— Después anda desayuna, pedile a Dominga que te sirva el cocido. Y cuando termines, vamos a ir junto a Don Manuel, porque tengo que hablar con él sobre trabajo.
— Bueno —, dijo sacudiendo sus manos por el pantalón, al terminar su labor. Kunumi estaba seguro de que su patrón saldría adelante, sin tener que depender de esos Gobernantes.
***
Unos días después, Don Fernando tenía una nueva oficina cerca del Cabildo, se había esforzado en poder encontrar algunos casos que solucionar y de esa manera comenzar su camino laboral. Además, tenía a su cargo la administración de los bienes que su padre les había heredado, eran propietarios de una destilería de alcohol y, también, se hacía cargo de sus bienes personales junto con la de su esposa Josefa. Todas esas obligaciones lo tenían concentrado plenamente en la familia, de ese modo podía olvidar el escenario político. Y las ganas que tenía de ir a enfrentar nuevamente a Rodríguez, por el hecho de haberlo juzgado inapropiadamente, sobre todo, cuando había demostrado que era lo contrario y esos documentos ya fueron encontrados y presentados.
La nueva oficia donde impartía sus conocimientos de derecho, era una habitación pequeña, pero todo parecía desprender un lujo que demostraba la capacidad económica de Fernando de la Mora. Algunos detalles lo habían escogido Josefa, su esposa, como el candelabro que reposaba sobre su escritorio, un material de plata maciza, que había sido traída de Francia. Era un regalo que ella, quiso dárselo, para de alguna manera tenerla presente cuando este se situara en su escritorio. Tenía un ventanal de doble hoja que por las mañanas ingresaba la luz de sol con mucha facilidad, y la silla había sido hecha por un carpintero de ciudad de San Lorenzo, lo había hecho exclusivamente para De la Mora.
Mil ochocientos trece culminaba de esa manera para ese hombre que había entregado casi toda su juventud, que había combatido grandes batallas, recuperado territorios importantes de la provincia del Paraguay, y, además, había participado mientras era comisionado, de las ceremonias inaugurales del flamante municipio de concepceno y partió luego al pueblo de Belén y al Paso de Ypané, donde estaban establecidos algunos indios beligerantes.
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