Capítulo 4
1811
Una tropa paraguaya constituida por plebeyos y campesinos derrotó al ejército que Belgrano comandaba, en Paraguarí el 19 de enero y en Tacuarí el 9 de marzo del mismo año. La primera victoria se le atribuía a Fulgencio Yegros que atacó sin dudar a las tropas bonaerenses por órdenes del comandante Gamarra, haciéndolos retroceder hasta Tacuarí.
Dónde el comandante Cavañas, quién estaba a cargo, logró derrotar definitivamente a los porteños, y le concedió a Belgrano retirarse con tropa y todo, escoltados por militares paraguayos. Sin embargo, luego de esa victoria, se confraternizó con los porteños y los gobernantes al darse cuenta de que Paraguay también podía liberarse del yugo español comenzaron tomar mayor conciencia revolucionaria.
— ¡Dr. Fernando! ¡Ha llegado esto para usté! — corría gritando su secretario queriendo darle las nuevas noticias llegadas al cabildo de Asunción.
— Gracias, Juan — dijo Fernando y al culminar de leer las buenas nuevas, un trece de marzo, inmediatamente se dispone a elaborar un documento para comunicar a todo el pueblo — Encárgate de todo el pueblo lo sepa — le dijo a Juan cuando terminó y le entregó un comunicado.
— Si, señor. Con permiso — se retiró con una sonrisa en el rostro como si hubiera adivinado que eran excelentes noticias.
El pueblo estaba invitado a iluminar sus casas por tres días seguidos, en conmemoración a los muertos durante la batalla contra los porteños. Y, además, se realizaría en la catedral una misa, las exequias por esos muertos. Esos héroes que dieron su vida por la patria.
— Tu hermana pronto entrará vestida de blanco, por esas mismas puertas — dijo doña Ana como para que sus hijos escucharan, mientras la misa por los muertos era ofrecida.
Varias familias habían asistido ese día, entre ellas, la familia Cohene. La pareja tenía una única hija, quién no pasó desapercibida ante los ojos de Fernando. Y este ni tonto ni perezoso, preguntó a su hermana si la conocía, pero ella le respondió diciéndole que solo la veía cuando se reunían para la misa de la Virgen de los Dolores. Doña Ana atenta a lo que sus hijos decían, se interesó en la muchacha por la cual su hijo preguntaba, y sonrió al saber que era la hija de una las familias más respetables de Asunción. Y para gozo suyo, ella sí conocía a la madre de esa joven, entrometiéndose donde no la llamaban, intervino en la conversación.
— Pues conozco a sus padres, la señora es amiga mía y en ocasiones nos reunimos para la elaboración de los typói que bordamos, el ao po'i suele traer la madre de Josefa, así se llama la hija. Y Tomasa, su madre, es quién provee de las telas porque una prima suya las confecciona. Esa muchacha es hija única, Josefa Antonia Cohene Aguayo, hace poco cumplió dieciséis años — terminó de chismosear doña Ana a sabiendas que su hijo no dejaría de perder el interés un solo segundo.
En efecto, Fernando no dejaba de mirarla. Se detalló casi de memoria como iba vestida aquel día, ella llevaba una falda amplia de color celeste, un typói blanco con las mangas bordadas en hilos del mismo color que la falda, una mantilla con flores y su larga cabellera estaba de un lado del hombro izquierdo con una trenza hecha. Para Fernando era como estar viendo a un ángel en medio de todas esas personas. Su rostro era como el de una muñeca, como esas de porcelanas que había visto una vez cuando aún estudiaba, la joven de pronto parecía haber percibido una mirada sobre ella, y fue cuando se dio cuenta del escrutinio de ese joven apuesto que estaba al otro lado de la iglesia. Sus miradas se cruzaron, las mejillas de Josefa se sonrojaron, exponiendo una sutil y pequeña sonrisa en su rostro. Gesto que terminó por desarmar a Fernando, cuál hombre desnudo y sin defensas.
Al día siguiente, él se propuso conocer más acerca de la familia, supo por Joaquina, que vivían alrededor de la casona de la familia Caballero. Punto que utilizaría su favor, para poder llegar hasta la jovencita que no salía de sus pensamientos. Sin embargo, su reputación le precedía ante los ojos de Don Manuel Antonio Cohene, que, si bien no se conocían formalmente, este ya sabía de la existencia del joven De la Mora. Y no lo conocía precisamente por haber sido un hombre valiente en sus batallas, sino por ser un don juan, que se iba de cama en cama, que gustaba del juego de azar y la bebida. Eso sería algo que, así como una piedra en los zapatos de Fernando, pues demostrarle al señor Cohene, que era un buen hombre para su hija, sería un arduo trabajo.
Esa misma mañana mandó ensillar su caballo y fue hasta donde le habían dicho que vivía esa familia, quería conocer a esa joven, saber cómo era su voz, si olía a flores, si era un ángel, o si solo había sido producto de su imaginación. Llegó al lugar indicado, observando atentamente la casona de color blanco, con corredor alrededor de toda la infraestructura, y esos lirios y jazmines que adornaban todo el jardín. Bajó de su caballo con ese porte amedrentador que sin darse cuenta siempre cargaba sobre su figura, amarró al caballo por uno de los apepús que había en la entrada, y siguió su recorrido hasta llegar frente a la puerta como si hubiese sido invitado a pasar. Tocó dos veces sin dudar, hasta que fue atendido por una señora regordeta con la cabeza envuelta en una pañoleta de seda, lo miró con rareza y luego lo saludó cordialmente.
— Buenos días, señor, ¿En qué puedo ayudarlo? — dijo la señora, pero sin dejar el recelo atrás.
— Buenos días, disculpe he... — Fernando se quedó en silencio al ver la señorita que se asomaba frente a él. Tragó saliva y, se presentó como si por primera vez no le temblaran las piernas por los nervios a cuestas. Llevó su brazo izquierdo detrás de la espalda erguida, asintió con la cabeza y habló de nuevo colocando en flexión delante de su pecho, su brazo derecho — Buenos días, soy el abogado Fernando de la Mora.
— Buenos días, señor De la Mora — respondió con educación haciendo una pequeña reverencia —, soy Josefa Antonia Cohene y Aguayo, ¿Se le ofrece algo? ¿Necesita usté hablar con padre? — no se imaginaba que en realidad estaba allí por ella, Josefa se situó al lado de Catalina, la señora que ayudaba con los quehaceres a su madre, mientras eran atentamente observadas por el hombre que interrumpió la mañana.
— He venido porque me gustaría hablar con usté, sé que no es correcto haber venido sin anunciarme, menos cuando su señor padre no se encuentra, pero me temo que no podría aguantarme un día más — de pronto quedó en silencio ante sus palabras, la joven lo miró con el ceño fruncido.
— No comprendo, ¿Sin aguantarse dice usté? — dijo Josefa aun teniendo a su lado a Catalina.
— Perdone mi atrevimiento, pero si, sin aguantar la incertidumbre de saber si usté es un ángel o es real —. Catalina dejó escapar un gemido de asombro ante esas palabras llevando sus manos a su boca para tapar esa risilla nerviosa como si le hubieran coqueteado a ella. — Me ha sido imposible sacármela de mis pensamientos, desde que la vi en la iglesia —, continuó Fernando esta vez dejando caer sus brazos a sus costados y sin perderse la expresión de la joven, que se había puesto totalmente sonrojada empuñando sus manos a su falda.
— Niña Jose, hágalo pasar —, dijo Catalina dándole un pequeño codeo a la hija de sus patrones, sin dejar de mirar a Fernando sonrientemente. Pero antes de que la joven pudiera hablar, alguien carraspeó sutilmente para llamar la atención, tanto Josefa como catalina, se hicieron a un lado para dar paso a la señora Tomasa.
— Buenos días, ¿Quién es usté? — preguntó acercándose a la puerta, posicionándose delante su hija, para luego dirigir la palabra a su sirvienta — Catalina, vaya y traiga jugo de limón para servir al señor ... —, dejó al aire sus palabras esperando a que Fernando se presentara una vez más.
— Perdone usté, señora, soy Fernando, hijo del difunto Fernando de la Mora y la señora Ana del Cazal. Me temo que no podré encontrar las palabras correctas para disculpar tal atrevimiento de mi parte, el de presentarme sin invitación a su hogar, pero quiero que sepa que el motivo es valedero. Estoy aquí por su hija, se ha ganado mi total y absoluto interés, y quisiera que me permitiera hablar con ella.
— Como imagino sabrá, soy Tomasa de Aguayo y Cohene, madre de Josefa, mi esposo no se encuentra ahora mismo y me temo que, quién tendrá que disculparme será usté Don Fernando. Con todo respeto, será mejor que regrese cuando el señor Manuel Antonio este presente. Como comprenderá, mi hija es una joven de familia respetable, y aunque no quisiera ser grosera con usté, no podré darle permiso sin que su padre de su consentimiento.
— Lo entiendo, Doña Tomasa. Y comprendo su postura, pero sepa usté, que estoy dispuesto a insistir. Regresaré cuando me lo permitan, hablaré con Don Manuel y pediré su permiso —, Fernando hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida, para luego retirarse con un poco de pesar de la casa —. Señoras, señorita, espero tengan un buen día.
Se retiró no sin antes ofrecerle una sonrisa a Josefa, quién no había dejado de mirarlo hasta que su madre cerró las puertas de su hogar. Fernando montó nuevamente su caballo, para luego dirigirse al cabildo y pedirle a su secretario que solicite una reunión con el señor Manuel Cohene. Deseando que el padre de esa señorita que lo cautivó, otorgara su permiso para cortejarla.
Un par de días pasaron, la solicitud de poder reunirse con Don Manuel, había sido concedida, pero con la condición explícita de que fuese por la tarde, en la residencia los Cohene y Aguayo, y con las únicas presencias, de los dos caballeros. A Fernando no le quedó de otra que aceptar esa exigencia, necesitaba, no, quería que le concediesen la oportunidad de cortejar a la mujer que robó todos sus pensamientos.
El día martes, a las cuatro de la tarde, tal y como lo había solicitado Don Manuel, el regidor Fernando de la Mora se encontraba siendo recibido en la residencia Cohene. Ambos caballeros se encontraban sentados uno al lado del otro, con una taza de cocido recién hecho, servido por Catalina, quién volvió a dejarlos solos cuando regresó a la cocina. Fue el padre de Josefa quién rompió el silencio luego de unos minutos.
— Tengo entendido que ha venido usté, cuando no me encontraba en la casa. Y que ha solicitado esta reunión para hablar conmigo, respecto a mi hija.
— Así es Don Manuel, disculpe por haber venido sin invitación, no fue mi intención faltarle el respeto. Y si, quería hablar con usté para que pudiera concederme el permiso de cortejar a su hija —. Respondió Fernando con total calma y seguridad.
— Dígame una cosa, antes de responder esa pregunta, ¿Por qué cree usté que debo concederle tal demanda? ¿Es usted digno de merecer el corazón de mi hija? ¿Por qué confiaría en la palabra de un hombre que por las noches se acompaña de distintas mujeres o prefiere una copa de vino en exceso? ¿Por qué confiaría en usté, dígame? —, exigió el hombre dejando a un lado su bebida para luego mirarlo a los ojos y cruzar sus brazos sobre su pecho.
— Porque le daré mi palabra de honor, de que, en mi vida, nunca más habrá otra mujer que no sea su hija. La única que ha logrado cautivarme con esa mirada y con la que pienso casarme, Don Manuel—. Fernando habló con tal convicción, que en su mirada solo había certeza. Parecía haber persuadido de alguna manera, pero lo cierto era que esas palabras fueron suficientes para ser considerado.
— Me gusta su franqueza, su total confianza. Sepa usté que Josefa es mi única hija, es lo más valioso que tenemos mi esposa y yo. Y si le diera la oportunidad, no habrá margen de error que se le pueda perdonar, porque no permitiré que mi hija sufra, jamás.
—Tenga por seguro, que eso nunca ocurrirá —, respondió Fernando levantándose, y Don Manuel lo siguió después —. En mis manos estará la felicidad de su hija, se lo juro. Muchas gracias por recibirme en su casa, por permitirme acercarme a su hija, señor.
— Será bienvenido, siempre y cuando cumpla con su palabra. No lo olvide.
Fernando salió de la casa satisfecho con el encuentro que tuvo, con la conversación que se dio entre él y, el padre de Josefa. Aunque no tuvo la oportunidad de verla, supo que si podría hacerlo de ahora en adelante. Sobre todo, sabía que lograría conquistar el corazón de ese ángel que lo enamoró con tal solo una mirada.
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