Capítulo 18- Final

Año 1835

Carta de Josefa para Fernando

A mi amado esposo:

Gracias por cambiarme la vida, sin haberme cambiado a mí. Por haber formado una familia conmigo, por haberme entregado amor y respeto. He sido la mujer más afortunada por haberte conocido y, por haberte entregado mi corazón.

Se que dijiste que no me guardarías rencor, si yo volviese a comenzar de nuevo. Se que dijiste que no me culparías, sin embargo, esa carga que llevo sobre mí, al sentirme una mujer impura, indigna de tu amor, la llevaré por siempre conmigo. Pero quiero que sepas que te pido perdón ahora, te pediré perdón mañana, y lo seguiré haciendo en otra vida. Porque mi corazón fue tuyo, desde la primera mirada que cruzamos, desde el primer beso que nos dimos, desde la primera caricia que nos ofrecimos.

Recuerdo muy bien el primer día que te conocí, y no me refiero al día que llegaste a la casa de mis padres, sino a aquel día, cuando te vi entrar en la Catedral, acompañado de tu madre y de tu hermana, con tu camisa de ao po'i, con tu frac, tus botas negras, y tu elegancia de hombre aguerrido. Escondí mi mirada en el velo de mi túnica, para que no te dieras cuenta de que una muchachita, como lo era en ese entonces, se encontraba admirándote a lo lejos.

Pero la vida se encargó de unirnos, y de nuestro matrimonio surgió el vínculo más precioso, del cuál nacieron las joyas más valiosas de nuestras vidas, nuestros hijos. Y agradezco a Dios por eso, todos los días. Por la misa razón, he procurado mantenerme fuerte, sin dejar de luchar, sin dejar vencerme.

Esta es la primera vez que me atrevo a escribir una carta, con la ilusión de que alguna vez, estas líneas, lleguen a tus manos, para que sepas cuanta me falta me haces, cuanto te he querido y cuanto seguiré amándote. Porque solo en tus brazos fui inmensamente feliz, y se nunca más volveré a sonreír como lo hacía a tu lado.

La palabra amor, es poco para demostrarte cuanto yo siento, pero estoy segura de que algún día, el destino me permitirá decírtelo de frente. Que tal vez el cielo se encargue de juntarnos nuevamente, y nos de la gracia de poder seguir nuestro camino, tomados de la mano.

Aún me cuesta creer que no estes a mi lado, que tu ausencia no me acerca cada día un poco más, a la muerte. Y que mi cobardía se ha encargado de enterrar, lo que un día juramos ante el altar. Solo pido le pido a Dios, que me de las fuerzas necesarias para sobrevivir a tu ausencia, un día más. Porque lo nuestro es hasta siempre.

Con amor, tu esposa, Josefa.

1835 – 23 de Agosto

Un grupo de reos estaba siendo alistado para el fusilamiento, llevado a cabo por soldados paraguayos, bajo las ordenes del dictador supremo. Eran aproximadamente las once de la mañana cuando Francia, había decidido acabar de una vez por todas, con el sufrimiento de esos hombres. Entre ellos se encontraba Fernando de la Mora, que ya tenía unos cincuenta años, pero ya no era ni la sombra de lo que alguna vez fue.

Su rostro pálido, demacrado, ahora por debajo de su peso, y con algunas cicatrices en casi todo el cuerpo, no le permitían mucho el poder defenderse como quisiera. Sus manos arrugadas, ásperas y secas, estaban manchadas de carbón, polvo y arena. Su mirada apagada, su corazón martirizado y su alma desolada. En eso se había convertido durante todos esos años encerrado en prisión, más su temple, su gallardía, su coraje y valor, seguían allí. Ese dictador nunca logró hacerlo bajar la cabeza, jamás consiguió que se declarase culpable, mucho menos cuando nunca hubo ningún juicio en su contra, ni pruebas que demostrasen que Fernando había actuado en contra de Rodríguez.

En ese entonces, a los reos que eran fusilados se los colocaba en línea recta, de espaldas para matarlos a traición como lo hacían los traidores. Porque así eran considerados, los presos. Se les quitaba los grilletes, los enviaban al patio de cuartel, hasta el final de un muro, que era único testigo cuando la muerte venía por los condenados. Los soldados gritaban a los reos, ¡¿Cuál es su última palabra?! Y estos respondían a gritos de vuelta como si con eso lograran salvar su alma.

Ese día, ese veintitrés de agosto de mil ochocientos treinta y cinco, el cielo parecía comunicar a la familia De la Mora, que ese día sería el final del martirio, que ese dictador les había impuesto durante más de quince años. Las nubes empezaron a asomarse, el viento fresco que parecía susurrar un lamento, y las aves que parecían gritar un adiós, fueron las señales para saber que el fin de Fernando había llegado. Inclusive él, ya lo presentía. Porque durante todo su encierro, su verdugo le mentía, jugando con su mente, que hoy si lo fusilarían, más eso nunca pasaba. Sin embargo, ese veintitrés de agosto, todo era distinto. Esa vez, esas palabras de "Hoy acabara tu sufrimiento", si eran reales.

Por alguna razón en esa ocasión, se llevó a cada reo de forma individual, hasta el paredón donde moriría. Cuando llegó el turno de Fernando de la Mora, este se encontraba con una sensación de paz, como si de alguna forma hubiese logrado conseguir, lo que siempre hubiese preferido, antes de que lo encerrasen en una prisión. La muerte.

— Se le será concedido sus últimas palabras —, dijo uno de los soldados, cuando llevó a Fernando hacia el paredón, dejándolo de espaldas.

De la Mora no emitió en ese instante ni una sola palabra, observó la pared manchada de sangre, que tenía frente a él como si fuera el camino hacia su libertad. Dejó caer sus brazos hacia los costados, suspiró una última vez, y con toda valentía, rapidez y el coraje que pudo, dio la vuelta enfrentando a los soldados, y gritando sus últimas palabras.

—¡INDEPENCIA Y REPÚBLICA!

Los fusiles cargados, apuntados con firmeza disparaban contra su persona, provocando su muerte. La muerte de un hombre que luchó por la libertad de su pueblo, por la independencia de su patria, por la gloria de su tierra.

Uno de los padres de nuestra patria, era apagado para siempre. El hombre revolucionario que batalló arriesgando su vida en guerras, liberó a indígenas, que creó importantes documentos a favor del Paraguay. Y que militó como todo hombre valiente lo haría, ahora había cerrado los ojos para siempre.

***

Para la tarde de ese mismo día, la familia era comunicada sobre el deceso de Fernando, un soldado, encargado de entregar el mensaje, había ido a informar. El primero en enterarse había sido Rafael, quién posteriormente comunicó sobre el hecho a Josefa. Ella... Si bien ella solía decirse a sí misma, que murió aquel día que la alejaron de su esposo, ese día, sintió realmente la desolación en carne propia.

Se alejó queriendo encontrar un momento a solas, se encerró en su habitación, se sentó sobre la cama y contempló las cuatro paredes en total silencio. Como si buscara algún consuelo que la hiciera reaccionar, al cabo de unos minutos, su mirada se posó sobre el baúl donde guardaba las cosas de su esposo, se acercó, lo abrió y con las manos temblorosas tomó el frac que Fernando solía usar. Abrazó la prenda como si con eso pudiera traer de vuelta a su esposo, fue en ese momento, en ese instante, que ella se desmoronó por completo. Sus lágrimas abordaron su rostro desesperadamente, el dolor se hacia presente con el sonido de sus lamentos, y el desconsuelo la llevó a permanecer en suelo durante varias horas.

Rafael, sin embargo, no podía diferenciar su dolor, no sabía cuál era más grande, si haber recibido la noticia, habérselo dicho a Josefa o tener que enfrentar a su madre cuando lo supiera. Se encontraba sin poder hacer nada, sin poder evitarles esa aflicción tan grande.

Esa tarde había sido la más triste de todas sus vidas, querían despedirse de Fernando, velar su muerte, y rezar por su alma. De los trámites también, tuvo que encargarse Rafael, que fue comunicado que recién al día siguiente podían enterrar su hermano, porque debían de hacer el certificado de defunción y otras burocracias.

24 de agosto de 1835

El veinticuatro de agosto, una mañana gris y fría, el cuerpo de Fernando de la Mora era enterrado y sepultado. Cuyo certificado de defunción lo había hecho José Casimiro Ramírez, y se lo había entregado a Rafael.

Fernando de la Mora era enterrado en el tercer lance de la Catedral, contando con doce posas, una vigilia hecha por su familia, vestidas de túnicas negras tanto Josefa como Doña Ana, los hijos de Fernando acompañaban a su madre, rezaban y encendía velas para el descanso eterno, de ese hombre, héroe de nuestra patria.

El dictador, claramente no expresó las condolencias a la familia De la Mora, mientras Fernando era enterrado, este se encontraba observando desde adentro, toda la vigilia. Como si el formara parte de esa despedida, como si fuera la única demostración de respeto que tuviera para con ese reo, que nunca se rindió ante él.

Pues en efecto, Fernando, fue el único hombre capaz de desafiar a Rodríguez de Francia, sin temor a la muerte. Fue su rival más grande en el ámbito político, y su figura, era el peligro constante de perder el poder absoluto que había logrado conseguir, desde mil ochocientos once. Francia no permaneció mucho tiempo observando detrás de las sombras, tan solo unos minutos bastaron para él, dio media vuelta y regresó a sus labores de gobernante.

***

Los días fueron pasando, así como las semanas y meses, y Josefa seguía distante de Rafael, procuraba entenderla, sabía lo difícil que era superar esa perdida. Sanar no era algo que podía ocurrir de la noche a la mañana, no, la sanación de todos ellos, tomaría bastante tiempo. El olvido nunca podría darse, por supuesto que jamás, pero aprender a vivir con esa pérdida, con ese vacío, con ese duelo, sería un largo y amargo camino.

— Lo estoy intentando, juro que lo hago —, susurró Josefa mirando hacia el cielo.

Ella estaba sentada bajo la parralera que tenían en el patio de la casa, algunas veces se quedaba así pensando en nada, pensando en todo al mismo tiempo. Otras veces, parecía tener un dialogo con ella misma. Y en otras ocasiones, como esa, susurraba palabras como si le hablara a alguien. Sonrió como si recordara algo, dejó escapar un suspiro y regresó adentro para ayudar con el almuerzo. Algunos días eran así, a veces buenos, a veces solo eran días, otras veces no tan buenos.

Ana Josefa ya convertida en toda una señorita, tenía un pretendiente que quería casarse con ella, el joven parecía venir de buena familia, sobre todo, quería de verdad a la muchacha. Un año después del fallecimiento de su padre, una pequeña celebración se había llevado a cabo, por las nupcias de la hija mayor de Fernando de la Mora.

Ángel Joaquín ya formaba parte de la milicia paraguaya, y aunque su odio hacia el dictador, quién seguía gobernando el Paraguay, seguía creciendo, sabía que contra todo pronostico debía de lograr el objetivo de ser un hombre respetable como lo fue su padre.

Saturnina y Jovita aun eran unas jovencitas en edad de terminar sus estudios, al igual que los niños, Rafael y Nicolás. Por sus hijos, por ellos, Josefa seguía intentando salir adelante. Y por Rafael, que, pese a no merecerlo, no era el hombre feliz que debía de ser junto a la mujer que amaba.

Tiempo después regresaron a Buenos Aires, Rafael había logrado llevar a cabo negocios fructíferos que daban pasos esperanzadores para la familia. Pero a aquel viaje, solo fueron Jovita, Rafaelito y Nicolás con Josefa y él. Saturnina había preferido quedarse con su abuela Ana, además, ya con diecisiete años, ella también contaba con un pretendiente y posiblemente para cuando su familia regresara al Paraguay, otra boda se celebraría.

Dos años más tarde...

Si bien sus bienes todavía no habían sido devueltos por el dictador, la familia De la Mora volvía a resurgir de las cenizas. Rafael recuperó la destilería que era de ellos, seguía comerciando entre Buenos Aires y Paraguay. Ahora ya se encontraban establecidos definitivamente en la ciudad Limpio, lugar donde Josefa vivían con sus hijos, en la casa que había sido regalo de su padre.

Una tercera boda se avecinaba, y era la de Jovita, hace un año atrás, Saturnina había llegado al altar. Quién seguía soltero era Ángel Joaquín, ahora convertido en alférez. Era todo un hombre, frio pensante, estratega y muy inteligente. Aguardando el momento para demostrar su valía, seguía conviviendo con todos sus hermanos, su madre y sus abuelas, pero no trataba con su tío Rafael. Tal vez nunca más lo haría, aunque su tío lo tratase como a su propio hijo.

Josefa había quedado en cinta, una vez más. Ahora ya en brazos, tenía a su hijo Miguel Mauricio, había decido llamarlo Miguel en nombre de su hijo muerto. Aquel hijo que perdió cuando tenia meses nacido, junto con Fernando. Haría lo que su difunto alguna vez le dijo, honraría el amor que se tuvieron. Y por la misma razón ese hijo se llamaba Mauricio, cuando miraba a su bebé, pensaba en que, si volvía a tener otro hijo, ese llamaría Fernando. De esa forma, podría honrar, al hombre a quién entregó su corazón.

Se encontraba como siempre, en su lugar preferido, en el patio de la casa bajo ese parral. Su bebe dormido entre sus brazos, mientras ella tarareaba una canción de cuna. Rafael la vio desde la puerta, sonrió y admiro a su mujer. Se acercó a ella, con cuidado de no asustarla y no despertar a su hijo, con vos calma y suave, expresó sus sentimientos hacia ella.

— Se que no suelo decírtelo, mucho. Es muy difícil hacerlo para mí, sin sentirme culpable, pero quiero que sepas, que te amo, Josefa. Que estoy orgulloso de haber formado una familia a tu lado, de haber criado a nuestros hijos, juntos —, se refería a todos sus hijos por igual — Y de pasar el resto de mis días, en tu compañía.

Finalizó con una caricia sobre el rostro de Josefa, ella seguía sentada, él se posicionó a su altura y depositó un pequeño beso en sus labios. Si bien, las cosas entre ellos tal vez no se dieron de forma correcta, sabía que lo que ellos tenían, nunca había sido, ni sería un error. Josefa en voz baja, también le expuso sus sentimientos.

— Yo también te amo, aunque quizás mis acciones no lo demuestren. Y te pido disculpas por ello. No me arrepiento de haber vivido lo que vivimos, juntos. Eres un gran hombre, Rafael, y te juro que por lo que me quede de vida, te amaré hasta mi último suspiro.

Finalizó Josefa con una sonrisa en el rostro, contemplando la felicidad del hombre maravilloso que tenía a su lado. Era la primera vez que veía, irradiar esa chispa en sus ojos y eso la hizo sentirse en paz.

FIN.

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