Capítulo 13


1821

Habían pasado ya casi un año desde que apresaron a Fernando y, a Don Manuel, todos sus bienes habían sido confiscados, estaban por perder la destilería. Sus hermanos también eran castigados por el dictador, y por esa razón, sus negocios se encontraban al borde de una crisis. Tanto el hermano menor como la hermana mayor, debieron marcharse a Buenos Aires, buscando la manera de poder superar todo eso. Doña Ana ya no sonreía como antes y los días se convertían en un tormento. Sentía que sus plegarias no eran suficientes, que tal vez Dios y la Virgen, se habían cansado de sus ruegos y en ocasiones solo pedía porque la pudieran escuchar. Si tan soplo su difunto esposo estuviera con ella ahora, solía pensar.

En esa ocasión como en tantas otras, Josefa y la familia, habían enviado un montón de peticiones para que permitieran ver a Fernando, y saber si se encontraba bien. Pero como en todas esas veces, las peticiones fueron negadas, una y otra vez.

Esa noche, el dictador decidió salir de entre las sombras en la que solía permanecer. Quería mirar a los ojos al hombre que creía enemigo, alhombre que merecía ser castigado, según su vara de justicia. Y fue al lugar donde tenían preso a Fernando de la Mora.

— He cumplido con mi palabra, De la Mora. Se lo dije hace mucho tiempo atrás, cuando se atrevió a desafiarme. ¿Lo recuerda? —, decía el dictador con las manos cruzadas hacia la espalda, caminando de un lado para el otro, frente Fernando, quién se encontraba en una mazmorra —, le dije que si por mi fuera, lo haría secarse en prisión. Y cumpliré con mi palabra. Siempre cumplo con lo que digo.

— ¡No tiene derecho alguno! ¡No tiene pruebas! —, dijo exaltado Fernando para después hablar con mucha rabia y dolor. —No soy un cobarde. No conspiré en su contra. ¿Y usté no recuerda lo que dije? Pues yo le hubiese fusilado, mirándolo a la cara, Puedo hacerlo ahora mismo, desafiándolo a duelo. Pero usté, sí es un cobarde, no aceptará mis palabras y no enfrentará como hombre —, concluyó Fernando.

— Prepárese para pasar un buen tiempo en este lugar, donde será su nuevo hogar —, sentenció el dictador para luego marcharse dejarlo solo.

Solo, en un lugar donde solo habitaban las almas en pena, donde el silencio torturaba más que los eventuales golpes que podría recibir, un lugar donde no merecía estar.

Mayo

Meses después, Josefa, luego de mucho insistir, logró tener un encuentro con el dictador supremo. Fue acompañada de su padre, quién no pudo ingresar con ella hasta el despacho del dictador.

— Tiene usté mucho valor, al solicitarme esta reunión y venir hasta aquí, admiro eso de las personas como usté —Dijo el dictador sentado en su silla, mientras Josefa se posicionaba frente a él con la cabeza agacha.

—He venido a pedirle que me permita ver a mi esposo, necesito verlo. Tenemos tres hijos, que me preguntan por su padre. ¿Acaso usté no tiene familia? —preguntó inocentemente Josefa ante el dolor que sentía, aguatándose hasta los huesos, el no llorar frente a ese hombre.

— No sabe nada sobre mí —, expresó Rodríguez dando un golpe de puño sobre su escritorio, asustando un poco a Josefa, dejando escapar un suspiro continuó, sin volver a tocar algo de su vida privada. —Sepa usté que su marido no solo ha sido encarcelado por el complot llevado contra mi persona, además, sus bienes también serán confiscados. Me temo, señora De la Mora, que teniendo en cuenta su situación, solo tendrá a su disposición la casa donde vive —, sentenció sin tentarse el corazón.

Josefa se tragó todo su orgullo, por sus hijos, debía de hacerlo. Sin embargo, pese a las advertencias de su padre, de que no mirase directamente a los ojos del dictador, ella se atrevió a hacerlo. Procurando que el dolor no se le escapara por la boca, porque Fernando nunca llegó a conocer a su hija, fruto del último encuentro con su esposa. Antes de su arresto.

Rodríguez de Francia había quedado completamente mudo, esa mujer le hablaba con franqueza, con dolor en los ojos, con el corazón en las manos. Y algo de todo lo que le dijo, caló hondo en él, pues se había sentido así alguna vez, cuando se había enamorado y, le arrebataron la posibilidad de concretar ese sueño. Esa era la razón por la cual odiaba a todo aquel que había encontrado el amor. En cambio, en ese instante, con esa señora delante de él, con esa entereza y seguridad le hacía dudar, sin embargo, aun así, no cambió de parecer.

— Me temo que sus palabras no me convencerán de ninguna forma. No puedo otorgarle ese beneficio que fue negado a todos los presos, sin excepción. Siento que haya venido hasta aquí, en vano, señora De la Mora. —Finalizó el dictador, dando por terminada la conversación.

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