Capítulo 10

1814

La primera hija de Fernando y Josefa cumplía su primer año de vida. Lo habían celebrado con una pequeña reunión familiar, y carneando una vaca en su nombre. Invitando carne asada a todos los que trabajaban en la residencia De la Mora. Ana Josefa, ahora de un año, no solo ya tenía a su disposición un caballo, una vaca, una oveja y una carroza, que su padre le entregaría cuando fuese grande. Sino que también, ya venía en camino su hermanito, o hermanita. La familia se iba agrandando, lo que le hacía plenamente feliz a Fernando.

En cuanto a su figura como político, todo seguía igual. Al ser un ferviente demócrata, continuaba siendo como enemigo para Rodríguez de Francia, quién seguía liderando la casa de Gobernadores. En ocasiones solían encontrarse en remotas reuniones a la que era invitado sin tener voz, ni voto, pero la rivalidad entre Francia y él, permanecía como un juramento de muerte entre ambos.

En este periodo Francia y Yegros fueron nombrados cónsules, esta dupla tomó medidas de gobierno para el progreso del país. Sin embargo, Yegros renunció a su cargo. Luego de esto se decretó la fundación de escuelas y se prohibió el casamiento de españoles con mujeres blancas americanas. Esto obstaculizaba la formación de hogares. Desconocían que el amor no se reprime con el derecho. Busaca sus fueros por caminos ocultos. Y esto, bajo el manto de la noche, permitía la libertad del amor.

Gaspar Rodríguez de Francia, aprovechó esto aún más, alejando de Asunción a los militares Pedro Juan Caballero y Juan Manuel Gamarra. También se encargó de ir eliminando del ejercito a todos los militares criollos, ya sea dándoles de abaja o trasladándoles a los fuertes fronterizos lejanos. Por medio de cartas pudieron comunicarse con otros militares y ponerles al tanto de lo que ocurría con ellos, fue así como Fernando se enteró que sus compañeros de luchas fueron, destituidos. Sabía que esos cambios solo eran el principio, de un rumbo político, completamente distinto para Paraguay.

***

— Se llamará Miguel—, dijo Josefa exhausta después de haber dado a luz a su segundo hijo.

— Tendrá todo lo que le dimos a su hermana, Anita—, expresó Fernando recostado al lado de su esposa que tenía a su hijo en brazos. — A ninguno de mis hijos le hará falta, nada.

Dijo orgullosamente, estaba muy feliz de ver al nuevo integrante, a diferencia de la primera que era casi idéntica a su abuela paterna, este pequeño bebé parecía tener más rasgos de su esposa, podría decirse que era muy parecida a la madre. Pero el bebé había nacido con algunas complicaciones, estaba muy delicado, y no lo sabían.

Ese mismo día, Doña Tomasa, vino a visitarlos y, a ayudar a su hija, con el nieto recién nacido. Si bien, toda la familia ya sabía de las buenas nuevas, no todos pudieron ir a conocer a Jovita, pero habían enviado sus buenos deseos. El abuelo Don Manuel, había prometido ir al día siguiente, se encontraba muy feliz y estaba ocupado con el pedido de un baúl especial para su nietito, tal y como lo había pedido anteriormente para su primera nieta, ambos llevaban grabado las iniciales de sus nombres.

Para haber logrado superar los obstáculos políticos, en lo profesional, Fernando ahora estaba pasando por un duelo, en lo personal. El segundo hijo de la familia, amanecía con los labios azules, las manitas frías, y sin respirar, había sido una muerte súbita. Tanto él como su esposa estaban muy tristes por lo ocurrido, no sabían cómo seguir de pie, fuertes para toda la familia.

Cuando miraban a su primera hija, sabían que debían de hacerlo, pese a todo el dolor. Mirar a su primogénita y esposa, saber que ellas lo necesitaban más que nunca. Eso le dio las fuerzas necesarias para seguir luchando por sus ideales.

Y  lo logró, pues no solamente iba creciendo como abogado, sino que, además, su destilaría iba siendo uno de los más reconocidos de Asunción. Y tanto De la Mora como sus hermanos, trabajaban honradamente para llevar en alto el apellido de su padre. Pese a las circunstancias que les tocaba vivir. Un angelito, viviría por siempre en sus corazones, a partir de entonces.

1816

Después de mucho... Fernando había invitado a dar una vuelta a caballo, a su esposa Josefa. Había sido algo así como un pedido de pasar tiempo a solas, como pareja. Como marido y mujer. Sobre el caballo habían llevado lo que necesitarían para no pasar hambre, ni sed. Llegaron a las lejanías de los terrenos que poseían, en lugar había una casita vieja, casi en ruinas. De la Mora descendió del caballo, y luego ayudó a descender a su esposa, bajaron una pequeña canasta, se situaron bajo un árbol, y allí disfrutaron del tiempo y espacio que tenían para ellos dos.

Extendieron una pequeña manta sobre pastizal, se sirvieron un poco de sidra, compartieron uvas verdes que unos amigos se los habían enviado de la provincia de Argentina, entablaron conversación como si no solo fueran enamorados, sino que también muy buenos amigos. Al cabo de un rato, y dejándose llevar por la tranquilidad, se tumbaron sobre la manta para mirar el cielo, pero Josefa no podía dejar de mirar a Fernando. Sus ojos marrones brillaban con el entusiasmo de un niño y su rostro parecía haber perdido el agotamiento que siempre lo veía cargar. Le acarició la mejilla con los dedos y él giró la cabeza hacia ella. Se miraron a los ojos en silencio, simplemente disfrutando de la presencia del otro, hasta que, de un momento a otro, el sol desapareció. Sin que se dieran cuenta, el cielo se había cubierto de una capa de nubes.

— Parece que empezará a llover en cualquier momento —, dijo Josefa.

— Deberíamos cubrir a los caballos bajo ese establo en ruinas y refugiarnos en la casita —, decía Fernando mientras se levantaba.

— Tienes razón. No creo que nos dé tiempo a volver a la casa —, lo secundó su esposa.

Se apresuraron en guardar toda la comida y doblar la manta entre risas y besos. Tuvieron el tiempo justo para guardar a los caballos en el pequeño establo detrás de la casa, porque una fuerte lluvia comenzó a caer justo antes de que pudieran ponerse a cubierto. Solo podían esperar hasta la lluvia amainara para regresar. Fernando sacudió la manta y la colocó en el suelo despejado, aunque polvoriento, de la casita, ya que no tenían otro sitio donde sentarse. Josefa apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposo. Él le besó la coronilla.

— La tormenta pasará pronto —, le dijo Fernando. —Son comunes por esta zona cuando el verano acaba.

— No me molesta la lluvia, estamos bien aquí —. Josefa levantó el rostro para mirarlo. —Estoy bien, donde sea, mientras sea usté.

— Te amo, Josefa Cohene —susurró él contra sus labios.

Era la primera vez después de años, que quedaban completamente solos, sin nada ni nadie a su alrededor. Josefa supo que estaban más cerca, física y emocionalmente hablando, de lo que habían estado jamás. Acortó la distancia que los separaba y lo besó.

Se recostaron sobre la manta y continuaron besándose, con lentitud al principio, hasta que se amoldaron a los labios del otro como si hubieran sido creados para encajar juntos. El conde abandonó su boca y besó sus párpados, el nacimiento de su cabello, su mandíbula. Descendió suavemente por su cuello y Josefa jadeó, incapaz de describir el cúmulo de sensaciones que le provocaba, siempre lo sentía como si fuera la primera vez.

—¿Quieres que me detenga? —, dijo su esposo mientras dejaba otro beso sobre su clavícula, justo donde comenzaba el escote de su vestido.

— No—, susurró ella, más segura de lo que nunca había estado de nada. Se aferró a los brazos de él, deseando que no la soltara jamás.

Fernando la contempló con adoración y se deshizo la mantilla que su esposa traía encima, para luego hacer lo mismo con la blusa. Josefa lo ayudó a quitar también la peineta que traía puesta sobre el pelo y luego quedar solamente con la camisola. No sentía ningún tipo de vergüenza ante su desnudez. No allí, no con su esposo. Fernando se despojó de la levita y el chaleco, y dejó que su mujer le quitara también la camisa.

Para ellos era el reconocimiento mutuo de sus cuerpos, de sus almas, exponiéndose con el corazón abierto, sin miedo a caer el abismo, sin barreras, ni reglas que seguir. De la Mora no era capaz de concebir que una mujer tan menuda tuviera tantísimo poder sobre él. Si ella lo pedía, sería su siervo, su víctima. Daría la vida por ella sin dudarlo.

— Sos un ángel —, le dijo mientras terminaba de desvestirla. —No quiero vivir sin vos.

La respiración de Josefa se volvía errática. En algún lugar de su mente sabía que estaban haciendo algo peligroso, fuera de su hogar, pero no le importaba en absoluto. Y aunque le hubiera importado, ya no podía detenerse. Se amaban, se necesitaban. Fernando se desprendió de su última prenda y, ante la atenta mirada de su amada, se colocó sobre ella, dejando una estela de besos en su vientre descubierto.

— Fernando... —susurró Josefa.

Siguió repartiendo besos y caricias hasta que la notó totalmente entregada. Él le susurraba palabras de amor y consuelo al oído y seguía besándola con el alma entera. La pasión los envolvió en una burbuja de amor profundo, con la lluvia de fondo, prometiéndose la eternidad en sus miradas, respeto en sus caricias, protección en sus besos y seguridad en sus silencios. Todo era abrumador para ambos. En ese preciso instante, no existía nada ni nadie más que ellos dos. Era como si el mismísimo mundo se hubiese esfumado mientras todo en ellos colapsaba al no entender cómo era posible amarse como ellos lo hacían.

— Mi amada esposa —dijo Fernando sobre los labios de ella.

Después del acto, permanecieron acostados, abrazados. Josefa estaba casi encima de su esposo, con una pierna entrelazada a la suya. Él le rodeaba la cintura con un brazo mientras apoyaba el mentón en su coronilla, aspirando el suave aroma de su cabello.

— Creo... que la lluvia ha cesado. —murmuró Josefa mientras que De La Mora acarició la espalda descubierta de su mujer, provocando que su piel se erizara ante su toque.

— Sí, pero no quiero que acabe este momento. Quisiera quedarme contigo, así, para siempre.

—A mí también me gustaría —, le  respondió ella, abrazándolo con más fuerza.

Fernando sonrió y luego besó esos labios que ahora eran solo suyos. Terminó con un último beso sobre su nariz, haciéndola reír.

—Si tenemos de nuevo otro hijo, ahora este que venga —,dijo tocando el vientre de su esposa— Este será de nuevo un varoncito — expresó riendo, mirando con adoración a su esposa. Y esta le devolvía el gesto.

Olvidándose por completo, ambos, de las responsabilidades, de la casa, de los niños, de todo lo demás, del mundo entero. Ese día había sido mágico para ellos. Solo habían sido dos enamorados, en ese instante que parecía haber sido la eternidad, devolviéndoles un poco del tiempo que se merecían, juntos. Y sí, tal vez, los ángeles confabulados a favor de ese amor, escucharon sus palabras, la de Fernando, porque más adelante llegaría esa bendición, transformada en el primer hijo varón, con vida.

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