Capítulo 1: Carrie

Me levanté de mi cama y miré por la ventana el paisaje seminocturno de la calle.

Dirigí la mirada a la pared de mi habitación y rozé con las yemas de los dedos los dibujos y las fotografías que la poblaban.

En esa pared se concentraban años y años de recopilación de imágenes y selección de fotos.

Era... una manía mía.
Ésa, el canto y el airsoft.

Cantaba muy mal. Y guardaba fotos de revistas siempre que podía.

Suspiré al aire y me puse la ropa.

"¿Una sudadera o una chaqueta?" pensé, aunque daba igual.
A mí lo que me importaba era la capucha, por si llovía, así que me puse la chaqueta y cogí mi muleta antes de bajar a la planta baja.

Desde los diez años padecía una deformidad extraña en el tobillo derecho que hacía que me doliera si me apoyaba mucho tiempo en él.

Me había fastidiado parte de la infancia y la adolescencia.

Bajé las escaleras mientras me apoyaba en la muleta y ví a mi hermana de dos años desayunando en su sillita de plástico.

Seguí bajando las escaleras mientras observaba las fotos que mi madre había colgado en Navidad.

En una, salía yo sonriendo y con el pelo castaño despeinado sobre la cabeza.
A mi izquierda salía mi padre con un cartel en el que ponía "Feliz cumpleaños n°15".

Menudo cumpleaños.

Lo celebramos en la piscina, yo nadé como un loco para hacer hambre para cuando sacaran la tarta y...

Me dió un calambre en el tobillo derecho. Casi me ahogé.

Seguí bajando las escaleras y tropecé con el último escalón.

—¡Cuidado! —gritó mi padre agarrándome en el aire.

Él era jefe de policia.
"El jefe de policía Morrison" decía siempre con orgullo.

—Buenos días —dije recogiendo mi muleta y echando a andar hacia la cocina.

—Buenos días Max.

—¿Qué tal el caso de ese tío?

—¿Ése tío?

—El que maltrataba a su esposa —dije sentándome en la silla.

El jefe de policía Morrison exhaló y le dió un beso a mi madre.

—Escapó. Tal vez está en México ahora.

Me encogí de hombros.

—Tal vez también traficaba con marihuana.

—¡Maximilian! —chilló mi madre.

—¿Qué? —dije encogiéndome de hombros—. Es la verdad.

Mi padre reprimió una risilla y bebió un poco de su café.

Así era más o menos mi familia.

Mi madre, una ama de casa empedernida, le tenía fobia a todo lo malo de éste mundo, o a todo lo que consideraba malo.

¿El airsoft? <<No me gusta que jueges a eso>> decía.

¿Las drogas? <<Cómo vuelvas a hablar del tema estás castigado una semana>>.

¿La pizza con piña? <<Como vuelva a verte comiendo éso te hecho de casa de un puntapié>>.

En fin, así era mi madre.
De todos modos no me gustaba la pizza con piña.

Oí el claxon del autobús fuera de mi casa, por lo que agarré mi mochila y salí corriendo por la puerta.

Gran error.

Al haber apoyado el peso en mi pie malo, tropecé, haciendo que yo me estrellase contra el suelo de la entrada de mi casa.

Todos los niños del autobús empezaron a reírse de mí.

Me levanté del suelo y agarré mi muleta.

—Oye, Max —dijo mi padre.

Le miré, y él solo se tocó debajo de la nariz.

Le dediqué una mirada extrañada y fui cojeando hasta el autobús.

Subí las escaleras del autobús a duras penas, como siempre, y fui a mi asiento.

—¡BICHO RARO! —gritó alguien.

—¡AMORFO! —gritó otro.

—¿TE HA DADO LA REGLA MORRISON? —gritó alguien.

Me mordí el labio inferior y me senté en el único asiento libre que había.

—¡Sois todos una panda de malcriados! —gritó el conductor.

Suspiré y vi cómo mi madre y mi padre me miraban con unas caras entristecidas que denotaban compasión.

Genial.

Se lo había dicho mil veces.
No me gustaba que se compadeciesen de mí.

Para nada.

Me puse los auriculares y reproducí mi música favorita, cuando en el reflejo de la pantalla de mi iPod pude ver cómo un cauze de sangre me bajaba desde la nariz hasta la barbilla.

Ahora entendía ese gesto que me había hecho mi padre.

Saqué mi pañuelo del bolsillo (regalo de mi abuela) y me limpié, cuando oí un comentario delante mía.

—Bonito pañuelo.

Alzé la vista de mi reflejo, y vi a una chica rubia, sentada en el asiento de delante.

—¿Ahora es cuando harás un comentario relacionado con mi tobillo? —dije ariscamente.

La chica hizo una mueca y miró al suelo.

—Lo siento, yo no iba a...

—Puedes ahorrártelo —dije susurrando.

La cara de la chica hizo una expresión dolida.

—Yo no iba a decirte nada de eso. Sólo... —dijo echando a llorar—, sólo quería conocerte. Soy nueva en éste colegio.

Abrí los ojos como platos y vi cómo los demás chicos y chicas del autobús ponian expresiones de enfado.

Seguramente me esperaría otra paliza al salir del instituto.
¿Cuántas iban ya?

Al ver que la chica seguía llorando, le tendí el pañuelo.

—Está lleno de sangre —dijo sollozando.

—Pues no tengo otro —dije aún tendiéndoselo.

La chica rubia me miró extrañada y aceptó el pañuelo, limpiándose las lágrimas con una zona limpia de éste.

Tarareé el ritmo de la canción que estaba escuchando y recogí el pañuelo lleno de lágrimas y sangre.
Menuda combinación. ¿No?

La chica me miró de reojo una última vez y dirigió la vista al frente.

Antes de que el autobús arrancara, ví cómo mis padres me miraban extrañados.

Ya se lo explicaría luego.

***

El trayecto al instituto fué... extrañamente agradable.

No había habido bolas de chicle volando a mi pelo, aviones de papel que se estrellaban en mi cara, bolitas de papel y saliva que... bueno, veis el patrón ¿no?

Bajé del autobús, y ahí lo que yo creía que era mi racha de buena suerte se rompió.

Empecé a bajar las escaleras, y un niñato dos cursos mayor que yo me puso la zancadilla.

Mi cara había besado el suelo dos veces el mismo día.

—¡Robert Stevenson! —gritó la directora McGared acercándose a paso airado.

Oí cómo Robert exclamaba una palabra "poco educada" (según mi madre) y salía corriendo calle abajo.

—¡Estás expulsado una semana! —gritó McGared al aire.

Robert le devolvió las palabras enseñándole el dedo corazón.

Unas manos delicadas y muy firmes me levantaron del suelo y me pusieron boca arriba.

—¿Estás bien? —preguntó la chica rubia.

—Me acabo de dar un golpe en la cabeza —dije a modo de respuesta.

—Espérate, traeré ayud-

—¡Morrison se ha matado! ¡Morrison se ha matado! —chillaron las animadoras al mismo tiempo.

A eso lo llamaba sincronización.

—Max ¿Estás bien? —dijo la directora acercándose a mí.

—Mi muleta —dije alargando el brazo.

La directora puso una mueca avinagrada y me miró a la cara.

—Está rota.

—Genial —exclamé dándome un golpe en la cabeza.

—No hagas eso —dijo la chica del pelo rubio.

Entrecerré los ojos y la examiné minuciosamente.
¿Quién sería esa chica y por qué me trataba... diferente de como el resto del mundo me trataba?

Me senté apoyandome en el lateral del autobús y exhalé.

—¿Se puede saber quién eres? —pregunté.

La chica palideció. Al rato carraspeó.

—Me llamo Carrie.

Alzé una ceja.

—¿Carrie? ¿Como el relato de Stephen King?

La chica me miró con un brillo extraño en sus ojos.

—Eres la primera persona que me compara con el libro y no con la película.

Me encogí de hombros.

—Leo mucho.

Me levanté, apoyandome en el autobús, pero al intentar dar un paso noté como si mil agujas me atravesaran la carne del pie.

Hice una mueca de dolor, a lo que la chica me cargó en su hombro.

La directora abrió los ojos como platos, haciéndola parecer un buho gracias a las gafas circulares que llevaba desde que había entrado al mundo de la enseñanza.

"McGared la lechuza" pensé.
Pero no podía decir eso en voz alta, o mas bien, no debía. La directora era una de las pocas personas que me ayudaban y me trataban más o menos bien.

Di un paso tras otro, y me agaché a recoger una rama caída del árbol centenario que había en la entrada.

Utilizé la rama a modo de muleta, y para mi sorpresa, ésta me sirvió a la perfección.

Quizá y solo quizá, mi racha de buena suerte había vuelto.

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