III.

Efectivamente, no nací para descargar camiones con mercadería, pero al menos me permitió salir de la posada y rentar el cuarto al fondo de la casa de Felipe, el primo de Aimara, a quien cariñosamente le decían Roco porque había quedado calvo prematuramente y su cabeza era lisa como una piedra, de manera que en menos de un mes me había instalado en la casa de la familia de la guía turística, y allí poco a poco me fui acercando a cada uno de ellos más y más.

Solo había un detalle para alquilar ese pequeño dos ambientes en el cual me había instalado: debía compartirlo con Etilio, el abuelo de la familia, un hombre distante y nostálgico que pasaba horas leyendo novelas y solo hablaba distendido cuando la lluvia comenzaba a arreciar.

Con el dinero que extraje del banco renové mi guardarropa con un par de camisas, tres pantalones largos, uno corto y calzado de entrecasa. Aimara insistió en acompañarme cuando fui a comprar, algo que me apenó, sobre todo por la forma en que sus primos se tomaban nuestro vínculo, como si ella tuviera algún derecho sobre mí por el cual, si pedía por ejemplo, una tarde para llevarme al lago, ellos debían acatar sin importar que lleváramos toda la mañana conversando acerca de ir a conocer las minas o tal vez mirar un partido de esos deportes que yo nunca entendí del todo, pero que ellos juraban que podrían interesarme.

—Si no vas con ella ahora, se las ingeniará para cobrártelo con algo más grande —observó Roco cuando pretendí negarme a las peticiones de la muchacha—. Eres el único que la soporta, así que no creo que te deje en paz.

Por algún motivo que nunca me quedó claro, el mochilero que no sabía hablar español me había tomado un cariño desmedido y me dio su número para que pudiera escribirle, a pesar de que yo no tenía celular porque se lo habían llevado junto a mi maleta; pero no tardé en comprarme uno y él, Aimara, Roco y el pescador se convirtieron en mis primeros contactos. Las redes sociales me habían permitido comunicarme con mi familia y amigos prácticamente desde el mismo día en que había llegado al pueblo, aunque no les dije dónde estaba porque, por tonto que pareciera, no lo supe con certeza hasta mucho más adelante ya que decidí que retrasaría el momento de conocer ese dato tanto como fuera. El misterio le daba magia.

Fue en ese contexto que me enteré que la guía turística no tenía pareja, pero sí un pretendiente que solía frecuentarla más de dos veces por semana, el cual me odió desde el mismo momento en que nuestros caminos se cruzaron. Abel Kantor era su nombre, pero todos le decían Kant, como al filósofo del iluminismo; aunque contrario a este último, Abel no parecía un gran pensador. Para ser honesto, a mí no me cayó mal en lo absoluto; era un tipo en extremo simple, con vestimenta simple e ideas simples, incapaz de esconder sus intenciones e incapaz, por consiguiente, de engañar a nadie ya que todo lo que pretendiera hacer se le podía leer en la frente como un cartel en rojo fluorescente que decía: «ella me gusta, tú no. Voy a tratar de hacerte daño para que te vayas, pero voy a fallar porque en el fondo soy un tonto».

Kant llegaba a la casa de Aimara sin avisar y comía en su mesa ignorando las señales de la madre de la chica que le decían que su presencia no siempre era oportuna. Hablaban de series de televisión de estreno y de chismes sobre compañeros viejos de la escuela, muchos de los cuales ya se habían marchado a la ciudad hacía más de una década. En cuanto a Aimara, ella le demostraba total interés a sus aburridas conversaciones, pero siempre suspiraba con alivio cuando el pobre hombre se marchaba, e inmediatamente me invitaba a pasear para relajarse un poco.

—¿Cómo era allá? —me preguntó una vez, mientras la acompañaba a fotografiar gaviotas ya que me negué rotundamente a meterme al bosque a buscar otra serpiente—. La ciudad donde vivías, ¿cómo era?

—Para ser honesto, nunca la llegué a conocer. Vivía entre el trabajo, la casa de mis amigos y la que compartía con mi novia, por eso jamás me di la oportunidad de recorrer esos recovecos urbanos donde crecen el arte y la cultura. Me arrepiento de haber sido un tipo tan casero.

—Te voy a dar un consejo —su voz se tornó algo seria de un momento al otro, como cada vez que pretendía influenciar en los demás—: si no eres una persona adepta a los viajes, no deberías soñar con ser un guía turístico. Eras un asesor financiero allá, puedes serlo aquí también sin correr tantos riesgos.

Suspiré, solo para marcar mi hastío.

—No creas que no lo tengo en cuenta, pero como asesor financiero, noto que aquí hay una excelente oportunidad para el turismo, y si hago que el turismo crezca, podré hacer algo de fortuna con los bienes raíces.

—¿Y eso para qué?

—¿Cómo para qué? Para comprarme una casa linda, vivir en un barrio bonito y tener una familia en las mejores condiciones que me sea posible.

—En otras palabras —me interrumpió—, para volver a tener una vida de hombre casero. 

Caminamos en silencio por unos segundos en los que aquellas palabras habían quedado colgadas en el aire a manera de insulto, pero sin haber cumplido en lo absoluto la función de ofenderme. Aimara no volvió a disparar su cámara fotográfica contra las gaviotas por el resto del camino. Un gesto indignado invadía su expresivo rostro al momento de aconsejar:

—Si tanto te gusta ese tipo de vida, no deberías haber abandonado la ciudad. Tal vez solo estés tratando de traer aquí lo que dejaste allá, y eso es un error.

—Hay cosas que antes no hacía, y que empecé a hacer desde que llegué aquí, y me encantan.

—¿De qué estás hablando? Llegaste hace menos de un mes y ya tienes trabajo y tu tiempo ocupado de nuevo planeando un nuevo proyecto. Pasarás tu vida yendo de tu casa a tu trabajo hasta que llegues a viejo, y cuando por fin veas realizado tu sueño y tengas tiempo de disfrutarlo, tus nietos te desconocerán porque no habrás pasado nada de tiempo jugando con ellos. ¿Es ese el tipo de vida que quieres?

—En algún momento, lo fue —acepté sin remordimiento—, pero desde que llegué aquí, creo que ese tipo de pensamientos se quedaron atrás.

—Pues no diera la impresión de ser así. En serio, si te digo esto es porque me preocupas y no quiero que vivas una ilusión. No estás avanzando, estás huyendo.

Respeté su intención de llevarme a los puros regaños al camino correcto, pero se estaba equivocando, y se lo tenía que demostrar.

 —A veces, huir es la única forma de avanzar.

—Existen miles de maneras de avanzar, el asunto es ¿hacia dónde?

En ese momento no me atreví a cuestionarla. No quería que tuviera razón, pero una pregunta se instaló en mi cabeza y ya no la pude ignorar: sabía que para mí, alejarme de Daniela y de la vida que me llevó a tener un fracaso amoroso con ella y a querer dejarlo todo a los 27 años era un avance. Sabía también que cada ser humano habla desde su posición, aconseja desde sus experiencias, y observa desde sus miedos. Entonces, ¿qué sería lo que llevaba a Aimara a darme esos consejos tan llenos de resentimiento? Había algo escondido en la historia de aquella chica, pero no sentía que fuera el momento de indagar.


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