II.

Cumplí con las pretensiones que Aimara me había impuesto llegando quince minutos antes de que el grupo turístico que la muchacha comandaba comenzara el recorrido. Cuando me dispuse a pagar, su mano apareció de la nada tomando la mía y me apartó de la caja anunciando que venía con ella, y retándome por siquiera intentarlo.

—¿Dormiste bien? —preguntó para cambiar de tema.

—Tengo muchas decisiones que tomar, así que me pasé gran parte de la noche en vela.

—Uno esperaría que una persona como tú, con esa cara de oficinista, se organizara mejor antes de salir de la ciudad para llegar a un pueblo con mala conexión a internet.

—¿Una persona como yo? Explícate, por favor.

—Pareces comedido. No sé, me das la impresión de estar totalmente fuera de lugar.

Ella no lo supo, pero eso era precisamente lo que yo quería oír. Me gustaron sus palabras, y también su sinceridad.

El trayecto, lejos de la tranquila paz de un recorrido turístico habitual, fue bestial: sol picante, tierra seca, pasto y hojas que de ninguna manera hubiera podido identificar se alzaban como un torrente de sensaciones molestas que se sucedían unas a otras en el más inhóspito cuadro en el que me hubiera encontrado jamás. Más de una mujer me había hecho sudar en el pasado, pero ninguna lo había conseguido guiándome por un bosque o una pequeña cadena de montículos tan hostil como aquella. Debo admitir que mi condición corporal no era tan buena como siempre había creído, y que ya entendía de dónde venía la fuerza que esa muchacha de cabello castaño había presumido a la hora de capturar al pez.

Aimara era rara, y no necesariamente en el buen sentido. Su forma de ser resultaba atractiva porque se entremezclaban en ella una sensación de confianza y buen humor los cuales, sin embargo, contrastaban mucho con un don envidiable para contar historias de terror sobre cada sitio en el que nos hacía poner la mirada, y una obsesión no reconocida por las serpientes, las cuales abundaban en las cercanías. Las conocía por nombre científico, vulgar y también había memorizado todas sus características. Me propuse en cierto momento revelarle que, si seguía asustando a los turistas, probablemente sería ella la culpable de que el negocio turístico del pueblecito fracasara, pero una sorpresa me aguardaba al notar que había entre los presentes muchos que hacían el recorrido por centésima vez, atraídos exclusivamente por las ocurrencias de aquella nefelibata.

—Vayan con cuidado de no arrancar las cintas azules que dejaron los niños exploradores, y no se preocupen que no son ningún hechizo ni tampoco son una advertencia, son solo una manera de marcar el camino para no caer en alguno de los pozos que llevan a los túneles que corren debajo del cerro. Dicen que hay oro en su interior, pero como lleva muchos años enterrado, sus gases tóxicos se acumularon y si lo hueles se te atrofia el cerebro. De todas maneras, no se preocupen si llegan a respirarlos, no morirán, solo enloquecerán y comenzarán a ver esqueletos con los ojos prendidos como fuego. A mi primo le pasó, y nunca se recuperó... ¡Ups!, algún turista distraído arrancó las cintas azules a partir de este punto. Me pregunto por dónde deberíamos seguir.

Adoré su narrativa infantil, odié su compromiso con la ruta al invitarnos a cruzar puentes colgantes que, si bien habían sido restaurados y eran relativamente breves, invitaban a todos los que detestábamos las alturas a mirar abajo una vez las sogas y la madera pendularan, y finalmente, me derretí de ternura al verla perseguir una serpiente para sacarle una foto en tanto todo el resto del grupo esperaba a que la guía terminara de jugar, aprovechando el intervalo para estirar las piernas ya que el recorrido era largo, y la chica muy animosa. De verdad costaba seguirle el paso.

Se acercaba el mediodía, el sol picaba en las cienes incluso más que el mismo pasto en los tobillos, y los rostros agotados se iluminaron de felicidad al notar que habíamos llegado al punto final de aquella aventura. Nos tuvo recorriendo subidas y bajadas para apreciar artesanía indígena tallada sobre la piedra, nidos de animales autóctonos, paisajes bonitos y detallando historias de terror de lo más ocurrentes sobre diferentes sitios, las cuales luego me enteré que eran completamente improvisadas.

—Muero de hambre. ¿Comemos juntos? —propuse apenas terminar. Ella, que solo me había dirigido la palabra para pedirme que ayudara a las personas con sus pertenencias o para señalar objetos que le quedaban lejos, me observó de un modo divertido.

—¿Un desempleado invitándome a almorzar? Apuesto que ni siquiera conoces un buen sitio.

—Vi un lugar interesante cerca de la plaza, escondido en una callecita perpendicular a la avenida.

Lo meditó un momento y luego contuvo una risita antes de aceptar.

—Sé cuál dices. Bien, iremos, pero te llevarás una sorpresa.

Con total desconfianza, fingí alegrarme de que aceptara mi invitación y caminamos las tres cuadras que nos separaban del lugar. Entonces, la burla se volvió real al comprender el porqué detrás de que ella se hubiera burlado.

—Es un bar de «cocínalo tú mismo» —observé algo decepcionado.

—Ajá —asintió ella sin disimular el tono divertido en su voz—. Pero aquí las reglas son simples: tú invitas, tú cocinas.

Masajeé mis sienes, troné mi cuello, y luego le indiqué que no espiara, que haría algo que le gustara. Nunca fui un gran chef, pero tampoco dejaría que se me volviera a reír, de manera que debía improvisar. El lugar contaba con diferentes tipos de salsa de carne, pollo u hongos ya preparadas y frizadas en cantidades adecuadas para un plato, bolsas de arroz, fideos y harina, aderezos, huevos, piezas de diferentes animales listas para asar, hornear, hervir o freír, condimentos de lo más variados, y toda una barra dulce; cada cosa con su precio y dispuestos para ser preparados según el gusto del cocinero. Herví algunas láminas de masa por cinco minutos, algo de salsa de carne y preparé una crema con ajo y nuez moscada para así juntar todo en una lasaña que parecía ser comestible, un platillo rápido de armar una vez que se tienen todos los ingredientes ya preparados, y que logró hacerme quedar bien con mi comensal. No era la gran cosa, pero al menos conseguí que no se me burlara.

Hablamos sobre cocina, sobre cómo logró trabajar como guía turística, le mencioné en tono cómico la manera en que renuncié a mi empleo luego de que mi prometida con la cual llevaba conviviendo varios meses me cambiara por su supuesto amigo gay, me dijo que a ella también la habían engañado. Hablamos sobre serpientes, sobre mi aburrida experiencia como asesor de inversores de mercados financieros, sobre algún sueño suyo de ser bióloga o alguno mío de comprar un terreno y vivir de rentas. A ella le pareció divertido que quisiera dedicarme a no hacer nada. A mí me enterneció el alma notar todas las cosas que Aimara aún quería hacer, y no había podido.

—Mis primos trabajan descargando los camiones que vienen repletos de hortalizas. ¿Podrás con eso? Es pesado, pero generalmente les deja las tardes libres para beber y darse la buena vida.

—Entonces, necesitaré otro empleo para la tarde.

—Puedes vivir bien haciendo lo mismo que ellos, ¿para qué quieres más?

—Para comprar un terreno, construir una casita y vivir en paz. Me gusta aquí. Tal vez me quede.

—Eres ambicioso —observó—. Eso no es bueno, pero me alegra que lo seas.

Ignoré su elogio porque nunca supe cómo reaccionar cuando alguien me dirigía un cumplido, e inmediatamente continué con mi trazado de planes a largo plazo.

—Tal vez debería abrir un negocio, ¿no? Gana más el jefe que el empleado. ¿Qué hace falta en el pueblo?

Lo meditó un momento antes de contestar:

—Novedades. Aquí todos los días son iguales.

—Oh... Entonces, abriré una tienda de viajes y turismo.

—¿Atraerás turistas?

—No, llevaré a las personas locales a recorrer sitios que no conozcan por un precio que no les resulte inconveniente. Si aquí tienen el dilema de la necesidad de turistas, en los alrededores deben estar peor. Con el tiempo, se formarán redes y los pueblos crecerán.

—Sí que planeas las cosas rápido. —No parecía muy convencida—. Pero eso requiere demasiado dinero, no creo que esté a tu alcance por ahora.

—Dejé un auto en casa, le pediré a mi hermana que lo venda y ahorraré hasta comprar una camioneta con capacidad para veinte personas. Entonces, organizaré viajes a la cercanía para pasar unos días en familia en todos los balnearios, piletas, hoteles... no tengo idea de qué hay por aquí, así que necesitaré tu ayuda.

Aimara se rio en mi cara mencionando con ironía lo lejos y lo rápido que se movía mi imaginación.

—Yo creí que iba a tener que pagarte el almuerzo, y sin embargo eres tú el que planea contratarme para un empleo que ni siquiera existe. No sé si eso me gusta o me da miedo.

Era curioso que lo dijera. Mirándolo de cerca, pude comprender perfectamente lo que sentía. Hermosa e impredecible, Aimara despertaba en mí una mezcla de ternura y pánico. No conozco a nadie que después de haber sido herido volviera a un sitio donde supiera que lo podrían volver a lastimar, y aunque suene cobarde después de haberla invitado a almorzar, no había chances de que me volviera a enamorar.

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