10
Merlina.
Me pongo el abrigo un segundo antes de que suene una bocina. Emanuel quedó en pasarme a buscar para ir a hacer la degustación y, por lo que veo, es muy puntual.
Yo bajo los escalones de a uno, haciendo una mueca de dolor con cada pie que toca el suelo. Por culpa del ejercicio de ayer no puedo ni caminar, me duelen todos los músculos y siento que me pasó un camión por encima. Mi mamá me mira con expresión divertida desde abajo y mira el reloj que tiene en su muñeca.
—Vamos, que se te va el príncipe —dice riéndose. Yo sonrío e intento bajar más rápido, aguantando el dolor que recorre mi cuerpo.
Saludo a mi madre con un abrazo y me desea suerte antes de que salga por la puerta. Bajo los últimos tres escalones de la puerta principal para dirigirme al auto de Emanuel, espero que no se note lo mucho que me cuesta caminar. Cuando levanto la vista para observar a mi acompañante, me quedo petrificada al ver un par de ojos negros mirándome con profundidad, esos ojos pertenecientes al músico con el que hablé. Trago saliva y continúo caminando, ahora con un poco más de lentitud.
Abro la puerta trasera y entro al coche. El rubio está con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y con más seriedad que de costumbre, con expresión de hastío. En cambio, su hermano mantiene un semblante misterioso y divertido. Es el primero en mostrar los dientes cuando esboza una amplia sonrisa.
—Buenos días —saludo. Mi voz sale algo temblorosa y me aclaro la garganta. Tengo que calmar estos malditos nervios que siento.
—Buenos días, señorita Ortiz —contestan al unísono. Ellos se miran, Emanuel con expresión irritada y Andrés de manera pícara.
Mientras tanto, yo observo sus rostros con interés. Realmente, son completamente diferentes. ¿En serio son hermanos?
El conductor resopla y comienza a manejar.
—¿La prueba del catering es en el salón? —me pregunta. Asiento con la cabeza.
—Sí, conseguí que llevaran la comida ahí... ¿Van a degustar ustedes dos?
—No —replica mi cliente.
—Sí —dice el músico a la misma vez que el otro.
Arqueo las cejas y los miro confundida. Andrés suelta una carcajada y se encoje de hombros.
—Iba a ver qué tal la acústica del lugar, pero ya que hay comida gratis... también voy a probar —comenta. El rubio rueda los ojos y no dice nada.
Esbozo una media sonrisa con la mirada puesta en la carretera, solo para esquivar los ojos tan penetrantes del nuevo acompañante. Nunca pensé que estar en un mismo auto con dos hermanos que se llevan mal iba a ponerme tan incómoda, pero acá estoy, apretando el peluche que uso de colgante para no morderme las uñas. Y por la tensión que hay en el ambiente, algo me dice que el día de hoy no va a ser tan bueno como pensé.
—¿Qué hay en el menú? —interroga el morocho con interés.
—Ni siquiera llegamos y ya estás molestando —murmura Emanuel por lo bajo.
—Hermanito, le estoy preguntando a la bella damisela, no te metas.
Casi me atraganto con mi propia saliva al escuchar el adjetivo calificativo por el que me llamó el mujeriego. Bueno, prefiero "bella damisela" que "merluza". Hasta en elegir apodos son distintos.
—Ya lo sabrás —replico intentando sonar misteriosa.
Él continúa sonriendo y asiente lentamente sin dejar de mirarme. ¡Ayuda, Dios mío! No sé en dónde meterme, no quiero que me siga viendo. Espero que lleguemos al lugar lo más pronto posible para distraerlo, aunque empezamos a entrar a una zona con tráfico y el auto comienza a avanzar a paso de tortuga, deteniéndose cada medio segundo.
Emanuel bufa y se frota los ojos, luego apoya su cabeza en la mano con expresión irritada y aburrida. Andrés se ve completamente relajado, con los brazos cruzados sobre su estómago y su vista hacia el frente.
—Vamos a llegar tarde —digo. De a poco se me va formando un nudo en la garganta a causa de la ansiedad.
—Tranquila, Merlina, no vamos a llegar tarde. Todavía tenemos media hora de ventaja —me responde Emanuel.
—¿Te puedo decir Merlina? —interroga Andrés de repente, girándose en el asiento para clavar sus ojos en mí. Suspiro y niego con la cabeza. ¿Cuántas veces tengo que decirle a mi cliente que me llame de manera formal?
—No, quiero que ambos me llamen señorita Ortiz. No quiero ningún tipo de informalidad, ustedes son mis clientes, no mis amigos —manifiesto con seriedad.
—Uy, pero qué mala —agrega el mayor con una sonrisa sarcástica—. ¿Puedo encender la radio? Este silencio me está matando.
Sin dejar que su hermano responda, prende el estéreo y comienza a cambiar de estación. Termina dejando una frecuencia en la que suena música antigua, pero no me quejo porque me gusta. Andrés busca algo en su bolsillo y saca una cajita de cigarrillos y un encendedor. Emanuel le dirige una mirada asesina y niega con la cabeza.
—Ni se te ocurra fumar acá, Andrés —le advierte. El interpelado arquea las cejas y pone el cigarro en su boca.
—¿Dejaste de fumar? —cuestiona interesado.
—Sí, por eso te estoy pidiendo que no enciendas eso en mi auto.
—¿Hace cuánto? ¿Y qué pasa si lo fumo acá? —interroga con tono amenazante.
—Hace dos semanas, todavía estoy en abstinencia y tengo muchas ganas de fumar. Así que si encendés ese cigarro te bajo del auto y vas caminando hasta el salón. Es lejos y te vas a perder.
Yo observo sus rostros en silencio y Emanuel está tan serio que puedo jurar que es capaz de cumplir su amenaza. Se miran fijamente, pero el morocho suspira y termina guardando todo nuevamente.
—¿Usted fuma, señorita Ortiz? —me pregunta Emanuel, avanzando pocos metros en la carretera.
—No, no es de mi agrado —respondo—. Aunque admito que lo he hecho, pero nunca fui adicta.
—Me da la sensación de que usted es adicta al sexo —murmura Andrés.
Abro los ojos con sorpresa y siento mi cara arder de vergüenza. Su hermano resopla y noto que aprieta el volante con fuerza, al igual que su mandíbula. Suelto una risita nerviosa y niego con la cabeza.
—Eso es asunto mío —replico intentando sonar segura. Si supiera que tengo muy poca experiencia en ese ámbito estoy segura de que se reiría de mí o, aún peor, se ofrecería a darme clases.
—Puedo descubrirlo por mi cuenta —me responde, mirándome con un brillo travieso en sus ojos.
¡Tragame tierra, por favor! No sé qué hacer, ni qué responder y para colmo el coche no avanza ni un centímetro, estamos completamente atascados en el tráfico.
Como todo quedó en absoluto silencio y lo único que suena es la radio, nos dedicamos a escuchar eso. Cuando comienza a sonar Bohemian rhapsody de Queen, el músico no puede contenerse y empieza a cantar. Yo lo miro con curiosidad, tiene una voz realmente hermosa, suave, melódica y masculina.
A medida que avanza la canción, me sumo al canto y finalmente terminamos los tres gritando el coro.
—¡Oh, mama mía, mama mía, mama mía lo parió! —chilla Emanuel, provocando que Andrés y yo nos callemos abruptamente y lo miremos con expresión interrogante—. Ay, me emocioné demasiado —agrega avergonzado—. Es que cuando la canto para mí mismo en vez de decir let me go digo "lo parió"... —Recorre sus ojos por mi rostro y el de su hermano esperando una respuesta—. ¡Vamos, admitan que se entiende eso!
—Me das vergüenza, hermano. Este tema es un clásico, no se juega con Queen, ¿me escuchaste? —dice Andrés con el ceño fruncido. El rubio asiente lentamente con semblante cansado.
Yo contengo una carcajada. Jamás presencié algo como esto y creo que es de novela.
—¿Usted qué opina, señorita Ortiz? ¿Cree que Bohemian rhapsody es un clásico o es una simple canción? —interroga el rubio.
—Creo que es un excelente tema que merece ser escuchado más que el reggaeton —contesto esbozando una pequeña sonrisa.
—¿No se quiere casar conmigo? —cuestiona el músico, volviendo a ponerme incómoda. Solo me río y miro por la ventanilla para esquivar sus ojos—. Es que parece ser perfecta. Muy linda, buen gusto musical y absolutamente tierna.
—Deberías ser más educado, Andrés. La señorita tiene novio —comenta Emanuel.
Lo miro con las cejas arqueadas. No sé de dónde sacó eso, ¿acaso le mentí diciendo que tenía pareja y no me acuerdo?
—Perdón, Lezcano, pero yo no tengo novio —expreso con voz bien clara. Él no me mira, simplemente está concentrado intentando esquivar vehículos.
—De todos modos, no es asunto mío —manifiesta, dirigiéndome una breve mirada y encogiéndose de hombros.
—¡Mejor para mí! —exclama Andrés—. Entonces, señorita Ortiz, ¿no le gustaría salir conmigo algún día de estos?
Me aclaro la voz y me remuevo en el asiento, pensando una buena respuesta. Aun no entiendo cómo este hombre puede ser tan directo y, aunque no niego que es muy lindo, el flechazo fue con su hermano.
—Por el momento no, tengo como regla no salir con clientes, jefes o todo aquel que de cierta manera trabaje conmigo —replico. Noto la mirada de los dos hombres puestas sobre mí y aprieto el peluche con más fuerza.
—Qué aburrida —murmura el morocho chasqueando la lengua y volviendo su vista al frente—. Pero yo voy a ser la excepción.
Para mi suerte, el tránsito comienza a fluir y Emanuel conduce con velocidad hasta el salón. Al parecer, él también está bastante incómodo. El único que la pasa bien es su hermano, quien no deja de sonreír ni por un instante.
Al llegar al destino, bajamos del automóvil y entramos al lugar. Espero que en la degustación no pase nada extraño y todo salga bien, pero creo que estos dos hombres van a convertir la situación en algo muy tenso. ¡Ayuda!
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