Capítulo 24: Fantasmas del pasado
El silencio nos envolvió, sumergiéndonos en pensamientos grises a los que no pude hacerle batalla. A sabiendas jamás ganaría, permití que un desconcertado Andy asimilara la idea a la par yo me obligaba a reunir fuerzas para no derrumbarme pese a mis deseos de escapar. Una parte de mí solo quería olvidar, la otra reconoció que era injusto haber alborotado la mente de Andy con preguntas sin respuestas. Tomé el valor para mirarlo de reojo, estudiando la emoción que surcaba su rostro. Acabaría con sus dudas, aunque eso me costara despojarme de la armadura que me había mantenido con vida.
—Nací en una familia de maestros, todos se dedicaron a la enseñanza. Mi madre era una profesora maravillosa según sus alumnos, cariñosa y paciente. Incluso los niños conflictivos terminaban enamorándose de ella —comencé con una sonrisa melancólica—. Yo cursé la primaria y secundaria en el mismo colegio donde ejercía, así que pasábamos mucho tiempo juntas. ¿Lo imaginas? Amaba las mañanas donde corríamos porque se nos había hecho tarde y los regreso en las que improvisábamos nuestro propio concierto en el automóvil —le conté riéndome de nuestras locuras, deseando en silencio repetirlo—. Entonces cumplí quince años e ingresé a una preparatoria cercana, donde nuestra rutina siguió manteniendo cierto ritmo. Mis mañanas las pasaba entre libros, chismes de pasillo y juegos sin sentido, y las tardes estaban llenas de sus risas y abrazos. Era tan feliz —acepté, culpándome por no valorarlo. Ojalá hubiera tenido el poder de capturar cada segundo—. Creí que siempre se mantendría así, pero... Una tarde, me quedé después de clases para montar una obra que expondríamos en el taller de redacción y oratoria. Ella volvió a casa sola prometiendo pasaría por mí... —Pasé saliva tensa, empujando el nudo que cortaba como lija mi garganta—. Pero no regresó.
Jamás lo haría. Nunca volvería a ver su sonrisa por el cristal, agitando su mano para desearme un buen día, ni escucharía su voz mientras recorríamos las calles atascadas de tráfico.
—Esperé por horas, llena de miedo, de incertidumbre, hasta que papá apareció... Supe enseguida que algo malo había pasado, porque ella jamás desaparecía de esa forma, pero no imaginé qué tan terrible hasta que me lo contó. De camino a casa un automóvil impactó el nuestro, destrozó por completo el lado del conductor donde viajaba mamá. Ella... Tuvieron que ingresarla a terapia intensiva, después la indujeron al coma —intenté explicarle con una torpeza que nadie creería había escuchado el diagnóstico ciento de veces. Era solo que mucha de las cosas que pasaron durante ese tiempo seguían bloqueadas en mi cabeza.
Lo que mantenía vivo era el eco de mis pasos al correr por ese interminable pasillo, mi súplica desesperada para que me permitieran verla, la forma en que papá intentó contenerme. Era un tornado que deseaba destruir todo a su paso, como yo me sentía por dentro.
—El doctor nos explicó que tenían que valorar el daño, que debíamos tener paciencia —repetí sus palabras con un vacío en el corazón—. Pero ella no mostró ninguna mejoría con los días. El derrame había afectado una zona que no podían operar. No podía reconocerla cuando la vi, Andy, ahí, dormida, llena de tubos, conectada a aparatos, pálida y callada. No se parecía a mi mamá —acepté sintiendo el mismo paralizante dolor que me golpeó cuando pude verla por primera vez tras el accidente—, pero lo era. Debajo de esos moretones estaba la mujer que más amaba en el mundo. Y yo no pensaba abandonarla, como ella jamás lo hizo.
»Así que me olvidé de mis sueños, dejé la preparatoria, y me entregué a cuidarla. Mi vida se concentró en aquel viejo hospital, en el que pasaba todas las mañanas y tardes hasta que me echaban para volver al día siguiente. Me hice amiga del personal, de muchos enfermos. Estaba convencida que mamá despertaría, lo sentía, era una corazonada, por eso no me aparté de ella. Hablaba con ella durante horas, ponía su música favorita, le cantaba... Juro que a veces creía que cuando le contaba algo emocionante me sonreía —le conté una de mis boberías que me consolaron. Algunos de los enfermeros, con las que me había encariñado, también apoyaban que por momento su semblante se veía más luminoso, pero los médicos no opinaban lo mismo —, murmuré con cierto resentimiento.
»Para ellos estaba luchando en vano, amparándome a un futuro que no llegaría. Después el doctor habló con nosotros y fue bastante claro: después de tanto tiempo las posibilidades de que mamá eran casi nulas, mamá no podía despertar por el mismo daño. Teníamos que tomar una decisión sobre su futuro. Y yo la tenía clara, no la desconectaría. Había leído casos que en contra de todo pronóstico despertaban —sostuve determinada—. Es decir, si existe una pequeña esperanza, ¿no deberías aferrarte a ella con todas tus fuerzas? —expuse lo que para mí era lógico. Andy no respondió, prefirió reflexionarlo—. Si se necesitaba un milagro, esperaría uno, no me importaba cuanto tardase. Sí tenía que estar ahí uno, dos, diez, veinte años, lo haría, como sé que lo habría hecho ella —acepté, conociéndola—. Y hay veces en que pienso que ojalá me hubiera pasado a mí... —me sinceré, flaqueando—. Mas qué evitaría con eso, ella hubiera sufrido mucho porque no hay peor impotencia que ver el dolor de los que amas y no poder hacer nada para evitarlo. Yo estaba convencida que no me cansaría, que mi amor por ella era tan grande que podría aguardar paciente todo el tiempo que necesitara... —Guardé silencio, no eran más que deseos que jamás se volverían realidad—, pero mi papá tenía otra idea —susurré sin disimular el rencor.
»Una mañana simplemente llegué, como todas las otras, cargada de libros e ilusiones y encontré una cama vacía. Mamá se había ido —recité. Negué afilando la mirada hacia el cielo. Esa imagen la llevo grabada en el corazón, fue el dolor más grande caer en cuenta ya no había vuelta atrás. Ya no tenía a qué aferrarme, ni siquiera a la esperanza. Nunca pude recuperarme—. Me la habían arrebatado. Ni siquiera pude despedirme de ella... —expuse con voz entrecortada—. Sabía que pasaría, pero no estaba preparada. Papá no tuvo ni el valor de decírmelo a la cara, era mi derecho saberlo. Él adelantó que me negaría, por eso preparó todo para cuando yo no estuviera. Jamás pude perdonarle esa decisión, que no tuviera el valor de hablarlo, que dejara que la vida me golpeara. No me dio la oportunidad de decirle adiós, ni de aceptar o procesarlo. Fue un egoísta que solo pensó en sí mismo —escupí furiosa, llorando del coraje, apretando los puños con un cosquilleo en la punta de los dedos—. Lo odio porque se rindió, y con eso nos obligó a todos a hacerlo, porque yo sí estaba dispuesta a entregar mi vida a cambio —sollocé deseando la fórmula para regresar el tiempo, para drenar el dolor que amenazaba con matarme—, porque yo sí entendía que cuando amas a alguien nunca la abandonas.
Papá no la amaba tanto como juraba, sino jamás hubiera firmado esos papeles.
»Siempre he sentido que a mamá la mataron dos veces. La primera fue el estúpido que conducía a máxima velocidad, y odiarlo era tan sencillo, no lo conocía, ni me importaba, podía darle la cara que fuera, podía maldecir sus errores sin sentir pena —admití—, pero cuando lo hizo papá... Todo mi mundo se desmoronó. ¿Cómo podía verlo a los ojos si cada que lo hacía me era imposible no preguntarme si mi historia sería diferente si él no hubiera intervenido? Quién me aseguraba que mamá no abriría los ojos cualquier otro día, que ella sería una excepción. Él me robó la oportunidad de descubrirlo —lancé con el corazón roto, decepcionada y frustrada. Mi vista se entorpeció por las lágrimas que se deslizaron sin pedir permiso, furiosa con la vida me limpié la cara. Respiré hondo, obligándome a calmarme.
»Y sé que en el fondo soy irracional, que mis sentimientos lo son —reconocí siendo sincera, detestándome mi propia naturaleza, reprochando que mi ceguera no me eximiera de mis propios juicios—. A veces me digo que papá no quería herirme, ni a ella, que estaba asustado, que hizo lo que creyó era lo mejor —intenté convencerme, apenas entendiendo mi balbuceo dominado por los sollozos—, mas no puedo hacerlo —protesté estrujando mi rostro hinchado entre mis manos, desesperado por arrancar mis propios dilemas—, por más que lo intento nunca soy capaz de hablar con él, de escucharlo, porque el pasado vuelve a recordarme lo que pasó y vuelvo a ser presa del hubiera —acepté con cierta culpa—. Y cuando veo el dolor en su mirada soy consciente de que lo lastimo con mi rechazo, que soy injusta, cruel, que debí apoyarme en él —escupí llevando una mano a mi cabeza—, sin embargo, no puedo, yo no sigo el camino correcto, sino lo que siento. Para mí algo entre los dos se rompió el día que mamá se marchó y no creo ser capaz de repararlo... Aunque esto me convierta en un monstrous no puedo evitar odiarlo —reconocí asqueada de mí misma. Odiarlo tanto como alguna vez quise a mamá.
Dejé de contenerme, lloré como si la vida se me fuera en eso, como cuando visité ese sitio por primera vez y comprendí que el cuerpo encerrado en ese ataúd era el mismo que el de la mujer que fue mi amiga y confidente. Igual como sentí que me habían arrancado el alma cuando me enteré jamás volvería a ver sus ojos, ni su sonrisa, cuando ese ángel dormido al que me aferré solo dejó la sombra de su figura en esas sabanas de hospital y en su lugar solo encontré un martirizante silencio donde antes revoloteaba su tenue respiración, cuando entendí el dolor del nunca. Yo, que no creía en los imposibles, tuve que enfrentarme al único que no pude detener, la muerte. No sé cuánto tiempo lloré porque hace mucho no lo hacía. En casa no podía hablar del tema porque sabía que lastimaba a Leticia, después de todo era su hermano y lo quería, e intentaba no causar más dolor, pero todos esos meses fingiendo no pasaba nada habían llenado el vaso que estalló entre mis manos.
Me resistí a contemplar a Andy, arrepintiéndome por mostrar esa parte destructiva que detestaba de mí misma, temiendo juzgara mis errores, que mis fallas lo apartaran de mí, pero tuve que hacerlo porque no podía pasar toda la vida escondida. Si Andy se apartaba o no, lo haría incluso me vendara los ojos. Insegura relamí mis labios, que mantenían un sabor amargo por las lágrimas, antes de armarme de valor para enfrentarme a lo que hallaría en su rostro.
Si me preguntan qué esperaba encontrar, siendo honesta no lo sabía, pero estaba segura que la calidez que me recibió su mirada no formaba parte de mis posibilidades. Porque parece sencillo que la gente te quiera cuando te muestras con una sonrisa, pero quién asegura seguirán haciéndolo cuando descubran tus heridas sin sanar, los defectos que aborreces y los recuerdos que siguen atándote al ayer. Sin embargo, la dulzura con la que estudió mi rostro, que debía estar lleno de manchas rojas y llanto, apagó mis miedos, no tuvo que decir nada, lo entendí, él me quería incluso con todo eso que yo odiaba de mí misma. Esa simple mirada le bastó para desarmarme, me vi tentada a ponerme a llorar de nuevo, mas hice un esfuerzo por dibujar una débil sonrisa cuando se acercó despacio y sus pulgares limpiaron mis mejillas.
—No eres un monstruo, Dulce —susurró cariñoso. Hipé como una niña ante su tierna caricia—. Imagino lo duro que debió ser para ti perder a tu mamá. A veces el dolor nos hace actuar de un modo que no entendemos.
—¿Por qué las personas que amamos tienen que irse? —cuestioné sin comprometer la dualidad de la vida.
Andy intentó encontrar una respuesta, pero igual que cualquier otro ser humano no pudo dar con ella.
—Supongo que es parte de la vida, tampoco podrán reclamárnoslo cuando nos suceda —me recordó. Suspiré, dándole la razón, ninguno estábamos exentos.
—¿Te refieres a papá? Sí, sé que hago mal —acepté—, él no tuvo la culpa, pero es algo mucho más...
—No, te entiendo —me tranquilizó, sin juzgarme, sonando sincero. Llevó la mirada al cielo—, yo también durante un tiempo odié a alguien en contra de mi lógica —confesó.
Fruncí las cejas, confundida. No podía imaginar a Andy aborreciendo a alguien. Tenía que haber una poderosa razón.
—Para que tú la odiaras debió ser un monstruo —deduje.
Andy escondió sus manos en los bolsillos.
—No —respondió al fin, sonriendo—, pero sí para mí.
No había resentimiento en su voz, para ser honesta, Andy lucía en paz, pero no contento. Era de la calma que llega después de superar una época oscura.
—Mi papá murió cuando yo tenía siete años, no sé si pueda decir lo extraño porque apenas lo recuerdo —admitió sincero, abriendo su corazón—. Lo que sí me acuerdo es que mi madre sufrió mucho su partida, fueron meses donde no hacía más que llorar. Tras superar el duelo decidió seguir adelante, recuperó el ritmo de su vida y dos años después se casó con un hombre que conoció en su trabajo y lo llevó a vivir a casa —me contó.
—¿Él te agradaba? —me atreví a curiosear.
Andy pintó una mueca, incómodo.
—Bueno, supongo que para ningún niño al principio es sencillo entender que el hombre que se sienta a la mesa no es su papá —dijo riéndose un poco de sí mismo—, así como tampoco fue sencillo para él criar a un hijo que no era suyo. Es decir, Germán era bueno con mamá y creo que sí la quería —expuso ladeando la cabeza, dudando—, pero yo era demasiado... Mejor dicho, un problema para él —se corrigió.
—¿Un problema? —repetí alzando una ceja.
—Dígamos que había mucho que arreglar en mí, según él "había que reeducarme" —imitó sus palabras. Contraje el rostro ante esa locura. Él se rio de mi expresión, pero aunque lo disimuló en esa sonrisa percibí cierta tristeza—. Y la manera que lo hacía no era precisamente con un por favor. Su paciencia era escasa, su carácter explosivo y criado en una familia violenta, para él era la forma más efectiva de disciplinar a un niño. Odiaba el ruido, odiaba los errores, la atención, tanto como yo lo odiaba a él —me confesó cansado—. Disfrutaba las horas donde se marchaba a trabajar porque cuando llegaba comenzaba mi infierno.
»Me convertí en un mueble más en mi propia casa e intenté por todos los medios que apenas notara existía, sin embargo, aunque ahora soy un maestro para pasar desapercibido, en ese entonces mi mente de ocho años no lo entendía. Para mí era normal ensuciar mi ropa, reírme en voz alta, tropezarme, cosas que lo sacaban de quicio, por lo que como él dijo: la única manera de asegurarse no volviera a repetirlo era que no pudiera olvidar el castigo. Sintiéndome preso en mi propia casa, empecé a bajar las calificaciones y eso me colocó en un círculo vicioso porque German ya no se dedicaba a castigarme, sino a darme palizas por "mi rebeldía" y estaba tan presionado por no hacerlo enojar que por más que me esforzaba por concentrarme mi cerebro se bloqueaba apenas llegaba a casa —prosiguió. Noté como enredó sus dedos, nervioso—. Me convertí en un inútil que temblaba apenas escuchaba su automóvil en la cochera. Le tenía tanto miedo que comencé a tartamudear cada que lo tenía frente a mí y después también fuera de ahí —escupió con una molestia callada—. Entonces mis líos dejaron de estar solo en casa, el infierno me siguió a todas partes, para todos era divertido burlarse del niño que no era capaz ni de hilar una oración. Comenzaron a molestarme en la escuela, me convertí en la presa, y ya ni siquiera allá podía estar seguro. Había días en los que no sabía si me paralizaba más ir al colegio donde me harían la vida imposible o llegar a casa donde German estaría esperándome, cada vez más enojado porque mi problema de habla solo era prueba de mis ganas de querer llamar la atención y mi falta de carácter.
—¿Tu mamá no te defendía? —pregunté perdiéndome, sin poder asimilar cómo permitieron llegar a ese punto.
Andy respiró hondo, y es ahí donde descubrí que eso era lo que más le dolía.
—Germán estaba educándome, según ella tenía que estar agradecido porque él se preocupaba por mí, estaba intentando hacerme un "buen hombre" —se burló con una risa amarga—, si se enojaba tanto es porque en verdad quería que en el futuro no me metiera en líos. Incluso tuve que llamarle papá, agradecerle, después de todo, German estaba haciéndome un favor, cuántos hombre asumirían la responsabilidad de criar a un hijo que no llevaba su sangre —ironizó—. Para mamá eso éramos, una familia... A veces, me gusta creer que sí le dolía —susurró perdido—, que solo pensaba que era lo correcto.
—Lo correcto era partirle la cabeza a ese idiota la primera vez que te puso una mano encima —cuchicheé—. ¿Cuánto tiempo soportaste eso? —dudé, temerosa. Porque imaginar un pequeño niño víctima de ese salvaje me rompía el corazón.
—Cuatro años. Al cumplir los doce años, entré a la secundaria donde el acoso se volvió insostenible y una mañana terminé en la dirección porque un grupo de chicos echó todas mis cosas al baño. Y cuando me llamaron percibieron la primera señal de que algo andaba mal en mí, es decir, estaba temblando de solo imaginar que al llegar tendría que decirle a German que tenía que volver a comprarlas. Sabía que se enfadaría mucho, que me daría una paliza, que no podría ir al día siguiente... Todo mundo había justificado mi cambio a la muerte de pamá, pero habían pasado muchos años y cada día estaba más retraído, más distante. Mandaron traer a mamá, le hicieron preguntas, le recomendaron buscar ayuda porque mi ansiedad estaba escalando a niveles que les preocupaba.
—Déjame adivinar, nadie hizo nada —pronostiqué disimulando mal la impotencia.
—Se molestó con la directora, lo tomó como un ataque personal, discutieron, se hizo un problema que pagué al llegar a casa. Cuando tocamos el fondo supe que ya no habría solución para mí, pero entonces una tarde después choqué con una antigua profesora, que se sorprendió mucho al verme tan cambiado y se lo contó a mi abuela, con la que sostenía una amistad. Llevaba años sin ver porque mi madre se había distanciado de ella porque no aceptaba a su marido. Esa misma noche fue a buscarme, jamás olvidaré cómo lloró cuando me vio, tan diferente al niño que recordaba, después de un proceso logró quitarles la custodia y me llevó a vivir con ella.
—Por eso decías que no volverías al pasado...—deduje en un murmullo, analizándolo.
—Las cosas no fueron fáciles en un inicio —reconociendo asintiendo—, pero para mí ella fue mi salvación —concluyó con una melancólica sonrisa que me enterneció—. Volví a sentir estaba seguro, y aunque todo lo que me pasó me marcó hondo, está bien claro, jamás me echó en cara mis problemas que revolucionaron su vida. Me tuvo mucha paciencia, intentaba cuidarme todo el tiempo y me hizo recuperar poco a poco la fe en las personas. Tuve mucha suerte.
—No fue suerte —le corregí buscando su mirada—. Solo obtuviste lo que merecías desde un inicio. Ninguna persona debería tener miedo en su propio hogar —recordé, tomando su mano, dándole mi apoyo—. Nadie tiene derecho a lastimarte.
Andy contempló mi rostro con un sentimiento especial que tuve la impresión nos conectó, terminó asintiendo para sí mismo.
—Ahora lo sé. Entendí que las personas que te aman no tienen permiso de dañarte. También decidí lo que nunca haría —decreté—, nunca le arrebataría la paz a los que quiero. Y si un día tengo una familia voy a esforzarme por ser un buen papá, no permitiré pasen por lo que a mí me sucedió.
Sonreí, estaba convencida que así sería.
—¿La extrañas? —lancé, sin contenerme, superada por la curiosidad. Andy me miró confundido—. A tu mamá —expliqué.
El silencio penetró en mis oídos mientras que Andy lo pensaba como si no se lo hubiera preguntado antes. Mis ojos recorrieron el grisáceo paisaje, dándole el tiempo que necesitara para hablar consigo mismo, no importaba si me daba una respuesta o no, esto no era por mí, sino por él.
—No lo sé —soltó al fin, rehuyendo de mi mirada avergonzado—. No me orgullece, pero por mucho tiempo le tuve mucho coraje porque no me defendió, por todas las veces se quedó callada, como echaba la mirada a un lado viendo cómo me lastimaban, pero al final, con el tiempo y distancia, la perdoné —concluyó con una tranquilidad que despertó mi admiración. La serenidad en su voz mostró era sincero—. Dejé que el pasado tuviera poder sobre mí. Sí, me dolió que no me buscara, que no se preocupara por saber de mí, pero eso aprendí que no puedes obligar a otros a quererte —expuso sereno—, y dejé de exigirle cosas que no quiso darme.
—¿La has vuelto a ver?
—No. Creo que sigue con él, tuvieron dos hijos, según me dijo una conocida de ella, pero no estoy seguro. A veces pienso cómo serán ellos, si sabrán de mí —me compartió pasando sus dedos por su cabello que el viento revolvió—. De todos modos, salir de ahí fue lo mejor que pudo pasar. Me fue más sencillo perdonar, concentrarme más en lo que tengo ahora que en lo que me faltó.
Una manera muy inteligente de ver la vida que me hizo sonreír orgullosa.
—Tu abuela te adora —terminé dándole la razón. Eso era lo importante. Andy sonrió ante su recuerdo con una dulzura que respondió por sí misma.
—Yo a ella —afirmó sin que nadie pudiera dudarlo—. Le debo mucho. No me gusta decir que remplazó el lugar de "mamá" porque confieso que el concepto me sigue causando conflicto —admitió con una mueca—, pero sí que hizo todo lo que estuvo en sus manos para que fuera feliz, para ayudarme a sanar. Y lo que más admiro es que se tomara una responsabilidad que no era suya. Ella no tenía ningún compromiso conmigo y lo aceptó con todo lo que eso conllevara —argumentó maravillado por lo que él consideraba un sacrificio.
Dibujé una sonrisa ante su sincero agradecimiento, negué alborotando unos mechones que ni siquiera me preocupé por acomodar.
—Porque te quiere, Andy —le expliqué—. Y es tan fácil hacerlo —acepté. A mí me había pasado desde el primer día que hablé con él, unas palabras bastaron para que sintiera nos conocíamos de toda la vida.
Andy soltó una risa, no burlona, sino cálida, de esas que me llevaban sin darme cuenta a sonreír como una tonta.
—Te aseguro que no es tan sencillo —bromeó—. Tal vez para alguien como tú, una buena persona, lo sea, pero es muy complicado que el resto de la gente te acepte cuando es difícil disimular que algo está mal en ti.
—Algo mal en ti... —repetí en voz baja. Torcí mis labios al entender a lo que se refería. Fue testigo de todas las veces que se paralizó antes de enfrentarse a la gente, muchas veces era más grande el temor que la realidad, pero otras sí que presencié la crueldad de algunos—. ¿Quieres qué te diga lo que veo cuando te miro? —pregunté de pronto, sacándolo de base. Disimulé una sonrisa al verlo fruncir las cejas ante la inesperado cuestión—. El chico más tierno, amable y dulce del mundo. Con unos ojos que te invitan a ver el mundo desde un lugar menos oscuro y una sonrisa que tiene la capacidad de siempre lograr que la imiten —lo describí.
—El problema viene cuando abro la boca —alegó.
—¿En serio? Pues a mí eso me parece la mejor parte. Sí, una linda sonrisa y una cara de chico bueno son un buen punto —reconocí—, pero se superan, por ejemplo, cuando cierro los ojos y escucho tus palabras que no puedo olvidar —me sinceré—. Andy, se quedan grabadas como una bonita canción. Porque siempre son, incluso cuando no lo sabía, lo que necesito oír. No importa que tan mal vayan las cosas, eres capaz de hacerme ver que los problemas no son tan grandes, me ayudas a sentirme más fuerte para enfrentarlos. Tú me conoces, soy un tornado lleno de líos y dilemas que nunca puede quedarse quieta, pero cuando hablo contigo calmas mi caos. Logro encontrarme conmigo misma y amar detalles que antes pasaba por alto. Eso es especial, Andy —remarqué una de sus virtudes—. Digamos que si las palabras tuvieran el poder de sanar, tú tendrías ese don.
Andy me escuchó atento, pareció reflexionarlo antes de clavar sus ojos marrones en mi rostro con interés. Supuse que la intensidad de su mirada se debió a que estaba buscando encontrar rastros de mentira. No la hallaría, creo que al final llegó a la misma conclusión porque su mirada adquirió un brillo peculiar. Brillo que pronto despareció, porque de la nada agitó su cabeza, y se echó a reír, despertándonos. Tal vez las mías tenían el don de la comedia.
—¿Dije algo gracioso? —pregunté con una risita confundida sin comprender su reacción.
—No, no —aclaró sin querer herirme, pero seguía sonriendo. Estrujó su rostro entre sus manos como si estuviera obligándose a regresar al mundo—. Nada, es solo que a veces soy un idiota, un idiota muy soñador —se burló de sí mismo. Quise protestar, mas se adelantó—. ¿Cómo lo haces? —cuestionó enredándome aún más. Alcé una ceja, Andy sonrió al darse cuenta que estaba más revuelta que baraja de lotería—. Es decir, desde que te conocí me siento diferente, he hecho un montón de cosas que jamás me pasó por la cabeza haría, me siento más libre, me haces olvidar lo que siempre me dio miedo porque cuando estoy contigo siento que puedo ser yo mismo, que a ti no te importa si hay algo malo en mí.
—No hay nada malo en ti —repetí para que no se hiciera daño—. Y supongo que es un don, el tuyo es disolver el caos, el mío provocarlo —deduje señalándonos—. ¿Sabes lo que significa? —le pregunté sin esperar respuesta—. Hacemos un buen equipo.
Andy sonrió tras reflexionarlo, tardó un segundo antes de darme la razón.
—¿Y qué se supone que se hace después? —planteó con cierta inocencia—. Le abre tu corazón a alguien, le cuentas algo que nadie más conoces y...
Tampoco era experta en el tema, así que tuve que improvisar. Éramos un par de primerizos que aprenderíamos en el camino.
—Creo que hay dos opciones —resolví fingiendo una sabiduría de la que carecía, jugando con mis pies—. Podemos fingir que nada sucedió, dejarlo pasar e imaginar que fue un sueño perdido en el espacio —expuse una opción. Perfecto para los que les incomodan lo sentimentalismo y sentirse vulnerable—. Pero yo no tomaré ese camino, porque no me arrepiento de habértelo contado —lancé con simpleza, sonriéndole. Estaba bien dejar ver nuestras heridas, hablar de ellas, mostrarnos humanos y darnos cierto consuelo. El dolor es parte de la vida—. Había pasado tanto tiempo cargando con eso sola y necesitaba liberarme, tú me ayudaste. Nunca podré pagarte me escucharas sin juicio, creo que me siento más ligera.
—Me hubiera gustado ayudarte de alguna manera...
—Lo hiciste —remarqué porque valoraba su silencio, cada palabra o mirada—, no necesitaba una solución, ni siquiera un discurso de consuelo, porque quizás en el fondo sé cuál es, solo sentirme que podía hablar de algo que me dolía y que todo iría bien, que las cosas no se tornarían más oscuras. Deseaba sentir que pese a mis defectos o heridas van a aceptarme.
—Yo te querría, Dulce, pase lo que pase —aseguró con una ternura que casi sonó a una promesa. Por primera vez lo creí.
—Yo también te quiero, Andy, con todo lo que eso implique.
Con su plan de engordarme con sus postres, su capacidad de robar la atención cuando se atrevía a bailar conmigo o la dulzura que ponía a varios poetas en aprietos. Simplemente por ser él. Así como sé él lo hacía conmigo.
Tras unos días complicados aquí está una nuevo capítulo. Gracias por leerlo ❤️💖 Espero les gustara.
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