XXVII

Empecé a interesarme por los químicos. Le dije a mi padrastro que quería estudiar toxicología como él y me creyó. Tal vez solo deseaba aferrarse a alguien nuevo ahora que su hija parecía eternamente dormida con los ojos abiertos.

Me abrió las puertas de su oficina. A veces me miraba de una forma extraña. Quizá se debía a que, después de tantos meses en duelo, me veía en paz conmigo mismo, con un propósito.

Aprendí que existen sustancias que se mezclan con la sangre y se confunden con venenos naturales. Imposibles de reconocer o pasados por alto incluso en una autopsia.

Como sucedió con mi madre.

Mientras tanto, Índigo pasó semanas atrapada en la inercia. Comía ante la mesa, sentada en su silla de ruedas. Rápido aprendió a hacer sus necesidades sin ayuda de enfermeras. A veces sus hombros temblaban de frío, pero no decía una palabra.

Una tarde, su padre regresó a su trabajo. Era inevitable, las cuentas no iban a pagarse solas.

Dejó a Índigo en mis manos.

Le propuse ir a la playa, a contemplar los cisnes en el mar. Supongo que a ambos nos venía bien un poco de sol.

Mientras empujaba su silla por la arena, le pregunté:

—¿Crees que las cosas hubieran sido diferentes si nuestros caminos nunca se hubieran cruzado?

No obtuve respuesta.

—Te prometo —murmuré en su oído— que destruiré al monstruo para que seas libre y puedas volver a volar. Sin importar el precio.

Tampoco hubo reacción.

La levanté de la silla y dejé su cuerpo frágil sobre el suelo. Nos quedamos sentados con las piernas extendidas, en su caso enyesadas, y las palmas apoyadas contra la arena. Exactamente como estamos ahora, detective.

—Tu padre estaba equivocado —agregué—. Has sido muy valiente y fuerte. Una sobreviviente de tantos años de acoso y tortura. No te culpo por intentar darle un fin a tu sufrimiento en esa fiesta.

Al día de hoy sigo dudando, pero mi instinto me dice que tengo razón. El único cargo del cual el monstruo era inocente fue ese accidente. Él no destruiría tan brutalmente a su juguete favorito.

Índigo intentó escapar de la única manera que veía posible: la muerte. Y falló.

—Es muy tarde para retroceder —susurré con una sonrisa relajada—. Fue muy divertido jugar contigo. Le diste un propósito a mi vida.

Mientras subía la marea, tomé su mano y encontré sus ojos. Muy abiertos, enfocados en los míos.

Entonces la aguja en mis manos se clavó en su cuello. Vi la luz apagarse mientras inyectaba el veneno.

Durante un lapso de consciencia, tomó mi muñeca e intentó resistirse. Fue un forcejeo leve. Su cuerpo estaba demasiado débil, y yo no podía detenerme.

Ella ya no era mi Índigo. La bailarina de sonrisa resplandeciente, la niña que buscaba proteger sin importar el costo.

Sus labios se abrieron y, con su último aliento, una sola palabra escapó de ellos.

Un nombre.

Alguien que ya no tenía nada que perder, quien enterró su propia cordura junto a su madre y ahora solo deseaba destruirlo todo.

Mi nombre. La identidad de un monstruo que acababa de despertar.

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