XXIV
El ambiente se volvió sofocante. Mi padrastro aportaba lo económico, yo realizaba las compras e Índigo se encargaba de la cocina, pero cada uno almorzaba por su cuenta.
El silencio reinaba en esa casa. Apenas interrumpido por los ensayos de una bailarina o por el llanto de un violín al atardecer.
Pospuse mi ingreso a la universidad. Terminé mis estudios y conseguí un trabajo de medio tiempo. No tanto por el dinero sino porque necesitaba una excusa para no quedarme entre esas cuatro paredes.
Índigo era la más sensible de los tres. En un primer momento, no levantaba la cabeza, procuraba hacer el menor ruido posible, su sonrisa era visiblemente forzada. Se estremecía si alguien decía su nombre y en varias ocasiones la descubrí de pie mirando por la ventana de su habitación, perdida en sus pensamientos.
Sin embargo, hasta los animalitos más dóciles tienen uñas. Ella se estaba hartando de ser un ave enjaulada. Lo notaba en la forma de lanzar su mochila al sillón cuando creía que nadie la veía, en las puertas que cerraba con brusquedad y sus respuestas cortantes. Hablaba mucho por teléfono, atascaba su puerta con un mueble.
¿Sabes lo que obtienes si mezclas a una adolescente con un hogar disfuncional?
Exacto... rebeldía. Y cuando bailas al borde de un abismo de monstruos, un paso en falso puede costarte muy caro.
La primera campanada de alarma llegó acompañada de cinco palabras. Por primera vez en semanas, estábamos sentados en la mesa. Uno en cada extremo, su padre en la cabecera.
El entrechocar de cubiertos era la única conversación. Por momentos alguien sacaba su celular y fingía haber recibido un mensaje importante.
Así estábamos cuando su voz rompió el silencio con una inocente pregunta:
—¿Puedo ir a una fiesta?
Levanté la cabeza, mis pupilas fueron a su padre. Este no mostró indicio de sorpresa. Ni siquiera la miró.
—No —respondió de forma terminante.
—Solo voy a bailar un poco en la casa de una compañera. ¡Él sale todo el tiempo! —me señaló.
—Él no es... —comenzó.
—... su hijo —terminé con serenidad.
Silencio incómodo. ¿Qué lugar ocupaba yo ahora en esta familia? Un huérfano mayor de edad al que este hombre indiferente mantenía por respeto a su difunta esposa. Un niño que vio crecer desde la distancia.
Éramos dos desconocidos que jamás se habían confiado un secreto o pedido un consejo.
Yo era alguien que, en cuanto tuviera oportunidad, partiría en un viaje del que nunca volvería.
Índigo aplastó las palmas contra la mesa. Esta vez, no iba a permitir que la conversación se desviara por mi culpa.
—Papá, por favor... —insistió.
—Dije que no.
—¡Tengo dieciocho años! ¡¿Cuándo vas a dejarme tomar mis propias decisiones?!
—El mundo exterior está lleno de monstruos, Índigo —la sermoneó—, y eres demasiado vulnerable.
—¡Los monstruos no están solamente en el exterior, papá! —disparó antes de levantarse de la mesa y subir las escaleras.
Desde la cocina escuchamos el portazo de su dormitorio.
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