Cuando cumplí dieciocho años, llegó el momento de elegir universidad.
Mi madre esperaba verme en una carrera de artes musicales, pero yo sabía que el violín era mi compañero de viaje, mas no mi destino.
Un sábado a la mañana, fui a una Expouniversidad para conocer mis opciones. Me acompañaron amigos del colegio. A la salida iríamos a comer algo y, si se hacía muy tarde, mi madre vendría a buscarme en su auto.
Algo fascinante de estas ferias de universidades es la sensación de estar caminando sobre una cuerda floja. A ciegas. Sabiendo que debes darte prisa en elegir hacia donde encaminar tus pasos.
¿Ciencia o arte? ¿Tecnología o humanidades? La convicción de cada promotor y la emoción ingenua de los futuros estudiantes era un espectáculo.
¿Qué me apasionaba al punto de la obsesión? No lo sabía... quizá este rompecabezas conocido como la mente humana. La psicología de la víctima, el verdugo y el testigo.
Deseaba inscribirme en una universidad que tuviera la respuesta a esta curiosa pregunta: ¿Cómo un monstruo es capaz de atormentar a una niña inocente durante toda su vida, sin ser descubierto?
Ya sabes la respuesta, ¿verdad?
Anocheció pronto. Mis amigos regresaron en transporte público. Deseaba hacer lo mismo pero el más cercano me dejaba a media hora de mi casa y mi madre no quería verme caminando de noche solo.
Así que le mandé un mensaje y esperé sentado sobre un banco de un espacio verde, en pleno centro.
Cuando vi una llamada entrante, estaba listo para bromear sobre haberme abandonado pero no me dejó hablar.
Estaba completamente alterada. Bocinas de vehículos y voces distantes la acompañaban.
—¡Debemos irnos de esta casa! —gritaba al teléfono—. ¡Estuvo ante mis ojos! ¡¿Cómo no lo vi antes?! ¡Es... es una aberración! ¡Nadie está a salvo! ¡Nunca habría podido proteger a Índigo! ¡No puedes salvarla!
Eso fue lo único que conseguí captar. Luego empezó a chillar algo sobre sus propios ojos.
Pensé que era una metáfora sobre haber estado ciegos todo este tiempo... No era así. Algo estaba afectando su visión. Literalmente.
Le grité que dejara de conducir, mas ella insistía en que debía alejarse de esa casa.
Quedé helado cuando lo escuché... Un silbido de llantas sobre el asfalto. Su jadeo. El crujido del metal antes de reventar y de un cuerpo al atravesar el cristal del parabrisas.
El tiempo se detuvo como si fuese un sueño. Dejé de escuchar el teléfono. Mi corazón pausó sus latidos.
Y mi mundo se derrumbó
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