XXI
Mi madre empezó a involucrarse más en la vida de su hijastra. Supongo que, en parte, deseaba disminuir la culpa por sabotear sus sueños.
Pasaban mucho tiempo juntas. La llevaba a los ensayos, la acompañaba a comprar ropa, le daba consejos de corazón y... ya sabes, compartían momentos madre e hija.
Índigo, quien nunca había experimentado lo que era una verdadera madre, resplandecía. Conoció otra manera de volar.
Durante el año siguiente, todo rastro de herida desapareció. No había más sombras en las ventanas. No más pasos de madrugada en la habitación de arriba.
Esa mujer había logrado lo que tanto intenté: poner a dormir al monstruo. O, al menos, obligarlo a retroceder.
¿Cuánto tiempo crees que dura el descanso de una bestia?
El monstruo despreciaba verla feliz si la causa era alguien más. Quizá sentía celos enfermizos, un depredador que se negaba a compartir su presa. Quería mantenerla en una jaula mental y física.
Una mañana, bajé de mi habitación a la cocina y las escuché en el jardín delantero. Habían instalado una mesa con dos sillas. Compartían una tarde de té y una conversación cálida.
Índigo reía sin pena. Era bonito ver su sonrisa. Lucía como cualquier adolescente con la cabeza llena de sueños y proyectos... hasta que nuestros ojos se encontraron a través de la ventana.
Ahí estaba otra vez, esa mirada difícil de descifrar. Yo había perdido su confianza, pero continuaba siendo el único al que podía contarle sus secretos. Qué contradicción, ¿no?
Conmigo ya no se sentía libre porque le recordaba que en cualquier momento su carcelero vendría a sacudir su celda.
—A veces me siento culpable de ser feliz, como si no mereciera estar viva cuando otros han muerto por mí —confesó por lo bajo.
—¿Por qué dices eso, cariño? —preguntó mamá.
—Si yo nunca hubiera nacido, mi madre estaría viva.
—No fue tu culpa. —Su madrastra suavizó su voz para consolarla—. Ella estaba enferma...
—Sé que es mentira —la interrumpió con calma—. Murió durante el parto.
Ambas guardaron silencio. En ese momento sonó el teléfono en la casa. Me apresuré a apartarme de la ventana y fingir que recién había llegado. Mi madre me saludó sorprendida y se encaminó hacia el sonido.
Decidí salir a la galería. No dije una palabra, pero mis pupilas se habían acostumbrado a buscar movimientos entre los árboles, huellas en la arena.
—Mi madre tuvo un accidente cuando estaba embarazada de mí —prosiguió Índigo—. Se cayó por las escaleras. Perdió mucha sangre y los médicos tuvieron que elegir a cuál de las dos salvaban.
—Eso es un mito —la contradije—. En esos casos los médicos luchan por salvar a ambas. ¡No eligen como una ruleta!
—Yo tenía una hermana. Mi padre nunca habla de ella, prefiere convencerse de que jamás existió. La perdimos en el mismo accidente.
—No lo sabía...
—El que sobrevive tiene la obligación de ser perfecto. Debe demostrarle al mundo por qué merece estar vivo.
—No es cierto —expresé—. No le debes nada al mundo, tienes derecho a cometer errores.
—No es a mí a quien tienes que convencer —fue su despedida antes de abandonar el jardín.
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