XX
A su regreso del hospital, bastó una mirada para saber que nada fue un accidente. Era una advertencia para ella por atreverse a darle una oportunidad al amor.
Traté de convencerme de que el incidente no había sido grave, no había motivos para alarmarse. Pero a los diecisiete años ya era consciente de que los monstruos son como las bolas de nieve. Se hacen cada día más grandes si nada los detiene.
Por eso, cuando le ofrecieron una beca en la capital, mis alarmas se dispararon.
Ella quería escapar. Ese viaje representaba su boleto a la libertad.
Primero intenté hacerla entrar en razón. Aproveché el final de nuestro ensayo en su habitación.
—Si estoy sola, no podrá amenazarme con dañar a otros —intentó explicarme.
—Si te aísla, acabará consumiéndote —insistí.
—Así lo prefiero —susurró—. Sabes mejor que nadie lo que sería capaz de hacer si aleja su atención de mí. No quiero que nadie más resulte herido.
Estaba completamente cerrada, así que recurrí a la única persona que podía cambiar nuestros destinos... mi madre.
La convencí de que hablara con el padre de Índigo. Todos sabíamos que mi hermanastra era demasiado inexperta e ingenua para la capital. Un ave rapaz podría capturarla y hacerle daño.
Mi madre supo que había algo que no le estaba diciendo. Yo ni siquiera podía sostenerle la mirada y ella me conocía de toda la vida.
Para mi sorpresa, trajo a colación un tema que fue enterrado hacía más de un año: el acoso a Índigo. La sangre abandonó mi rostro. Me preguntó qué tan seguro estaba de lo que dije esa vez en la mesa.
Deseé responder pero no pude. Simplemente... las palabras no salían.
Mis boca permaneció cerrada. Mis manos temblaban. Casi podía sentir el filo de un cuchillo fantasma contra mi garganta.
Qué irónico, ¿no crees?
Mi madre apretó los labios y me miró un momento. Luego sus brazos me envolvieron con fuerza suficiente para alejar a todos los fantasmas.
Me aseguró que todo estaría bien. Prometió derrotar a cualquier dragón que intentara dañar a su niño.
Por un segundo... estuve a punto de rogarle que nos fuéramos de esa casa. Que nos alejáramos de Índigo y su padre.
Si tan solo... nunca los hubiéramos conocido... ¡los malditos monstruos se habrían quedado bajo la cama en lugar de meterse en nuestras pesadillas!
Lo siento. No suelo levantar la voz...
Tranquila, no voy a colapsar. Solo permíteme respirar un instante.
Necesito... sacar esta historia de mi sistema.
Ese día mi madre habló con su esposo. Desconozco qué argumentos usó. Al parecer fue muy elocuente porque a la mañana siguiente Índigo irrumpió en mi habitación desesperada, su rostro bañado en lágrimas.
Nadie le dijo pero ella lo supo. Por mi culpa su viaje se había cancelado.
Por un instante, me convertí en el monstruo que cortó sus alas.
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