XVI

Días después, decidí decirle la verdad a nuestros padres. Aunque estaba aterrado de las represalias que el monstruo podría tomar, a mis dieciséis años entendía que esto escapaba de nuestras manos.

Durante la cena familiar, recuerdo que Índigo estaba contando una anécdota sobre el último ensayo. Movía las manos con los cubiertos, emocionada. Su risa fluía sobre la mesa.

A los catorce, sus historias habían perdido esas pinceladas de fantasía infantil y se anclaban a la realidad. Todos sonreían al oír su alegría.

—Alguien está acosando a Índigo —interrumpí de repente.

El silencio cayó sobre la casa y tres pares de ojos se clavaron en mí.

Me arrepentí al instante. Presentí que acababa de provocar una reacción en cadena que haría más daño que bien.

—¿Alguien del colegio te está molestando? —preguntó finalmente su padre.

Como siempre, interpretaba los problemas de su niña como algo leve. Bebió un sorbo de vino, tomando con calma el tema.

Ella negó con la cabeza, sus ojos muy abiertos.

—¿Alguien de la academia? —insistió—. Quizá sea hora de buscar otro deporte...

—¡No! —gritó Índigo, poniéndose de pie—. Necesito bailar. ¡Es lo más cercano a volar que tengo!

—Si quieres ser piloto, estás en una buena edad para...

—¡No quiero ser piloto, papá! —Ella parecía contener las lágrimas a duras penas—. ¡Quiero ser bailarina!

—¿Qué tonterías son esas? —Frunció el entrecejo—. Solo podrías ejercer un par de décadas. ¿Y después qué?

—Es como hablar con una piedra. —Sus ojos lanzaban chispas líquidas de furia—. Cada vez que te cuento algo, quieres usarlo como excusa para que deje de bailar. ¡¿Por qué quieres quitarme algo que me hace tan feliz?!

—Suficiente.

Esa sola palabra, pronunciada con la dureza del acero y una expresión serena, bastó para detener el arrebato de su hija.

Fue un momento muy incómodo. Hasta yo sentí el mensaje entre líneas: Aprende a controlar tus emociones o despídete del ballet.

Ella apretó los labios y regresó a su asiento. Solo yo, quien estaba sentado a su lado, noté que sus dedos se habían vuelto pálidos, cerrados en puños sobre su regazo.

Su padre me estudió desde la cabecera de la mesa. Tenía una mirada indescifrable. Por un segundo, creí que me haría preguntas o me atacaría por casuar semejante discusión. En el fondo guardaba la esperanza de que indagara más en mis palabras sobre el acoso.

Fui ingenuo. Él intercambió una mirada con mi madre y el tema quedó en segundo plano.

¿Sabes lo que descubrí años después?

Ellos se habían hecho una promesa antes de casarse: Ninguno juzgaría los métodos de crianza del otro.

Ella trataría a Índigo con amor, pero no se involucraría en las decisiones importantes. Por su parte, él me respetaría sin tratar de imponer su autoridad.

En ese instante comprendí que sería inútil hablar. Él no quería escuchar. Mi madre no podía intervenir. Y con Índigo negando la verdad, explotando de tal forma que desviaba la conversación, a sus ojos yo acababa de convertirme en un adolescente problemático.

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