XV

Dejamos de ir al parque. La sensación de estar siendo acechados no nos dejaba disfrutar del paisaje.

La paranoia me estaba enfermando. Por momentos no me reconocía a mí mismo. Me convertí en un sabueso desesperado por pistas. Me descubría buscando sombras a través de la ventana, entre los árboles, detrás de las puertas. Esperaba ansioso el próximo golpe.

¿Quieres oír algo curioso?

Probablemente ya lo notaste. El monstruo nunca atacaba en mi presencia. Siempre parecía un paso por delante de mí. Se desvanecía segundos antes de mi llegada.

¿Por qué? Fue la misma Índigo quien me dio la respuesta un año después.

Estábamos solos en plena tarde de invierno. Debió haber sido uno de los días más fríos de la década. Nevaba, un manto blanco cubría la arena y cristalizaba el agua del mar.

Yo estaba haciendo tareas en mi portátil, sobre la mesa de la cocina. Con auriculares porque veía videos donde explicaban los temas que no había entendido en clases.

Índigo permanecía sentada frente a la ventana con una taza de chocolate caliente en sus manos. Suspiraba, su mirada perdida en la playa a través del cristal. Me daba la espalda, pero podía ver su expresión gracias al reflejo de la ventana.

Era un día apacible. Había armonía en ese cuadro digno de un artista melancólico... hasta que sucedió.

Índigo soltó un grito, aterrada. Su intento por apartarse hizo que el chocolate se derramara, quemando sus manos. Las abrió con un chillido. La taza se hizo añicos contra sus pies.

Salté de mi asiento tan rápido que los auriculares dieron un tirón a la portátil y casi cayó también. Me los arranqué y fui corriendo hacia ella. Clavé los ojos en la ventana, buscando algún movimiento en el exterior.

—¿Lo viste? ¿Estaba afuera? —insistí, desesperado.

Su rostro mortalmente pálido y los ojos clavados en la ventana cerrada fueron toda la confirmación que necesité. No iba a esperar esta vez.

—¡Espera, no salgas! —gritó ella cuando corrí hacia la puerta.

No la escuché. Agarré un cuchillo de la cocina y fui a buscar a esa sombra.

—¡Muéstrate, maldita sea! —exigí, con mi respiración pesada escapando en una nube de vaho—. ¡Solo eres un patético cobarde! ¡Golpéame si tienes el valor!

El choque de las olas semi congeladas fueron mi única respuesta. Hasta las aves habían huido por el frío. Habría corrido a buscar por los alrededores pero la nieve me ralentizaría.

Fui un idiota impulsivo, ¿sabes? Nunca se me ocurrió comprobar si había dejado huellas sobre la nieve espesa.

Cuando me di vuelta, descubrí a Índigo ante la puerta abierta. Descalza, con calcetines térmicos protegiendo sus valiosos pies. Sus labios estaban demasiado pálidos para soltar una palabra.

—Haz que se muestre —le ordené.

—No lo hará... menos cuando tú estás cerca —susurró, su mirada perdida en la nada—. Nunca aparece cuando estás conmigo. Tú... te tiene miedo.

—¿Por qué?

—No quiere que veas su rostro.

Permanecimos en silencio durante tres latidos. Yo sobre la nieve, aferrando inútilmente el cuchillo. Ella en el umbral, abrazándose a sí misma. Trataba de darle sentido a sus palabras.

—Le voy a contar todo a tu padre —decidí en ese momento.

Su respiración se atascó. Todo rastro de sangre abandonó su rostro.

—¡No! ¡No puedes! —soltó, desesperada—. No tienes idea de lo que es capaz de hacerme si le cuentas a alguien más.

—¿Por qué te hace esto? ¿Qué quiere?

Ella negó con la cabeza. Apretó los labios, señal de que había revelado más de lo permitido.

Dejé caer el cuchillo. Entonces atrapé sus hombros para obligarla a mirarme. Ella hizo una mueca de dolor por la presión de mis dedos, pero no fui capaz de soltarla.

—Por favor, Índigo, dime cómo se ve. Solo un rasgo, su color de ojos, su cabello, su voz... ¡algo! No puedo ayudarte si sigues en silencio.

Deseaba intervenir. No podía seguir siendo un mero testigo de su vuelo errático directo al abismo.

Ella levantó la barbilla. Cuando sus ojos encontraron los míos, las lágrimas empezaron a fluir. Mudas. Heridas. Resignadas. Por momentos ella parecía dispuesta a hablar, pero algo en su garganta se lo impedía.

¿Qué le hizo para que estuviera tan aterrada de contarme? ¿Qué carta usó para amenazarla al grado de hacerla jurar silencio?

Por algún motivo, ella prefería morir a decirme el nombre del monstruo que tanto daño le estaba haciendo. Como si esa tortura fuera la alternativa menos dolorosa y algo mucho más oscuro nos fuera a atrapar tras su confesión.

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