XII
Como dije, el cielo despejado fue una tregua breve. Al día siguiente rompió a llover nuevamente.
Volvíamos del colegio solo para quedarnos encerrados. Aislados del mundo en el universo de esa casa.
—No volverán —suspiró Índigo mientras contemplaba la lluvia desde su ventana—. Nunca más me dejarán jugar con sus perros.
Bajé las partituras que había estado leyendo y le dediqué toda mi atención.
—No están enojados contigo, solo se asustaron —traté de explicarle.
—Él siempre está enojado conmigo —susurró sin mirarme— porque no soy perfecta. No soy única.
Mis hombros se tensaron al oírla. Habían pasado meses desde la última vez que dejó escapar un comentario así. Años desde que detecté señales de peligro en esa casa y me convertí en el guardián de esa niña.
El tiempo me había convencido de que todo fue un espejismo, imaginaciones de un niño confundido.
—¿Quién? —pregunté, con el corazón en un puño.
No obtuve respuesta. No importaba cuánto intentara descifrarla, ese lado suyo era un completo enigma.
Cerré los ojos, resignado, y levanté el violín de mi regazo. Me dispuse a afinarlo.
Se me había hecho hábito estudiar o ensayar en su habitación. Los tres peluches de aves en un rincón eran nuestro público. A veces la alegría fluía, cuando mis manos creaban la melodía que sus pies representaban. Otros días permanecíamos en silencio, ella perdida en su mundo y yo atrapado en su mirada.
En ese momento, el silencio entre ambos fue interrumpido por mi madre. Ella entró emocionada, sujetando su teléfono en alto cual bandera de victoria.
—Me llamó tu instructora —dijo mirando a Índigo—. ¡Tienes el rol principal en el próximo musical!
Índigo soltó un chillido y dio un saltito. Fue corriendo a abrazarla. Yo también dejé escapar una risa.
Cualquier nube oscura se desvaneció de la casa. Esta era una oportunidad única para Índigo. El momento en el que reconocerían su esfuerzo, el comienzo de su vuelo a la cima.
Llena de energía, mencionó que debía contarle a su padre. Bajó corriendo a su oficina.
Hice a un lado mi violín y la seguí tan rápido como pude. La encontré en el pasillo, mirando por una abertura que dejaba la puerta entreabierta.
El hombre estaba sentado ante su escritorio, revisando papeles y marcando anotaciones con su bolígrafo rojo. Sobre un estante descansaban tubos de ensayo y frascos con líquidos extraños. Un archivero inmenso a su espalda permanecía cerrado con candado.
¿Quieres oír algo curioso? Me tomó años preguntarme a qué se dedicaba mi padrastro.
En ese entonces solo sabía que la mitad del tiempo trabajaba fuera. El resto se mantenía en esta oficina donde nos prohibía curiosear por tener cosas peligrosas.
Índigo no se atrevía a entrar. Su mano se mantenía inmóvil en el aire, a centímetros de empujar la puerta.
¿Qué la detenía?, me pregunté en silencio. Su padre jamás levantaba la voz ni buscaba herirla. Solo era un hombre inexpresivo y reservado.
Cuando era más pequeño llegué a pensar que él no la quería, que apenas la toleraba y solo cumplía con sus obligaciones como padre. Un día le pregunté a mi madre por qué se había casado con alguien que nunca decía Te quiero.
Ella sonrió y me explicó que había distintas formas de amar. Y para comprenderlas debía fijarme en los detalles.
Con el tiempo comprendí que ese hombre sí amaba a su hija. Podrías verlo en la habitación de Índigo decorada con aves, en los cereales favoritos que nunca faltaban para la mediatarde, en cada mañana cuando se preocupaba por llevarnos a la escuela...
Perdona si me voy por las ramas, es difícil explicar la dinámica familiar con la que crecí.
No diría que Índigo le tenía miedo. Lo amaba incondicionalmente, pero se retraía cuando se asomaba el tema de su amor por el ballet.
—¿Y si lo hago mal? —me preguntó a un volumen tan bajo que su padre no podría oír—. ¿Y si me caigo o arruino la función?
—Lo harás excelente.
—Ya no quiero que mi papá me vea bailar —fue lo último que dijo antes de salir corriendo de regreso a su dormitorio.
Esa conversación continuó zumbando en mi cabeza por el resto de la noche. ¿Sabes a qué conclusión llegué, detective?
A Índigo le importaba demasiado la opinión de su padre. Ella era muy sensible en todo lo relacionado a su pasión por el baile.
Pero a él le parecía insignificante. Consideraba que una persona no podía dedicarse al arte de modo profesional. Como mucho sería un pasatiempo secundario. Hombre de pocas palabras, había expresado sus pensamientos en una que otra oportunidad.
Quizás... a su hija le importaba tanto su opinión que prefería nunca pedírsela. Jamás oír una crítica negativa de alguien tan importante en su vida.
Y eso, detective, solo sirvió para aumentar la brecha entre ambos. Como puedes imaginar, desde esa distancia resulta imposible escuchar los gritos de auxilio de quien se encuentra al borde del abismo.
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