XI

Nunca más volvió a pedir una mascota. Ni siquiera cuando cumplió diez años y mi madre sugirió que ya teníamos edad para un cachorrito.

Con la muerte de Azul, desarrolló un gran respeto por la vida animal. En todas sus formas.

Los vecinos, si podía llamarse así a quienes vivían tan lejos que ni su música escuchábamos, empezaron a dar paseos por la costa con sus perros. Si pasaban cerca de nuestra zona frecuente, Índigo les pedía permiso para jugar con los animales.

Fue una escena que se repitió muchas veces. Supongo que así llenó su anhelo de tener una mascota.

Ese ritual se vio interrumpido por una larga semana de lluvias. Como la marea subía y las olas se volvían impredecibles durante esas épocas, nuestros padres no nos dejaban acercarnos.

Ella se la pasaba contemplando la costa por la ventana, una mirada de añoranza en su rostro cada vez menos infantil.

Finalmente, el cielo nos dio una tregua. Un día despejado. Cuando nos reencontramos con los vecinos en esta misma playa, Índigo soltó un chillido alegre y abrió sus brazos.

Los perros escaparon de la correa de sus dueños y corrieron hacia ella como atraídos por un imán. Movían la cola emocionados, le lamían la cara, chillaban alegres. Ella dejaba escapar risitas sin dejar de abrazarlos.

Era una imagen que me hacía sonreír. Ver a Índigo feliz llenaba mi espíritu de una forma difícil de explicar. Sentía que el mundo estaría en armonía mientras protegiera su sonrisa.

Pasaron toda la tarde corriendo de un lado a otro, dando vueltas en la arena húmeda hasta caer rendidos del cansancio.

Cuando llegó el momento de despedirnos, con la promesa de volver a reunirnos pronto, algo hizo trizas el ambiente.

Sucedió tan rápido que no tuve tiempo de ver detalles.

Un can olfateaba los pies descalzos de Índigo, como si le pidiera que se quedara. Pero ella le dio la espalda para marcharse.

En ese instante escuchamos un grito y el can retrocedió de un salto. Empezó a lloriquear, asustado. Eso le puso los pelos de punta al segundo animal, el cual le enseñó los dientes a Índigo y gruñó con ferocidad.

Me interpuse entre ambos, mis manos en alto. Los vecinos se pusieron muy nerviosos, sujetaron las correas con todas sus fuerzas.

Nadie entendía. Los perros, siempre inofensivos, ahora luchaban por escapar del agarre.

Fue entonces cuando noté las gotas de sangre en la pata del primer perro. Evitaba apoyar el peso sobre ella, estaba visiblemente adolorido.

Atraído por el escándalo, el padre de Índigo se apresuró a alcanzarnos.

—¡¿Por qué estás descalza?! —fue lo primero que gritó, mirando directamente los pies de Índigo con el ceño fruncido.

Ella se aferró a mi brazo, evadiendo la pregunta. Temblaba, todavía asustada y al borde del llanto.

Eso me molestó, maldito sea. ¡Su hija necesitaba consuelo, no más ataques! Deseé gritarle, pero apreté los dientes. No convenía agregar más leña al fuego.

Ese hombre y yo siempre tuvimos una relación ambigua. Jamás me vio como un hijo, nunca lo consideré un padre. Éramos dos desconocidos unidos por mi madre y su hija.

En un movimiento brusco, levantó una rama del suelo y la usó para hacer un corte en un montículo de arena, a centímetros de donde había estado parada su hija. El movimiento reveló una burbuja de agua sólida. Era similar a una gelatina, del tamaño de un puño.

El hombre miró a su alrededor. Soltó una maldición. Sus manos rígidas aún sujetaban la rama.

—No las toquen —advirtió a los vecinos, quienes continuaban luchando por calmar al cachorro herido—. Incluso muertas pueden seguir quemando.

En ese momento no dio más información. Mi madre nos explicó durante la cena. Eran aguas vivas... medusas.

Cada ciertos años, cuando las lluvias eran abundantes, la marea las arrastraba a la costa. Un solo toque provocaría un dolor indescriptible.

Incluso muertas, son capaces de producir un gran daño... Qué curioso, detective. Me recuerda a los seres humanos. 

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