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El festival fue un éxito. Asistieron docenas de organizaciones ofreciendo animales en adopción.

En ese momento nos nació una nueva obsesión infantil: queríamos una mascota. Un perro, un gato, un canario... lo que fuera. Con siete y nueve años, nos considerábamos lo suficientemente maduros para esa responsabilidad.

Los adultos nos distrajeron con la promesa del Lo voy a pensar. En el fondo esperaban que fuera un capricho pasajero.

Transcurrieron las estaciones. Los meses se convirtieron en un año.

No lo olvidamos.

La queríamos tanto que un día Índigo apareció con su ropa sucia como si se hubiera revolcado en la arena. Sostenía un polluelo entre sus manos. Era un ruiseñor. Tenía un ala herida, por lo que volar le resultaría imposible temporalmente.

Quizá por eso mi madre nos permitió conservarlo. Reconoció que moriría si no tenía oportunidad de sanar.

Índigo lo nombró Azul. Nunca supimos si era macho o hembra, no es como si importara...

Le compraron una jaula. Cantaba todas las mañanas. Por las noches escondía la cabecita bajo sus alas. Muy escurridizo, lo descubrimos tratando de escapar más de una vez.

¿Quieres oír algo curioso sobre la naturaleza, detective? Solo puedes mantener cautiva a una criatura salvaje mientras esté herida. Cuando comienza a sanar, despierta su deseo de libertad... y tu desesperación al comprender que está escapando de tus manos.

Lo mismo sucede a veces con los seres humanos. Es fácil atraparlos cuando se encuentran vulnerables. Es difícil dejarlos volar al recuperarse.

Las semanas pasaron. Empezaron a aparecer plumas pardo rojizas atascadas entre los barrotes.

La melodía aguda de ese ruiseñor no era un simple canto mañanero. Eran gritos de auxilio.

Estrés, dijo mi madre. Le aconsejó a Índigo liberarlo, pero ella rompió en llanto y rogó conservarlo un poco más.

Cambiaron su jaula redondeada por una más grande, rectangular. Instalaron una casita de madera en su interior. Compraron el mejor alimento. Agregaron una pequeña fuente de agua.

El plumaje pálido de su pecho continuó disminuyendo. Su canto cada vez más apagado.

—Solo un poco más —susurraba Índigo mientras desayunábamos a unos metros de la jaula—. Se va a adaptar.

—¿Sabes lo que pasará si no se adapta? —le pregunté en cierto momento.

Ella levantó la vista, sus ojos abiertos en curiosidad. Negó con la cabeza. Su ignorancia era sincera.

Con ocho años sabía que la muerte existía pero no era consciente de su complejidad. Ninguno de los dos comprendía lo frágil que era una vida.

Juró liberarlo llegado el momento... Y cumplió su promesa. Lo dejó en el parque cerca de nuestra casa una tarde de verano.

Cavó un hoyo en el suelo. Depositó suavemente el cuerpo sin vida envuelto en un pañuelo azul. Lo cubrió con la tierra para que no perturbaran su descanso.

Tras terminar esa improvisada sepultura, Índigo me preguntó con los ojos húmedos:

—¿Fue mi culpa? ¿Soy... igual que el monstruo malo?

—No eres un monstruo, Índigo —le respondí. Trataba de consolarla, aunque me abrumara la tristeza por haber perdido a nuestra primera mascota.

—¿Por qué tenemos que dejarlo aquí?

—Porque... —En ese entonces no tenía idea del motivo que llevaba a los humanos a enterrar a sus muertos— los pájaros aman la naturaleza. Les gusta este parque.

—¿Ahora es feliz?

—Sí...

—¿Es libre?

—Sí. Ahora su espíritu vuela por el cielo.

—Entonces... —Se perdió en sus pensamientos un instante. Al levantar la vista, el fantasma de una sonrisa se había posado en su boca— eso es la muerte. 

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