VI

Cuando cumplió seis años, su padre la inscribió en una academia de música. Hombre de pocas palabras, le dio la noticia casual al terminar el almuerzo.

Ella se lanzó a abrazarlo entre lágrimas de alegría, sus chillidos emocionados resonaron por toda la casa.

—¿Qué pasa si se cansa de bailar? —le pregunté a mi madre por lo bajo mientras le ayudaba a limpiar la mesa.

—No lo hará —me respondió con una sonrisa—. No es un pasatiempo para ella, es una pasión. Deberías buscar la tuya, estás en la edad perfecta para empezar.

Pasión... Fue una palabra que quedó zumbando en mi cabeza por varios días.

¿Sabes qué es tener una pasión, detective? Es desear hacer algo infinitas veces sabiendo que jamás perderás el interés, es un placer indescriptible que sientes por alguna actividad.

Una parte de tu alma por la que estarías dispuesto a darlo todo... hasta tu vida.

Índigo había descubierto su pasión.

La primera clase regresó corriendo a contarme con orgullo algo que le dijo su profesora: Tienes talento natural, sigue esforzándote y alcanzarás la perfección.

Desde entonces, volvía agotada de cada ensayo, pero resplandeciendo. Me enseñaba cada paso que aprendía, como si yo fuera a recordar algo.

Me explicó que era un poco tarde para empezar, ya que las grandes bailarinas de ballet iniciaban apenas podían caminar. Así que debía practicar el doble para alcanzar a sus compañeras.

Le gustaba ensayar en la arena, cerca del agua. Sus pies se fueron volviendo más ágiles, los movimientos más fluidos. Era encantador verla esquivando pequeñas piedras o una que otra medusa que la corriente había arrastrado.

Me acostumbré a escuchar sus zapatos golpeteando hasta tarde en el techo de mi habitación, al ritmo de una canción imaginaria. En algún momento la vencía el cansancio y se iba a dormir.

Una de esas noches algo fue diferente. Me despertaron susurros furiosos, gruñidos por momentos. Era una discusión en voz baja a través de las paredes. Imposible identificar las voces.

Podría haberlo ignorado, hasta que oí un chillido y el golpe seco de un cuerpo contra el suelo. Esta vez, reconocí la voz de Índigo en el grito ahogado que dejó escapar.

No lo dudé. Salté fuera de mi cama y atravesé las escaleras. Mis pasos debieron haber resonado con fuerza pero la puerta de los adultos permaneció cerrada.

Respiraba agitado cuando alcancé la habitación de Índigo. Mis manos temblaban al girar el picaporte. Estaba sin llave, como siempre.

Al abrirla, todo estaba sumido en la oscuridad y el silencio.

Las cortinas ondeaban, dejaban entrar destellos de luz de la luna. Gracias a ellos pude ver la figura pequeña en la cama, envuelta en sábanas. Reconocí los cabellos de Índigo descansando en la almohada.

Ella permanecía inmóvil. Parecía dormida. No había rastro del llanto, tampoco de una presencia ajena entre esas cuatro paredes.

Cuando estaba por irme, escuché un golpeteo y una fricción, una silueta oscura pasó por mi brazo. Levanté la mirada al instante.

Era solo el árbol. Una de sus ramas se asomaba a través de la ventana abierta. Proyectaba sombras retorcidas en la pared de enfrente.

Me asomé con cautela por el ventanal y no encontré a nadie más en la playa. Por las dudas, revisé también el armario y bajo la cama.

En ningún momento Índigo mostró señales de despertarse. Su respiración era suave, sin emitir el menor sonido.

Regresé a mi cama poco después. Me desperté preguntándome si todo había sido una pesadilla...

¿Alguna vez has tenido un sueño así de extraño, detective? Me convencí de que solo era eso.

Índigo apenas probó su desayuno. No habló más allá de unos saludos. Hacía frío esa mañana, así que ambos llevábamos varias capas de ropa mientras su padre nos dejaba en la escuela.

Cuando alcanzamos la entrada, al momento de separarnos cada uno a su salón, ella se volvió hacia mí.

Sus ojos contaban un mundo que yo no sabía leer. Abrió la boca para decirme algo. Esperé sin moverme, temiendo lo que pudiera salir.

Al final ella volvió a cerrarla y me dedicó una sonrisa de labios unidos. Levantó la mano para saludarme y me dio la espalda antes de salir corriendo a su primera clase.

Yo me quedé estático. Sentía la piel de gallina. Me dolía respirar.

Porque supe que la noche anterior no había sido mi imaginación. Pude verlo en las marcas de sus muñecas.

Brazaletes de hematomas que dedos bruscos dejarían al sujetarla.

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