V
Ese cuadro distorsionado se perdió en mi memoria. A los siete años no me aferraba a preguntas sin respuestas.
Las semanas siguientes, Índigo volvió a resplandecer. Tanto que un día de verano me invitó a pasear por la playa.
Mi madre se quedó en un banco cerca de la casa, supervisando que no hiciéramos algo peligroso como entrar al agua.
Índigo caminaba descalza por la arena. Por momentos se ponía en puntas de pie y daba giros delicados que hacían ondear su falda como un abanico. Las alas de su espalda, un accesorio que usaba con todos sus vestidos, se abrían en su máximo esplendor.
Algunos habrían dicho que se veía igual a un ángel. Para mí siempre fue un cisne único.
Entonces su juego cambiaba. Daba saltitos y dejaba escapar un gritito de alegría cuando alguna pequeña ola amenazaba con capturar sus pies.
La vi tan feliz, tan ingenua como solo una niña de cinco años podría serlo.
—¿Te gusta la música? —me preguntó con esa sonrisa que era imposible ignorar. Continuó antes de que pudiera responder—. A mí me encanta bailar y cantar. Quiero ser bailarina cuando sea grande. Voy a volar... en libertad.
Abrió los brazos como si fueran alas, dio un giro de trescientos sesenta grados e intentó zambullirse al agua, pero la detuve a tiempo.
Mi madre me había advertido que la marea estaba demasiado alta. Una ola inesperada y habríamos sido arrastrados al fondo del mar. Fui descuidado, no debí permitir que nos acercáramos tanto.
Esos pensamientos barrieron la paz de mi cabeza. Sentí que debíamos regresar pronto, que había algo muy peligroso cerca.
—Volvamos —le dije antes de emprender el camino de regreso.
Ella no respondió. Cuando me volví descubrí que no se había movido, y mantenía los ojos clavados en su casa. En la ventana abierta de su habitación o en el árbol que crecía cerca de ella.
Su rostro adquirió una palidez enfermiza. Cada palabra fue un puño apretando mi corazón.
—No quiero volver... me está esperando —murmuró con las pupilas dilatadas por el miedo—. No me gustan sus juegos, me ponen nerviosa.
—¿Quién? —pregunté.
Ella se llevó una mano a sus labios, temblando como si estos hubieran hablado contra su voluntad.
Repetí mi pregunta pero ella se limitó a apretar su boca en un mohín y negar con la cabeza. Sus pupilas estaban cegadas por un terror paralizante.
Algo en la casa atrapó mi atención. El árbol era firme y frondoso, de ramas entrelazadas y gruesas. Se extendían hasta justo por debajo de su ventana. Por algún motivo, imaginé que eran una escalera mágica hacia el ventanal.
Qué curiosa es la mente, ¿no crees, detective? Nos hace imaginar cosas donde no las hay y nos impide ver la verdad que tenemos ante nuestros ojos.
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