IV

El tiempo se fue volando. Casi un año después, las visitas dejaron de sorprenderme. Era habitual salir del colegio y encontrarlos a los tres esperándome.

Un día, mi madre me preguntó si me gustaría vivir en la casa frente al mar. Ella siempre pedía mi opinión, por eso nuestro vínculo era tan fuerte.

A veces me pregunto, detective, si algo hubiera cambiado de haberme negado a mudarme. No me gustaban los cambios, pero ella estaba tan ilusionada...

Hicimos las maletas juntos. Mi habitación pasó a estar en la planta baja, justo debajo del dormitorio de Índigo. Era espaciosa, aunque no tenía ventanas. Solo un tragaluz en la pared que daba al mar, cubierto en parte por un enorme árbol que crecía abrazado a la casa.

Las noches eran tranquilas. A lo sumo oía las olas rompiendo contra la costa, el aullido triste del viento o las ramas arañando las paredes.

Una madrugada, algo cambió. Quizá fue una alucinación estando medio dormido. Una parálisis del sueño.

Era el lamento de un animalito herido. Me tomó tiempo descubrir que se trataba de gimoteos. Sollozos desgarradores. Por momentos creía oír un murmullo tan agudo que las palabras se perdían en la distancia.

Me senté en mi cama. No conseguí identificar el origen. La acústica de esa habitación no era la mejor. Los latidos inquietos de mi propio corazón no ayudaban.

De repente, todo fue silencio.

El insomnio se adueñó del resto de mi noche. Estaba despierto cuando mi madre me llamó para desayunar.

—¿Ma, esta casa está embrujada? —fue lo primero que pregunté.

Su nuevo esposo apartó la vista del periódico y me estudió con esos ojos fríos que me hacían desear ocultarme bajo la mesa.

—Los niños de hoy en día tienen una gran imaginación —concluyó la conversación con ese veredicto.

Índigo permanecía ensimismada en su sitio de la mesa. Mantenía la cabeza baja, aferrando una taza de chocolate en sus manos. En ningún momento de la mañana hizo contacto visual.

Solo cuando me dejé caer en la silla a su lado y dije su nombre, hubo una reacción. Una sonrisa sin separar los labios.

Esa, detective, debió haber sido mi primera señal de que algo no encajaba en esa pintura de la familia perfecta. Unos labios sellados, como si de abrirlos las verdades fueran a escapar a borbotones.

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