III

No tengo idea de qué sucedió después, siempre me contaron historias a medias. Supongo que así funciona la memoria, solo guarda fragmentos importantes de la vida. Piezas aisladas de un acertijo que cobran sentido una vez que tienes la respuesta...

Cuando tenía seis años, mi madre me dijo que había estado saliendo con alguien especial. Deseaba presentármelo. Recuerdo que sus ojos brillaban mientras me hablaba de él. Me explicó que ya nos habíamos conocido, aunque yo era muy pequeño para acordarme.

Yo no quería un intruso en nuestra familia, pero ella me pidió que le diera una oportunidad. ¿Cómo negarle algo tan pequeño a quien me había dado tanto?

Así fue como terminamos ante una casa de primer piso con vistas a este mar. La misma construcción que duerme detrás de ti, detective.

El hombre que abrió la puerta tenía unos ojos de halcón que me hicieron desear ocultarme tras la pierna de mi madre. La niña, en cambio, iluminó el recibidor apenas se asomó por un costado de la puerta.

Mientras nuestros padres conversaban, ella se acercó con su vestido azul del que escapaban dos alas de tela acolchada. Ocultó las manos tras su espalda y se inclinó hacia mí. Se balanceaba tanto, sin apartar sus pupilas de las mías, que por un momento temí que se cayera sobre mí.

—Tus ojos brillan mucho. Me puedo ver —señaló fascinada, inclinando la cabeza con curiosidad—. Se parecen al mar al que caen los cisnes antes de morir.

—¿Al qué? —fue mi respuesta.

—Hace poco vimos un musical sobre aves —explicó su padre, para nada sorprendido por la presentación perturbadora de la niña—. Índigo memorizó algunas frases raras, solo está jugando.

—Me llamo Índigo —agregó ella con una risita—. Ya sabemos tu nombre.

Antes de escuchar mi respuesta, el hombre se acercó a decirle algo al oído. Ella respondió con un asentimiento efusivo.

—Índigo te mostrará la casa, cariño —me dijo mi madre, dándome un empujoncito alentador—. Los llamaremos cuando esté lista la comida. ¡Vayan a divertirse!

No tuve oportunidad de negarme. La niña atrapó mi brazo y me llevó por las escaleras hasta el primer piso. La puerta tenía un cisne hiperrealista pintado en el centro, fue lo primero que llamó mi atención.

Se trataba de un dormitorio digno de una princesa. Un dosel con brillos colgaba sobre la cama para protegerla de los insectos. Del armario abierto sobresalían una docena de vestidos con abundante tul. Alcancé a ver un tutú de bailarina antes de que ella se interpusiera en mi línea de visión.

—Este es mi nido. Podemos tomar el té con mis amigos —dijo señalando una mesita con cinco sillitas. Las tres primeras estaban ocupadas por pájaros de peluche.

—¿No tienes pingüinos? —pregunté lo primero que se me ocurrió.

—No me gustan los pingüinos.

—¿Por?

—Porque no pueden volar. —Compuso una sonrisa orgullosa y comenzó las presentaciones mientras los señalaba—. Este es el Señor cuervo. Ella es su novia la Señorita canario. Mi mejor amigo es el Cisne y... —su voz se apagó al igual que su sonrisa, ese dedo infantil congelado en la cuarta silla. Vacía.

—¿Falta alguien? —le pregunté.

—Le dije que se fuera. Ya no es mi amigo.

—¿Por?

—Porque... porque... —su voz tembló apenas— me dijo cosas muy feas.

Mi madre me había explicado antes de venir que Índigo era una niña muy solitaria, así que vivía soñando despierta. Me advirtió que si me burlaba me dejaría sin postre por una semana.

¿Sabías que es muy saludable tener amigos imaginarios, detective? No solo hacen compañía, el niño aprende a comunicarse con otros más fácilmente.

—¿A dónde se fue? —recuerdo haberle preguntado.

—Allá. —La niña abrazó con fuerza su cisne de peluche y señaló hacia la pared del fondo.

El ventanal estaba abierto, sin barrotes. Su marco pintado de azul oscuro era ancho, tanto que podría sentarme en el borde con las piernas flexionadas.

Por los próximos años estaría demasiado alto para la niña, por eso no había riesgo de una caída.

Un movimiento a la derecha del ventanal llamó mi atención. Me asusté al descubrir unos ojos mirándome.

Tardé tres segundos en darme cuenta de que se trataba de mi reflejo. Había un espejo. En la parte superior, la escultura tridimensional de un cisne abría sus alas como si fuesen cortinas sobre el cristal. Era tan bonito que me hizo pensar en la ventana a un reino de fantasía.

—El pájaro malo se fue... se fue, se fue, se fue —empezó a canturrear Índigo a mi espalda mientras bailaba con su peluche favorito. O, más bien, giraba en círculos sin coordinación.

No pude menos que soltar una risa. Era una escena adorable. Ella me escuchó. En vez de enojarse, su rostro se iluminó.

—¿Quieres ser mi nuevo amigo? —me preguntó con una sonrisa inmensa a la que le faltaba un diente.

Era un gesto del que no podrías apartar la vista. Mágico como un atardecer en la playa con las gaviotas volando hacia el horizonte.

Solo esa sonrisa bastó para atraparme. Supe que estaría dispuesto a dar mi vida con tal de protegerla.

Nunca imaginé que una criatura tan inocente sacudiría mi mundo y lo quebraría en mil pedazos.

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