II

Mi madre era pediatra en este pequeño pueblo costero. Como no quería dejarme con extraños, solía llevarme a su oficina. Me acostumbré a jugar en silencio en una esquina. Cuando llegaba un paciente, yo gateaba hasta el borde del corral a observar cada uno de sus movimientos.

Siempre fuimos los dos en nuestro propio mundo... hasta que ellos llegaron.

Honestamente, detective, no recuerdo esa época. Yo rondaba los ¿dos años? Solo sé qué sucedió porque mi madre me lo contó varias veces cuando crecí.

Él entró por la puerta con un nido de mantas en brazos. Un hombre de pocas palabras y semblante serio, no parecía la clase de adulto al que podrías pedirle un abrazo reconfortante.

Confesó que era viudo. Perdió a su esposa después de un parto difícil. La niña sobrevivió de milagro, pero su salud era muy delicada. Con la idea de que ella creciera rodeada de aire puro, decidió mudarse a esta playa.

Mi madre le pidió que dejara a la bebé sobre una camilla para poder revisarla. Desde mi corral, yo no dejaba de estirarme tratando de verla, así que decidió levantarme y presentarnos:

—Mira qué bonita es, parece un pajarito —me dijo ella.

Quizá fue por su falta de movimiento y sus ojos cerrados. La niña estaba sumida en un sueño tan profundo que ni siquiera podíamos percibir su respiración.

Cuando hablé, mi modulación no fue la mejor, pero la idea se entendió a la perfección. Y fue como un balde de agua helada para ambos adultos.

Dos palabras inocentes de un niño que estaba lejos de entender las leyes de este mundo. Una pregunta.

—¿Está muerta?

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