EPÍLOGO PARTE II

—¡Papá!¡Me hago pis!

—¡Yo tengo hambre!

Dicen dos niños de tres y cinco años. Mario resopla. Lleva a cada uno cogido de una mano, con dos diminutas mochilas de la Patrulla Canina y Peppa Pig colgadas a su espalda. El uniforme del colegio lleva unos cuantos lamparones de materiales indeterminados: pinturas, arroz con tomate, plastilina, zumo...

—Bueno chicos, primero hay que ir a buscar a mamá, que termina de trabajar dentro de cinco minutos —dice él.

Los tres se detienen en frente de un local en cuyo escaparate hay un cartón gigante con forma de perro sonriente.

—A mí ese perro me da miedo. ¿A que sí, Aura? Es feísimo —dice mini-Mario.

—Es bonito. Es rosa.

Su padre mira fijamente al perro.

—Hija, el perro no es rosa, eso es un cartel que tiene pegado ahí... ¿Ves? El perro es marrón.

—Pues me gusta más el rosa —dice la niña—. Papá, me hago mucho pis.

Mario resopla y mira el reloj; cuando está a punto de maldecir su escasa paciente y su carencia de sueño crónicas, una espectacular mujer pelirroja con sus respectivas espectaculares ojeras de madre trabajadora de dos hijas, sale vestida con un pijama de la clínica.

—¿Cuántos gatitos has salvado hoy, mamá? —dice Mario, el mayo mientras se lanza a los brazos de su madre, la que consiguió sacarse la carrera de veterinaria mientras formaba una bonita familia.

Aura se ríe. Mario le ha explicado al pequeño que los veterinarios salvan gatitos para que entienda un poco mejor lo que significa la palabra.

—Uf, un montón —dice su mamá.

El niño sonríe, complacido y orgulloso.

—Mamá, me hago mucho pis —dice mini-Aura.

—Espera cariño, ahora entramos y haces pis en el baño de la clínica.

Mario, el padre, se acerca a Aura, la madre y antes de que cualquiera de los dos niños pueda protestar, le planta un beso muy bien plantado.

—Te quiero —le dice él con intensidad—. Feliz cumpleaños.

Mini-Aura, también pelirroja como su madre y con los ojos café, algo más claros que los de su padre, da saltitos en el suelo.

—Ya no tengo ganas de hacer pis —dice la niña.

La familia entera echa a reír y se van todos juntos a dar un paseo por la playa. Al final se quedaron a vivir en la costa, haciendo de aquel mágico lugar su hogar definitivo.

Esa noche, cuando los niños se acuestan, Aura se encierra en el baño. Cuando pasa media hora y no aparece por el salón, Mario toca sutilmente en la puerta con los nudillos.

—¿Cielo?

—Pasa —dice Aura —. Pero cierra los ojos.

Mario obedece y, a tientas, atraviesa el umbral.

—Ábrelos —le susurra ella en el oído.

Frente a él, un palito blanco con dos rayitas rosas le señala su futuro como si fuera una carta de Tarot.

Tres hijos.

Y una felicidad muy grande.

Aura contiene el aliento, esperando una respuesta.

Entonces, Mario se acerca a su oreja.

—Esto nos pasa por estar tan salidos y tener tantos calentones —le mordisquea el lóbulo de la oreja con cariño.

Ella gime, sorprendida.

—Tenemos que elegir nombre... —susurra Aura, también con una sonrisa.

—Antes de eso, vamos a celebrarlo.

Entonces, Mario cierra la puerta del baño, echa el pestillo y deja el agua de la ducha correr. Feliz cumpleaños.

***

Treinta años después... En Navidad.

En una casa cualquiera, de un pueblo cualquiera, cerca del mar hay un árbol de Navidad rodeado de una muralla de regalos, esperando una reunión familiar multitudinaria. Aura enciende velitas rojas por toda la casa. Mario lee el periódico en el sofá y a su lado un pequeño caniche blanco duerme la siesta: la pequeña Luna que hace compañía al matrimonio jubilado.

Una hora después, el timbre comienza a sonar una y otra vez: la pequeña Aura trae a su marido y a sus dos niñas, después llega Mario con un par de gemelos y su mujer... Y finalmente dos chicas idénticas, de ojos verdes y pelo negro, de veintinueve años: las gemelas mimadas (Gala y Lucero).

Todos se ríen. Se ponen al día. Los niños juegan. Los regalos se abren. Mario saca el cordero del horno.

Las velas se consumen.

Se juega al Monopoly en familia. Se saca una baraja de cartas.

Y, en uno de esos momentos, en los que la conversación fluye, el champán se derrama y la televisión suena de fondo, Aura recuerda un momento clave en su vida y da gracias.

Antes de ir en busca de Mario, encontró a su padre biológico. Le costó unas cuantas conversaciones, algo de dinero y unos viajes por el norte de España, hasta dar con una pequeña ferretería en un pueblo perdido en alguna cordillera. Le compró una llave inglesa a un señor de unos sesenta años, de piel muy clara y pecosa, ojos verdes y pelo cano aunque con algún reflejo rojizo entre aquellos mechones blancos. Encontró un hombre pulcramente vestido, con pantalones de pinzas y camisa.

—¿Usted tiene hijos? —preguntó Aura, así sin venir a cuento mientras pagaba la llave inglesa.

Él la miró fijamente, sorprendido.

—No, pero siempre quise tenerlos. Mi mujer murió joven de cáncer y no me volví a casar.

—Lo siento mucho, mi madre murió de cáncer hace años... También.

—Pero sí, hubiera estado bien tener niños. Aunque mereció la pena estar con ella, ¿sabes? Nunca sabes lo que va a pasar, si te vas a quedar solo o no, pero si encuentras a alguien que quieres, es mejor quedarte ahí... Dure lo que dure —me dice—. Me hubiera vuelto a casar aunque supiera que iba a durar tan poco.

Aura recuerda como se controló intensamente para no llorar allí mismo. Estuvo a punto de decirle que creía ser su hija, que había hecho averiguaciones... Pero decidió dejarlo estar... Pensarlo. ¿Con qué derecho iba a irrumpir en aquella vida sin permiso?

—Gracias, me ha ayudado mucho —dijo Aura—. Que pase buen día.

Ahora Aura, rozando la séptima década de su vida, mira a sus nietos, a sus hijos y a su marido, y se siente inmensamente afortunada por tener la casa llena el día de Navidad.

Una llave inglesa sigue en un cajón de su mesilla de noche desde entonces.

FIN

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