Capítulo 9


Es imprescindible (al menos para mí) llevar puesto un vestido negro, ajustado y sexy para poder tomarme una copa de buen vino en compañía de mis amigas.

Sandra, Marina y yo somos un grupo de tres mujeres bien avenidas que se han encontrado en el camino (en el curso de auxiliar de veterinaria) y que han decidido recorrerlo juntas y compartir entre ellas los mapas que sus vidas han ido dibujando durante los años en los que no se conocían. Sandra es licenciada en filosofía, pero por falta de trabajo en lo suyo y su gran amor hacia los animales ha terminado estudiando con Marina (profesora de educación infantil que prefiere a los perros antes que a los niños) y conmigo.

Así que estamos aquí, en una elegante barra de bar de madera, en un local especializado en vino y jamón (y buen queso manchego), cada una con su copa, reunidas para celebrar que es sábado y es de noche.

—He conocido a alguien —confieso en tono solemne.

Inmediatamente capto la atención de mis dos amigas.

—No he salido con él. Ni nos hemos besado. Ni ha habido sexo. De hecho no sé si esto cuenta como "conocer a alguien" —aclaro ante las miradas profundamente intrigadas.

—¿Entonces es un amor platónico? —pregunta Sandra divertida.

—Sí, como el profesor de matemáticas buenorro del instituto... Con quien sabes que jamás podrás acostarte pero aún así ya has elegido el nombre de vuestros futuros hijos —dice Marina.

Encuentro la comparación ligeramente humillante, pero he de reconocer que por ahí van los tiros.

—Es el dueño de uno de los perros a los que paseo —digo.

—Bueno, siempre supe que ese era buen negocio —dice Sandra con una sonrisa pícara—. ¿Y cómo es? ¿Y qué hay exactamente entre vosotros si no hay nada...?

Esa pregunta me obliga a reflexionar. Llevo un mes sacando a pasear a Dama y una parte de mí está convencida de que entre Mario y yo ha surgido algo.

Algo que no se puede definir con palabras. Es una sensación abstracta. Noto cómo me mira, y los detalles que tiene conmigo. Todos los días me invita a café y la última semana incluso me ha preparado tostadas y hace bizcocho casero para los dos. He notado que llega más tarde a trabajar y conversa conmigo hasta pasadas las ocho y media.

Es cierto que solo hablamos de cosas superficiales... Del tiempo, de libros... De series de Netflix... De veterinarios, de adiestramiento de perros... A veces le pillo mirándome el escote de reojo y ha habido alguna noche en la que he recibido algún meme gracioso por WhatsApp seguido de un buenas noches y disculpa que te moleste. No reconoceré en voz alta que he releído esos mensajes en bucle en momentos de debilidad.

Lo que ocurre es que no solamente él me ofrece café, también yo lo acepto con mucho gusto, disfruto de su compañía y por las noches fantaseo sexualemente con él antes de dormir.

Eso sí, no me he atrevido a pedirle salir. Ni siquiera para sexo rápido. Estoy cansada de eso, aunque lógicamente me apetezca (qué sensación tan contradictora, ¿verdad?). De momento me conformo con poder charlar por las mañanas con él, su olor a hombre recién duchado y paladear el bizcocho de chocolate casero.

Bueno, a quién quiero engañar: no me conformo. Lo que ocurre es que me aterra lanzarme al vacío. Me parece un hombre completamente inalcanzable para mí.

—¿¡Aura!? —exclaman las dos.

Me he perdido en mi mundo, una vez más.

—Lo conozco desde hace un mes, se llama Mario y trabaja en banca... Bueno en una empresa bancaria pero no sé qué hace exactamente. No sé qué edad tiene pero debe andar rondando los treinta... Vive solo aunque eso no significa que no pueda tener novia... Y su perra, Dama, es maravillosa.

—Me gustan los animales, pero no quiero que nos hables de su perra, Aura. Te he preguntado que qué crees que hay entre vosotros —insiste Sandra.

‑—Eso —secunda Marina.

—Pues me invita a café recién hecho en su cocina todos los días y últimamente también hace bizcochos... Hablamos de cualquier cosa por las mañanas y luego se va a trabajar —resumo—. Eso es todo.

—Vaya, parecéis un matrimonio —dice Marina sorprendida—. Espera, ¿has dicho que últimamente hace bizcocho?

—Sí, al principio cuando le conocí, era solo café... Y de una semana para acá hay bizcocho de chocolate todos los días.

Mis dos amigas se miran de reojo y luego vuelven a poner la atención sobre mí.

—¿Y está bueno? —pregunta Marina—. Bueno o al menos, a ti te gusta, está claro... Si no no habrías dicho que has conocido a alguien...

—Sí, el bizcocho está bueno —respondo automaticamente.

—Joder Aura, el tal Mario. ¡El bizcocho de chocolate siempre está bueno! —exclama Marina con impaciencia.

Respiro hondo. ¿Qué si está bueno?

—A ver, es muy masculino. Bastante alto, muy moreno, ojos muy oscuros, hombros anchos, barba medio crecida... Pelo negro. No sabría decir si es guapo, en cuanto a la cara, de anunciar detergente, probablemente no... Es más bien guapo del estilo quiero que me empotres contra la pared —describo, sintiéndome por un momento como Félix Rodríguez de la Fuente.

Ambas estallan en carcajadas.

—Bueno, ¿y por qué no te ha empotrado ya? —pregunta Marina.

El vino ya se nos está subiendo.

—Supongo que no ha surgido. O a lo mejor es que él simplemente es así —respondo—. Y el bizcocho lo hace desde siempre, y siempre tiene café recién hecho y como a mí me pone muchísimo, me gusta pensar que lo hace solo por mí y que quiere meterme en su cama.

Y, por qué no, en su vida. Pero esto no lo digo en voz alta. Es mucho más guay decir que quieres a alguien en tu cama que decir que quieres a alguien en tu vida o, al menos, estar presente en la suya. Qué tiempos tan extraños corren para el amor.

—A ver, ¿y tú has notado algo esta última semana? No sé, que te mire más, que se acerque más... —investiga Marina.

—Yo sí le miro más... Es que el bizcocho está muy rico —me río. Ellas ríen también.

Brindamos. Definitivamente el vino campa a sus anchas por mi cerebro.

Tras nuestra sutil cena basada en tres trozos de jamón y un par de copas de vino, nos deslizamos por los pubs cercanos al paseo de la Castellana, en la avenida de Brasil.

Bailamos, reímos, los cubatas se suceden. Curiosamente nos alejamos de los hombres. Nos apetece estar juntas y reírnos... Y bailar.

Miro el reloj, son las cuatro de la madrugada. Y, como en toda fiesta que se precie, hay que ir al baño, hacer pis, retocarse el maquillaje (dentro de lo que permita el estado de ebriedad de cada una) y quizá ligar en la cola del baño (cosa que no haré porque ahora que estoy un poco —bastante— borracha, solo pienso en unos ojos negros concretos).

Al entrar en el baño veo una caja de condones medio abierta tirada en un lavabo, unas copas de silicona abandonadas encima del secador de manos y escucho (o me parece escuchar) a una mujer gritando mucho en uno de los retretes.

El suelo está sucio y encharcado.

Se me corta el rollo y me voy. Ni maquillaje, ni pis. Ni tampoco escuchar a los demás haciendo cosas que hace tiempo que no hago (ese novio que tenía ya dejó de serlo, no volví a saber de él).

Sin embargo, al salir en busca de mis amigas y recorrer el local abarrotado de gente me encuentro con una mirada que me resulta familiar. Lo que la penumbra me permite distinguir es una piel morena, unos rasgos atractivos...

Viene hacia mí.

Me mira de una forma que me hace comprender la necesidad de abandonar unas copas de silicona sobre un secador de manos para acabar gritando de placer en el baño sucio de una discoteca.

—Qué casualidad —dice Mario—. Estás preciosa.

Menos mal que estamos a oscuras porque el rojo de mi cara sería indistinguible del de mi pelo si fuese de día.

—Ya, eh, sí... Eh... He venido con mis amigas —digo, bloqueada ante ese piropo completamente inesperado.

—Bueno, no te molesto —responde él—. Te veré el lunes.

—Espera —le digo antes de que se vaya, agarrando la manga de su camisa—. Me alegro de verte.

Estoy intentando arreglar mi salida de pata de banco. Ese: "he venido con mis amigas" es sinónimo de "déjame en paz moscón putrefacto".

Él relaja el gesto y mi adrenalina se dispara tanto que el alcohol se evapora de mi cuerpo como si me hubiese bebido un litro entero de café.

—¿Quieres bailar? —me pregunta.

Nos miramos a los ojos y contengo el aliento. Tengo una sensación de irrealidad terrible. De hecho empiezo a creer que nada de esto está ocurriendo y me lo estoy imaginando.

—Pero esto es reggaetón... No se me da muy bien —me río.

—Bueno, pues bailemos una lenta —dice él.

Noto un suave aroma a Martini, lo que me dice que él también anda algo desinhibido.

"Debo tener cuidado", me digo, "no puedo perder el control", reafirmo en mi mente.

Noto sus manos en mi cintura y automáticamente las mías van a su cuello. Me apoyo sobre su pecho y, aunque esté sonando una estridente canción perreante, me siento como si estuviésemos bailando el Perfect de Ed Sheeran.

No sé cuántos minutos permanecemos así, moviéndonos ligeramente, respirando profundo, notándonos sin ser invasivos el uno con el otro. Por un momento, deseo que se congele el tiempo, que todo se detenga a mi alrededor. Pero la magia no es ilimitada y, en la mayoría de películas de fantasía, siempre tiene un coste. A Cenicienta se le convirtió el carruaje en calabaza, a Once le sangraba la nariz en Stranger Things y la pobre Bonnie en Vampire Diaries casi se muere unas cuantas veces por abusar de su poder.

Así que esto no podía ser diferente.

—¡Marina ha vomitado! Creo que se ha pasado con el ron —dice Sandra detrás de mí.

Y así es como un momento mágico estalla en mil pedazos.

Mario y yo nos miramos una vez más.

—Me tengo que ir —me despido—. Te veo el lunes.

Le sonrío y me separo de él con suavidad. Él susurra un adiós medio quebrado mientras Sandra tira de mí hacia el exterior del local.

Cuando veo a Marina, estupenda, sin rastro de borrachera y completamente lúcida me imagino que esto no ha sido más que una operación de rescate.

—Dios, era mentira —digo enfadada—. Os lo agradezco pero... No hacía falta.

Ellas me miran sin comprender.

—Siempre nos pides que te rescatemos si has pasado de los cinco cubatas.

—Y llevas ocho, querida —dice Marina.

—¡Es que era Mario! ¡Era... Él! —exclamo frustradísima.

Mis amigas ponen cara de circunstancias.

—No jodas, pues sí que está bueno —dice Sandra.

—Te dije que no hacía falta un rescate. Lo que necesitábamos nosotras era uno así para cada una —añade Sandra nuevamente, comentándoselo a Marina.

—¿Sí? ¿Es guapo? Vaya, no le he visto de cerca.

—Oh, pues yo sí... Y me ha dado pena sacarla de ahí.

—Estoy delante, os oigo. A mí me ha dado más pena —rebuzno.

De pronto me entra un sopor increíble, he llegado a mi tope. Desde que pasé los veintiséis años, no aguanto igual las noches. ¿Me estaré haciendo mayor? Bueno aún no he cumplido los treinta, así que imagino que esto puede empeorar.

—Creo que es hora de irse, queridas —comenta Marina al comprobar el bajón generalizado que ha sufrido el grupo en los últimos cinco minutos.

Y así, compartimos un taxi que nos va dejando una a una en nuestros respectivos portales.

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