Capítulo 39
El tiempo no cura nada. Con el tiempo los quistes crecen. Se rellenan. Se infectan. Con el tiempo no se deja de amar. Con el tiempo aparecen la resignación y el conformismo. La lejanía del estímulo, su ausencia, extingue la búsqueda. Con el tiempo, las heridas profundas agrian el carácter y condicionan a las personas a evitar más sufrimiento. El tiempo te enseña a no repetir malas experiencias, pero no favorece la cicatrización.
El tiempo no va a curar lo que tú no has podido. Pero hay quien sí puede rellenar ese hueco en el alma. Ella.
Mario mira su teléfono. "He hablado con ella, no te prometo nada", hace seis meses.
Dama corre por la orilla con la pelota en la boca, entra y sale del agua salada a placer y se sacude cada poco. A ella le ha sentado bien el cambio de aires. Pero Mario se ha encontrado con una sucesión de atardeceres de nubes rosas y agua plateada, con una playa salpicada de parejitas acarameladas a las nueve de la noche y con una desagradable sensación de sinsentido de la vida que aparece a diario, cada vez que pasa un día más sin saber de Aura.
Se sienta sobre la arena, a una distancia prudencial del agua y Dama se sienta a su lado, jadeando e inundando todo el aire con su maravilloso aliento de pastor alemán.
A los diez minutos, la perra se tumba en la arena y se deja acariciar por su amo. El silencio y el olor a sal le reconfortan, pero los colores del atardecer le recuerdan a ella y a su pelo rojo y brillante. Se imagina a su lado, viendo ese bonito espectáculo juntos, cogidos de la mano. Y así lleva sucediendo todos los días, durante seis meses.
Cada tarde, se atormenta imaginando escenas bonitas e imposibles que son, como se suele decir: pan para hoy y hambre para mañana. Una tortura a largo plazo ideal para el alma humana.
Así transcurre al menos una hora, con la mirada perdida donde el mar se confunde con el cielo, mientras el sol termina de esconderse y el cielo se vuelve pálidamente oscuro, comenzando a brillar la primera estrella.
De pronto Dama se levanta y sale corriendo hacia el paseo marítimo, sacando a la fuerza a Mario de su tormenta mental. Él se levanta de la arena con fastidio, pero cuando va a gritar el nombre de la perra, la imagen de una chica pelirroja lo deja completamente paralizado.
Aura lo mira. Quizá hay poco más de ocho-diez metros de distancia. Están lo bastante cerca y lo bastante lejos.
Mario no se atreve a dar ni un paso. No tiene claro si lo que está viendo es real. Ni qué va a pasar después. Pero ella sí tiene el valor suficiente como para acercarse un poco más.
Pasan unos minutos así, mirándose, en silencio. Parece que Aura está congelada. ¿Realmente será ella?
Mario se siente como si estuviese viviendo una película, alejado de su vida, como si esa persona que está temblando de los pies a la cabeza no fuese él. La carga de la situación es tal que se bloquea y se desentiende de ella.
Cómo ha podido enamorase de alguien así, se pregunta entonces. De esa forma. Enamorarse al punto de temblar, de sudar, de no saber qué decir. Enamorarse hasta el pánico, hasta no poder soportar su ausencia. Nunca había entendido por qué la gente le temía al amor hasta ahora. Hasta que nota lo vulnerable que se ha vuelto, lo mucho que su vida se ha desviado de lo que él había planificado para el futuro: por ella.
Aura se acerca y ya solo unos centímetros los separan. Cuando ve las lágrimas en esos ojos verdes cristalinos, se le acelera el corazón (si es que eso es posible).
—¿Es demasiado tarde? —pregunta ella con un hilo de voz.
Mario estira su brazo y lleva su dedo índice hacia la mejilla, privando a una lágrima de su recorrido hasta el cuello. Él también tiene los ojos empañados, pero ve lo suficientemente bien como para darse cuenta de una pesada mochila que cuelga de los hombros femeninos, de la ropa de deporte, llena de arrugas (probablemente fruto del viaje desde Madrid) y de sus deportivas desgastadas. Las mismas deportivas que llevaba puestas cuando la conoció.
No ha olvidado ni el más mínimo detalle de ese momento, de esa primera vez, de ese pelo rojo brillante sobre Dama, de esa galleta que le dio Aura a la perra aquella mañana, de su piel blanca, lechosa, a juego con las pecas de su nariz.
—¿Por qué has tardado tanto? —pregunta él—. Te he echado de menos... Mucho.
La palabra mucho se queda corta, piensa Mario. Cortísima.
—Solo voy a hacerte una pregunta —dice ella—. Por favor, sé sincero.
Él se pone rígido de repente. Sabe que no va a tolerar otro no. Otro no confío en ti. Otro necesito tiempo. Se va a romper.
—¿Me quieres?
Pero esa respuesta es muy fácil.
—Tanto que duele —responde él muy serio, sin bromas, sin mierdas. Así, a pelo.
Mario la besa sin avisar. Con rabia, castigándola por su ausencia. No la deja ni respirar. Y, a pesar de eso, ella responde casi con la misma desesperación, sujetándole de la nuca y de la espalda, suplicándole que no se aleje.
La mochila cae al suelo.
Se hace de noche.
La playa se queda desierta y la temperatura desciende. Dama permanece inmóvil y tranquila, vigilante, testigo de la arena colándose entre la ropa y entre la piel de ambos. Testigo de la respiración agitada y de la necesidad acuciante.
Mario deja caer su cabeza sobre el pecho desnudo de Aura. Siente la respiración femenina, acelerada, tratando de recuperar todo el aire en el menor tiempo posible. Ella desliza las yemas de sus dedos por el pelo de Mario, algo más largo que hace meses. Lo acaricia con un amor infinito.
—Prométeme que no vamos a volver a hacer estas tonterías —dice él.
—¿Qué tonterías?
—Estar separados —responde él.
—No, te lo prometo.
Pero Mario aún no está tranquilo. Sabe que quiere más. Que si no es con ella, no será con nadie.
—Pues cásate conmigo.
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Ya solo falta el EPÍLOGO (PARTE I Y PARTE II).
Espero que os haya gustado!
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