Capítulo 38


—¿Cómo estás? —pregunta mi compañera.

Hace ya un par de semanas desde que Mario apareció por aquí. No se lo he contado a nadie: ni a Sandra ni a Marina. Así que Lucía es la única que lo sabe y la única que cuando me mira, ve las ojeras y la ansiedad que se refleja desde mi pelo mal peinado hasta mis manos temblorosas.

—Bien —contesto simulando una sonrisa que no es de verdad—. Estoy mejor.

Lucía vuelve la mirada hacia el ordenador, poco convencida. Pero me conoce: no quiero más comentarios, no quiero hablar. Ella respeta mi silencio y yo lo agradezco.

Lucía es una de esas personas que, por razones que desconozco, sabe muy bien que cuando una persona sufre intensamente, no hay nada que puedas decirle para solucionarlo, solo puedes aportar silencio; y si se te pide: compañía.

Es de esas personas que no te pregunta por tu vida privada a no ser que tú se la cuentes: no significa que no le interese, si no que respeta tu intimidad.

—Cuando quieras tomar café, avísame, he dormido mal —me dice una hora más tarde.

Y justo en ese instante, la hora del café se transforma en la hora del Lexatin.

Una persona que conozco muy bien, posa sus tacones altos sobre la elegante tarima de la recepción. Un olor a perfume caro inunda el ambiente. Elevo la mirada.

—¿Podemos hablar? Es importante.

Un montón de pensamientos e ideas intentan conectarse en mi cabeza, todos a la vez, creando chispas y cortocircuitos en mi línea mental, bloqueándola. De todo ese jaleo que se ha montado en mi interior, solo rescato una pregunta:

—¿Te ha pedido Mario que hables conmigo? —y la digo en voz alta.

Ella niega con la cabeza.

—Mario se ha ido de Madrid, pero por muy lejos que se vaya, va a seguir estando hecho una mierda. Por, favor, dedícame diez minutos, a solas.

***

Hace cinco días...

El negro suele ser el color predominante entre los bancos de una iglesia cuando se celebra un funeral. Aunque hay de todo, y depende de la personalidad de cada uno.

Nunca faltan aquellos que parecen haberse confundido de evento o que bien entienden la muerte como una especie de boda o comunión y, como tal, se visten. Es cierto que este funeral se ha hecho esperar unos meses, pero parece ser que la hija de la difunta no estaba en condiciones de organizar uno hasta ahora.

Gloria no va de negro, pero tampoco lleva un vestido vaporoso, ni particularmente llamativo. Unos pantalones grises y una camisa de manga larga y cuello alto, de color blanco roto, acompañan con elegancia a un caro bolso de una de esas marcas que están hechas solo para etiquetar a las personas con dinero y hacer que se reconozcan entre ellas.

Mario lleva un traje negro, pero su camisa también es blanca. Se ha sentado al final de la bancada, cerca de la puerta. Y no porque tenga pensado huir, si no porque no quiere llamar la atención: Gloria y él han sido pareja durante muchos años y tiene la suerte, o la desgracia dependiendo de quién, de conocer a toda su familia. Y la realidad es que no le apetece saludar a nadie ni mostrar la más mínima cortesía. Está allí por Regina, a quien sí apreciaba.

Escucha atentamente la homilía del sacerdote, sin sacar nada en claro de ella. Ahora mismo para él, la vida no tiene mucho sentido. Todas las mañanas se ducha, se toma sólo un café y se va a trabajar. Cuando vuelve, se sienta delante de la televisión y, con suerte, hace algo de deporte en su bicicleta estática. Dama está con sus padres. Ha decidido no contratar a nadie que la paseé, dado lo que pasó la úlitma vez.

Cuando el cura da su última bendición, Mario se escabulle rápidamente y alcanza la salida en pocos segundos. Camina con rapidez calle arriba, en dirección hacia un aparcamiento (que estaba un poco lejos) donde dejó el coche al llegar.

A pesar de la lluvia que lo está empapando y que resuena sobre los charcos formados entre la acera y el asfalto, unos pasos se escuchan con claridad detrás de él.

—¡Mario!

Él se gira. Gloria está fatigada, con la melena rubia empapada y los zapatos de tacón ya en la mano. Descalza (excepto por las medias) sobre los adoquines.

—Lo siento mucho —le dice el pésame por segunda vez, la primera vez fue en el tanatorio, donde no estuvo más de cinco minutos.

—Ya lo sé. No... No has saludado a mi padre ni a mis tíos. Me han preguntado por ti —dice ella—. ¿Quieres venir a tomar un café con nosotros?

A Mario se le escapa una risa vacía.

—No, gracias. Solo quiero irme a casa.

—¿Y si nos tomamos un café un día de estos? Y así nos ponemos al día... ¿Qué... Qué pasó con aquella chica?

—Que por tu culpa, y también por la mía, por gilipollas, se acabó.

Gloria contiene la respiración al notar el claro reproche en la voz de su ex. Ella recuerda el día en el que Aura, la chica que paseaba los perros de su madre, salió corriendo de casa al ver a Mario. Él le dijo que era su novia y la siguió. Pero después de aquello no volvió a saber de aquel asunto.

Y ahora, por esa voz cargada de rencor y ese Mario unos diez kilos más delgado y despojado de una alegría que era habitual en él, sabe que aquello tuvo unas consecuencias mucho bastante serias.

—No entiendo por qué ahora te interesa, la verdad —dice él—. Da igual. Mañana me mudo a la costa. Voy a cambiarme de ciudad, de móvil y de trabajo. Espero que no volvamos a vernos y espero, de verdad, que te vaya muy bien y seas muy feliz.

Cada vez llueve con más intensidad. Ambos se refugian instintivamente bajo el balcón más cercano.

Hay un sentimiento terrible, que cuando logra abrirse paso entre los demás, se enquista y se perpetúa, recordándote día y noche todos tus defectos y las cagadas que has hecho. Ese es el sentimiento de culpa.

Y cuando eres una persona poco propensa a sentirte culpable, los remordimientos se magnifican y se vuelven insoportables.

—Déjame ayudarte, por favor. No me imaginé que era tan imporatnte para ti —dice ella con angustia.

—Para ti nada que no seas tú es importante —responde él—. Mira, no quiero más. Vete con tu padre y tus tíos. Espero que te vaya bien.

Él va a echarse a caminar cuando Gloria le hace una propuesta que no puede rechazar.

—Puedo hablar con ella y decirle todo lo que pasó. Le puedo contar el acuerdo que hicimos, que ya no estábamos juntos...

Mario la mira, con serias dudas.

—Querrás decir el acuerdo que tú hiciste, porque dejé de formar parte de eso muy rápido.

Gloria suspira profundamente.

—Está bien... Ella trabaja en el despacho de abogados ese que hay cerca de El Corte Inglés... Cerca de la Castellana... Donde...

Gloria asiente.

—Donde estuve trabajando hace años —completa ella.

—Sí —responde Mario—. Te enviaré mi nueva dirección...

—Por si ella quisiera verte —completa Gloria.

—Por si ella quisiera verme —repite él con la voz rota.

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