Capítulo 33
Antes de entrar en la casa con los caniches, disfruto de un último vistazo a los jardines de la urbanización. Los tonos amarillos y marrones del otoño me relajan y me aportan una extraña sensación de seguridad, de rutina. Me hacen recordar los primeros meses de colegio, cuando después de un verano caótico, volvías a madrugar, a ir a clase todos los días y a recuperar un poquito de orden en el día a día. Cuando regresaban la lluvia, el frío matinal, el café caliente de las siete de la mañana y el Colacao de la merienda. Cuando mamá y yo cenábamos juntas y me ayudaba a hacer los deberes.
Al atravesar el umbral, el silencio y la penumbra en la que está sumida la casa me revuelve. Regina está en una cama y su hija, Gloria, está junto a ella todo el día.
Desato las correas y las guardo en un pequeño armario reservadas para ellas que hay colgado junto a la entrada. Después subo las escaleras y, tal y como me había pedido la misma Regina, golpeo con los nudillos suavemente la puerta de su habitación.
—Vengo a despedirme —digo sin asomarme.
—Pasa, Aura, querida —me invita a entrar ella, con una voz muy tenue, deshilachada.
Cuando abro la puerta del todo, la veo recostada en la cama, muy delgada, cadavérica, con la nariz afilada y la piel de un tono amarillento, cetrino. Le dedico la mejor de mis sonrisas.
—¿Mañana te tomas un café conmigo? —me pregunta, mientras me acerco.
—Sí, claro —le respondo en tono amoroso, sabiendo, internamente, que quizá mañana no llegue.
Entonces la puerta se abre de nuevo y entra Gloria, seguida de un hombre.
—¡Mario! —exclama Regina entusiasmada—. Mira Aura, te presento al novio de mi hija, que por fin ha venido de viaje. ¿Qué tal lo has pasado en Nueva York?
La mente humana es poderosa, se defiende. Una manera de defenser de forma inmediata es la negación. Negarse a creer que está sucediendo lo que está sucediendo. Blindarse. Envolverse en una burbuja, no ver, ni oír. Hay gente que supera esa reacción en unos segundos, o minutos y gente que tarda horas... O incluso días. A mayor dolor, más anestesia necesitarás.
Por eso cuando Mario pronuncia mi nombre: "Aura". No lo oigo. Casi ni le miro. Contengo la respiración.
—Me tengo que ir —me despido de Regina forzando una sonrisa amable, incompleta.
Me voy de allí, muy rápido. Bajo las escaleras y salgo de la casa sin mirar atrás. No pienso, no hablo, solo camino hacia la parada del autobús, aunque no descarto coger un taxi. Necesito llegar a casa de Mario, recoger mis cosas y marcharme.
—¡Aura! —un grito detrás de mí.
Unos pasos rápidos, quizá una persona corriendo. Mario me alcanza. Pero yo sigo caminando. No le miro, ni le hablo.
No soy capaz aún de procesar lo que he visto, no tengo explicación... Y si la hay, me duele demasiado. Si asumo lo que he visto, me voy a deshacer entera y no va a quedar nada de mí.
—Aura, tengo una explicación. Gloria no es mi novia. No hay nada. Te dije que iba a ir a ver a la madre de mi exnovia porque se está muriendo, ¿te acuerdas? Mírame Aura, por favor.
Pero sigo caminando.
Aún quedan unos minutos antes de alcanzar las escaleras de granito que dan acceso a las taquillas y a los andenes.
Mario camina a mi lado, explica mil cosas que decido no escuchar. Llevo dos meses siendo testigo de los minuciosos preparativos de una boda: desde el vestido con sus mil pruebas, los zapatos ya comprados, los decoradores... Cada día que iba a pasear a esos perros, había algún plan relacionado con ese tema.
Siento que voy a vomitar en cualquier momento.
—Aura, tienes que escucharme, por favor, por favor. Te lo suplico —Mario se planta frente a mí y sostiene mis hombros con suavidad.
De pronto, las lágrimas brotan de mis ojos sin control y me deshago bruscamente de ese contacto que ahora me revuelve.
—No quiero volver a verte.
Una luz verde sobre un vehículo blanco, con una banda roja hace que reaccione rápidamente, levantando la mano. El taxi se detiene y entro velozmente en los asientos de atrás. Cierro la puerta.
—¡Aura! —grita él.
Decido no mirar por la ventana, no volver la vista atrás.
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