Capítulo 32
Cuando el calor comienza a abandonar Madrid y las hojas de los árboles se tiñen de naranja y amarillo, Gloria decide esperar a Mario en su oficina a las ocho de la mañana. Por suerte, tantos años de relación le facilitan el acceso: conoce a la secretaria, al jefe y a sus dos compañeros. Dice que ha quedado con él allí para entregarle unos papeles y le abren su despacho sin ningún inconveniente.
Ella decide esperar sentada en una de las sillas. Mientras, observa la estancia con detenimiento, recordando otras épocas. De pronto, sus ojos se posan sobre una foto que antes no estaba ahí: Mario y otra chica. Gloria se pone en pie, entrecierra los párpados y se acerca... Es pelirroja. Y muy guapa.
El caso es que le suena. Pero no sabe muy bien de qué.
—Gloria.
Mario se queda pasmado en el umbral de la puerta acristalada del despaho. Su exnovia se sobresalta y se gira repentinamente. Al ver la cara de pocos amigos de él, intenta suavizarlo.
—No te enfades, si he venido es por causa de fuerza mayor —se adelanta Gloria.
—Espero que sea verdad —dice él, cada vez más enfadado.
—Mi madre se muere, es cuestión de días... Le han dado el alta tras una semana ingresada. La enfermedad ha progresado y... Y ya no hay tratamiento. La está visitando el equipo de cuidados paliativos... Ya sabes, morfina y más morfina... —sus últimas palabras suenan roncas, ahogadas.
Mario relaja el gesto con rapidez y por vez primera, se percata del mal aspecto de la mujer con la que una vez estuvo a punto de casarse. Gloria tiene la piel deslucida y unos surcos oscuros le rodean los ojos que se encuentran hundidos y menos brillantes de lo habitual...
Tiene un aspecto terrible. Mario, movido por ataque de empatía y comprensión, se acerca a su exnovia y la abraza. Ella agradece el contacto y deja caer varias lágrimas sobre el hombro masculino.
—Necesito que vengas a despedirte de ella —susurra Gloria—. Por favor.
—¿Le dijiste la verdad? —pregunta él.
Ella se separa de Mario y el abrazo se deshace fríamente.
—No. ¿Cómo se te ocurre? Incluso me acompañó a probarme vestidos de novia y estuvimos mirando fincas... No me mires así Mario, si supieras lo feliz que se la veía... Lo que ha disfrutado esos preparativos.
—¡Pero es mentira! ¿Tú crees que ella quiere ser feliz en la ignorancia o quiere saber la verdad aunque no le guste? Gloria, tu madre no es una niña pequeña, es una mujer adulta que tiene derecho a saber lo que ocurre en la vida de sus hijas... O al menos a que no se la engañe —dice él, preso de una creciente indignación.
—No necesito tu opinión, Mario. No me interesa. Sólo te pido que vengas a despedirte de mi madre antes de que se muera. Ella te quiere y te lo agradecerá.
En silencio, se miran a los ojos. No se quieren, pero tampoco se odian. No se puede decir que sean amigos, pero tampoco enemigos. Son dos personas que saben que no estaban enamoradas y que decidieron separarse tras varios años de convivencia tranquila y agradable, aunque no apasionada ni particularmente feliz.
—Iré esta tarde, pero no pienso mentir, Gloria. No me obligues a hacerlo.
—Si no vas a mentir, al menos cállate y no la saques del error. Deja que se muera en paz —advierte ella.
Mario levanta las manos, cansado de pelear contra un elemento de la naturaleza.
—Está bien. Lo hago por ella, no por ti. Que sepas que no estoy de acuerdo.
—No he pedido tu opinión.
Gloria camina hacia la puerta.
—Te veo esta tarde.
Y desaparece.
Mario se sienta frente al escritorio y apoya la cabeza entre las manos, se revuelve el pelo y se frota las sienes. Él había dado por terminado ese tema hace muchos meses, cuando decidió no volver a hablar con Gloria. No volvió a contestar a sus llamadas y la bloqueó en todas las redes sociales posibles.
Nunca llegó a hablarle a Aura sobre aquella situación, no vio la necesidad puesto que había dejado aquel tema de lado de forma permanente. Pero ahora... La idea de ir a ver a Regina sin hablarlo primero con su novia no le termina de convencer.
—Sí, es mejor que se lo explique —se dice a sí mismo.
***
Las clases han empezado y esta vez me he matriculado en horario de mañana para poder trabajar y estudiar por las tardes... Y de paso, para poder estar con Mario un poquito más de tiempo todos los días.
Sandra y Marina, sin embargo, siguen asistiendo al módulo por las tardes porque por las mañanas trabajan: la primera en una tienda de ropa pequeña a pie de calle y la segunda, como recepcionista en una clínica veterinaria. Aunque las clases ya no durarán mucho porque, en breves, comenzaremos con prácticas en centros veterinarios (algo que me apasiona).
Yo me dedico a pasear perros ajenos y a vivir, aún, del dinero ahorrado que me queda de la venta del piso de mi madre y de la época en la que trabajé como administrativa, aun a riesgo de perder mi salud mental.
Mientras la profesora pasa las diapositivas, noto la vibración del teléfono en mi bolso. El nombre de Mario brinca en la pantalla. Quizá querrá preguntarme si he sacado a pasear a Dama: sí, todos los días la bajo a dar una vuelta a las siete de la mañana. O tal vez querrá darme los buenos días por décima vez, como hace normalmente.
Le cuelgo y le escribo que lo llamaré más tarde, que recuerde que ahora tengo clase.
Llámame en cuanto puedas, tengo que contarte algo. Responde él.
Me inquieta tanto, que cuento los minutos hasta que termina la clase, entonces me deslizo hacia el pasillo y marco su número rápidamente.
—Aura —dice él en un tono de voz muy poco habitual.
—¿Estás bien? Me has preocupado —le digo con suavidad.
—Sí... No te preocupes, está todo bien —dice él y después guarda silencio.
Me pone aún más nerviosa.
—¿Entonces? —pregunto con incertidumbre.
—Te llamaba porque quería contarte una cosa. No es muy importante... Pero me parecía adecuado que lo supieras.
Aprieto las mandíbulas, exasperada.
—Me estás estresando, Mario —digo—. Estás muy serio, no estás bien. ¿Qué... qué tengo que saber?
—Tranquila... Es solo que la madre de mi exnovia se está muriendo y me gustaría ir a verla esta tarde. Quería preguntarte, si te parece bien.
Me apoyo sobre la pared y sonrío, aliviada. ¿Esa tontería?
—¿Por qué iba a importarme? Claro que puedes ir, Mario puedes hacer lo que quieras, no soy tu policía —me río—. Lo... Lo siento mucho —añado—. ¿Apreciabas a esa señora?
—Sí —dice él—. Gracias Aura, te quiero.
—Te quiero —le susurro al teléfono.
Entonces colgamos y nos sumergimos nuevamente en la rutina.
Antes de que comience la siguiente clase, me doy cuenta de que jamás en mi vida había dicho "te quiero" tantas veces y sin estar tan convencida como lo estoy ahora. Se me escapa una pequeña sonrisa. Soy feliz.
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