Capítulo 3
Mientras veo uno de los capítulos de la última temporada de Sexo en Nueva York (ambientado en una época en la que no existía ni Instragram, ni WhatsApp), un sonido me alerta de que he recibido un correo electrónico.
Pauso la serie en un momento en el que Samantha está disfrutando de lo lindo con... ¿Un camarero rubio buenorro? Sí.
Miro la imagen con cierta envidia antes de abrir mi correo electrónico.
—Oh, qué cosa tan adorable.
La foto de un precioso pastor alemán me derrite de amor. Tiene una pelota roja enorme en la boca y está sentado sobre sus cuartos traseros.
Se trata de una notificación de la web donde ofrezco mis servicios de paseadora-cuidadora-lo que sea de perros.
"Buenas noches, mi nombre es Mario Gómez, y esta es mi perra: Dama. Es una pastora alemana de dos años, muy activa, que necesita mucho ejercicio a diario. Yo trabajo entre 10 y 12 horas al día y solo puedo sacarla a primera hora para un pis rápido y a última hora cuando llego para tirarle la pelota en el parque. Mientras tanto pasa el día entero sola en casa y necesitaría a alguien que le diera un paseo por las mañanas para ejercitarla.
Espero su respuesta,
Muchas gracias".
—Vaya, qué formal —me comento a mí misma.
Decido responder.
"Ok. Son cinco euros el paseo diario de una hora. Dime dónde y cuándo".
Pulso enviar. Voy a la cocina y cojo una bolsa de patatas fritas. Es lunes, las nueve de la noche, he hecho deporte y he cenado una ensalda, pero sigo teniendo hambre.
Me llega otro email. Lo abro. El tal Mario ha respondido.
Me envía su número y la dirección de su casa y me pregunta que si podría ir ya mañana a primera hora, en concreto a las ocho, a recoger a Dama.
"Ok", respondo. Prefiero madrugar y asegurarme un cliente: el alquiler no se paga solo.
Cojo unas cuantas Ruffles de jamón y me las llevo a la boca con cierto placer, Samantha continúa en la pantalla de mi portátil haciendo cosas indecentes. Bien, ella tiene orgasmos y yo como patatas fritas. Así las dos somos felices. He de decir que a Samantha no le hizo falta nunca tener instalada la aplicación de Tinder, se las ingeniaba solita para tener siempre a alguien en su cama —o para estar ella en la cama de alguien—. Ahora ya hasta tenemos una aplicación para eso, ¿es que no vamos a tener que esforzarnos ni para ligar? En fin.
Cuando termina el capítulo decido que, aunque sean las diez de la noche, merece la pena darle un repaso a la casa. Limpio la diminuta encimera de la cocina. Cambio las sábanas de mi cama y le doy una pasadita al baño. Sólo he tardado quince minutos en limpiar "por encima". Es una de las ventajas de vivir en una caja de zapatos.
Después me estudio el recorrido para llegar a la casa de Mario y su perra, Dama. Tendré que coger el metro, hacer un par de trasbordos...
—Vaya urbanizaciones tan lujosas... Qué casas tan bonitas —digo con tono deslumbrado mientras miro el Google Earth en busca de algún parque canino en las inmediaciones en el que pueda ejercitar al pastor alemán—. Bien, ahí parece que hay uno.
Y con eso, satisfecha, apago el ordenador y me voy a dormir con el despertador puesto a las seis y media de la mañana.
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