Capítulo 29
Me detengo frente a una casa de las afueras. El jardín, elegante y bien cuidado, me da una bienvenida llena de color. Inspiro con fuerza y el aroma de las flores inunda mis sentidos. Debe de ser maravilloso vivir en un sitio así.
La fachada de ladrillo marrón oscuro combina perfectamente con un tejado de pizarra gris que brilla bajo el sol del mes de julio.
Se trata de una urbanización privada, tranquila y alejada de la gran ciudad. Los árboles son los únicos que se atreven a perturbar el silencio cuando la suave brisa veraniega sacude las hojas con delicadeza.
Llamo al timbre y espero frente a una puerta blanca de grandes dimensiones.
—Buenas tardes, señorita —me dice una mujer de mediana edad, acento extranjero y vestida de ropa oscura uniformada —. La señora en seguida baja y la atiende.
A los cinco minutos, deslizándose por una escalera elegante de mármol, aparece la dueña de los dos caniches que voy a pasear de seis a siete de la tarde todos los días de ahora en adelante, aprovechando que en verano tengo vacaciones del módulo y no tendré clases.
—Tú debes de ser Aura —me saluda ella con una gran sonrisa.
Cuando se acerca, tengo que esforzarme por no mover ni un músculo de mi cara. Su aspecto me resulta muy familiar y despierta recuerdos de los que me esfuerzo mucho por escapar día a día.
—Buenas tardes —sonrío con educación.
Dos perritos pequeños, de cabellera rizada, blanco y negro, se acercan a mí y me ladran con insistencia. Me agacho y dejo mis manos apoyadas en el suelo para que me huelan. No hago ningún movimiento brusco.
Mientras, ella me habla.
—Me llamo Regina. La que te escribió fue mi hija. Verás necesitamos un poquito de ayuda con Ulises y Ramsés, estoy en tratamiento y me encuentro un poco débil, como ella te dijo. Normalmente me encargo yo de darles largas caminatas por el parque, pero hoy por hoy no tengo fuerza suficiente.
La palabra tratamiento impacta de lleno en mi cerebro desatando imágenes de sillones, sueros, vías y horas de espera.
En seguida vuelvo a erguirme y a quedar cara a cara con Regina. Asiento despacio con la cabeza.
—Por supuesto, le ayudaré todo lo que usted necesite —digo, movida por una empatía que solo puede tener alguien que conoce ciertas experiencias de primera mano.
La señora me sonríe.
—¿Quieres un té antes de salir? Me refiero a un té helado, claro. A esta temperatura...
—No, gracias. No se moleste. No quiero robarle tiempo, sólo dígame donde encuentro las correas y los arneses.
Ella continúa sonriendo.
—Insisto, hace mucho calor y veo que vienes sudando, no te vendrá mal algo para refrescarte.
Finalmente, accedo y paso un rato agradable charlando con la dueña de los caniches.
***
Son las ocho y media cuando, cargada con un par de bolsas del súper, llego al portal y saco las llaves de mi pequeña mochila.
—¿Me dejas que te ayude?
—¡Mario! —grito sorprendida.
Él me sonríe.
—Como sé que hoy terminabas tarde y no podías venir a cenar, he decidido venir a hacerte compañía... Sólo si quieres y estás de humor para compartir una ensalada conmigo en la encimera de tu cocina —me propone.
Sus ojos oscuros y brillantes me sonríen, su pelo negro está mojado, y todo él huele a ropa limpia, gel y un ligero toque de colonia. No paso por alto sus brazos musculosos, a la vista y tampoco su gran estatura. Lleva una sencilla camiseta negra y unos pantalones grises, cortos, técnicos.
Inmediatamente le devuelvo la sonrisa.
—Sí, estoy de humor —respondo.
Entonces, él se acerca y carga una de las bolsas.
—¿Eso que veo es vino blanco? —pregunta mientras subimos las escaleras.
Me giro hacia él y le dedico otra sonrisa. Mientras abro la puerta de casa, examino bien esa sensación de alegría, casi euforia, que me ha recorrido desde la nuca hasta los pies cuando he visto a ese hombre de pie delante de mí. Lo vi por última vez esta mañana, cuando como todos los días, entró en su piso para sacar a pasear a Dama. Compartimos café y magdalenas, él me habló de una reunión importante que tenía esta mañana y luego se fue, no sin antes darme un beso. No habíamos hablado de vernos esta noche. De hecho, han pasado ya diez días desde la última vez que cenamos juntos, cuando me besó y me dijo lo más parecido a un "te quiero" que me han dicho nunca.
Desembarcamos en mi diminuto apartamento y Mario se encarga de colocar los yogures, verduras, y fruta en general en la nevera mientras yo intento arreglar un poquito el desastre en el que está convertido mi sofá, lleno de ropa limpia para planchar, libros abiertos, alguna que otra lata de Cocacola vacía.
Estoy tan poco acostumbrada a las visitas que mi salón dista mucho del aspecto que tienen los escenarios pulcros y cuidados del Ikea, con todos esos libros en blanco, como si en cada salón que te venden, hubiese una historia por escribir.
—¿Te importa si me doy una ducha rápida? —le pregunto a Mario.
—Dúchate, yo iré haciendo la ensalada.
Y, mientras el agua tibia empapa mi melena roja, una sensación de comodidad y de hogar hace que mi respiración sea más tranquila y regular. Mario está preparando la cena después de un día agotador y luego podré acurrucarme entre sus brazos y ver una película. Quizá otras cosas después, sí. Pero lo principal es que, sin necesidad de vestirme de gala, ni maquillarme, ni encender velas, voy a compartir un momento cotidiano con una persona a la que lo único que parece importarle es compartir ese momento conmigo: sin velas, sin maquillaje, sin ropa elegante. Y eso es lo que significa estar en casa... En familia.
—Pero aún es pronto —me digo a mí misma—. No llevamos tanto tiempo.
Cuando regreso a la cocina, encuentro dos platos repletos de verdura de colores, dos copas de vino blanco y un par de trozos de pan rústico en una bandeja.
—No me habías dicho que habías estudiado empresariales —dice él desde el otro lado del salón.
Olvidé que, al buscar la carta de mi madre, había tenido que sacar el título enmarcado de un cajón y en lugar de volverlo a guardar, lo había tirado por ahí.
—Aura, eres una caja de sorpresas.
Nos miramos un instante y después traslado la bandeja con la cena hasta la pequeña mesita baja frente al sofá.
—Estudié en la Complutense —comienzo la historia—. Me licencié con honores. Todo sobresaliente. Empecé a trabajar en una empresa y me iba bien. Pero no era feliz. Y lo dejé.
Una forma breve de explicar que odiaba el Excel, los trajes, las conversaciones de negocios, los archivadores. Que el ambiente laboral era tenso y desagradable, competitivo a más no poder, vacío de amistad entre compañeros. Que me ahogaban las paredes de la oficina, que todos los días eran exactamente iguales... No era la vida que yo quería tener.
—¿Por qué no me lo habías contado antes? —Mario interrumpe mi comienzo—. No es un reproche, sólo curiosidad.
—No me pareció importante —respondo automáticamente.
Y es cierto, esa parte de mi vida la enterré hace ya mucho y a veces olvido ese tramo de unos seis o siete años de mi existencia en el que estudié y trabajé como becaria en una oficina.
—¿No te pareció importante? —pregunta él con una leve nota de asombro en la voz—. Un día me dijiste...
—¿Qué te dije? —pregunto con una sonrisa en los labios.
—Que no habías tenido una relación larga porque eres una persona difícil —comenta, reflexivo—. Ahora empiezo a entender porqué.
Esas palabras hacen que vuelva a dejar el tenedor en el plato y el corazón se me desboque. ¿Qué quiere decir? ¿Qué ahora entiende por qué nadie ha querido tener algo conmigo en serio?
—Si no quieres estar conmigo puedes decirlo abiertamente —suelto en un impulso.
Mario suelta una carcajada que termina de descolocarme por completo.
—Me refiero a que ya entiendo por qué eres una persona difícil.
Poco a poco, mi frecuencia cardíaca recupera la normalidad. Noto que me arden las mejillas de la vergüenza.
—Perdóname... Ha sido un día largo —susurro con la mirada fija en mi ensalada.
Él sostiene mi mentón y gira mi cabeza. Encuentro su mirada posada sobre mí, intensa.
—No te abres fácilmente, ¿verdad? No confías en nadie —y de pronto, esa bomba.
Esa verdad.
Me ha leído como si fuera un anuncio del Media Markt gigante en mitad de la autopista. Como si mi carácter estuviese completamente al descubierto para él. O... Como si hubiese pasado horas pensando en mí.
—Aura...
Parece que él ha visto esa lágrima que se me ha escapado antes de que yo me haya percatado de ella.
—Cuando te acostumbras a la soledad... No necesitas compartir tus problemas con nadie...Y pierdes la necesidad de hacerlo —explico, conteniendo las ganas de estallar en llanto.
Mario ha dado en el centro de una diana que yo no sabía que existía.
—A mí me interesan tus problemas, porque me interesas tú. Y sé que algo te pasa, desde hace días. Y no quiero presionarte, por supuesto que no... Pero sí quiero que tengas claro que quiero ayudarte, aunque únicamente sea escuchando, o abrazándote, o como sea... Necesito ayudarte porque no puedo verte así.
Entonces me siento muy pequeña a su lado. Le miro detenidamente: tan perfecto, tan guapo, tan... Todo. ¿Cómo es posible que haya un hombre así, en mi casa, diciendo que quiere escuchar todos y cada uno de mis problemas?
Está claro que la carta de mi madre me ha afectado más de lo normal, me reconozco a mí misma. Haciendo memoria, los últimos días he comido escasamente, he dormido mal, me he encerrado en mí misma y he abandonado a mis amigas. Tampoco he tenido interés en pasar las noches con él, ni siquiera por un poco de buen sexo.
Estoy llorando.
—Yo... —alcanzo a decir.
Pero entonces, una parte de mí se revela contra esa necesidad de control, de prevenir el abandonamiento, de acaparar mis secretos para mí sola y me levanto hacia la mesita del ordenador, de dónde cojo un pedazo de papel que he releído ya demasiadas veces y se lo entrego a él.
—Es una carta de mi madre... Que me dio para leerla después... Después de que muriera.
Mario me mira con un gesto de profunda preocupación.
—No sabía que tu madre había fallecido, lo siento mucho.
Está de pie, frente a mí, con la carta en la mano, sin saber muy bien qué hacer con ella.
—Ven siéntate —le digo mientras me dejo caer sobre el sofá.
Él me imita, parece más que dispuesto a escuchar. Inspiro hondo y lanzo otra explicación sobre otro episodio de mi vida: este no lo he olvidado, no tanto como el anterior.
—Mi madre murió cuando yo aún no había cumplido los diecisiete, de cáncer. Mi padre... Bueno, ahí está la carta. Después me fui con una tía, a regañadientes por su parte, para terminar el bachillerato. Y una vez fui mayor de edad, vendí la casa que había heredado de mi madre y vine a estudiar a Madrid.
Y sí, llevo sola todo este tiempo. Pero eso no se lo digo.
Mario se enfrasca en la lectura de la carta. La relee un par de veces y después la deja encima de la mesa.
Entonces abre sus brazos y dice:
—Ven.
Entiendo.
Me acurruco en su pecho y sollozo largo y tendido. Él me abraza toda la noche, hasta que no quedan lágrimas en mis ojos.
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