Capítulo 25


Es sábado por la noche y estoy acompañada por Audrey, una pequeña caniche la mar de cariñosa que lleva una hora panza arriba en el sofá a mi lado. Ambas estamos viendo Sexo en Nueva York. He hablado con Mario por teléfono hace cinco minutos: hemos hablado de todo y de nada. Se ha despedido de mí con un cariñoso: "que descanses". Esta noche yo quería quedarme con la perrita en casa y dedicarla a mis pensamientos y a mis sentimientos.

Tenía que buscar la carta.

Hacía años que no pensaba en ella. Bueno, en ocasiones me venía a la mente pero descartaba la posibilidad de leerla rápidamente y me ocupaba en otra historia.

No tengo una respuesta al por qué no he leído aún su contenido. Quizá porque no entiendo que mi madre haya tenido que esperar a fallecer para decirme ciertas cosas. No sé qué puede haber escrito en ese papel que ella no haya podido decir estando viva.

Además, si la leo, corro el riesgo de estar un mes entero llorando y no sé si quiero volver a caer en ese bucle del que tanto me costó salir.

Sin embargo, tras el sueño que tuve ayer, he sentido la urgente necesidad de buscar el sobre, que lo he encontrado en un pequeño cofre escondido dentro de mi armario.

Así que aquí lo tengo: encima de la mesa. "Para Aura". Me recuesto sobre el respaldo y los cojines mientras observo la bonita letra de mi madre.

El sonido del teléfono me distrae: Sandra y Marina están a tope en el grupo, proponiendo todo tipo de planes para el sábado noche: beber hasta perder el conocimiento, juntarnos para jugar al Monopoly, disfrazarnos y salir a bailar vestidas de princesas Disney (¿seguro que no están borrachas ya?).

Me río al ver la conversación. "Aura, anímate, estás muy callada", escribe Marina. Pero esta noche es para mí, así que escribo un cariñoso mensaje de despedida a mis amigas y les deseo que lo pasen en grande.

Yo prefiero quedarme a solas con las últimas palabras que mi madre quiso dedicarme por escrito. Cada vez es más palpable la idea de que debo reconciliarme con el pasado antes de darle cabida a un futuro. Si no, jamás voy a poder confiar en nadie más que en mí misma y eso, a la larga, me va a generar mucho sufrimiento. Pero, ¿cómo lo hago? ¿Cómo se puede aprender a asumir riesgos sin morir de ansiedad por el camino? Me doy cuenta, por primera vez, de que soy terriblemente cobarde. Sí, la cobardía, el miedo al fracaso, el miedo a perder. Eso es lo que me impide seguir. Miedo a ser abandonada, o a que alguien a quien yo quiero se muera o enferme. Miedo a que mi pareja no me quiera, o me abandone. Miedo a desenamorarme de él. Miedo a que mis hijos enfermen o miedo a ser una mala madre para ellos. Miedo a enfermar yo y dejarlos solos (como le sucedió a mi madre).

¿Cómo se supera eso? Supongo que hay gente que vive con esos miedos pero los saben mantener a raya. O quizá el resto de las personas vive su vida sin pararse a pensar en todo lo que podría salir mal.

En Sexo en Nueva York, Charlotte no puede tener hijos, se lo acaba de decir el ginecólogo. He visto ese episodio cientos de veces: Charlotte, desesperada por tener un bebé, recibe la noticia de su infertilidad mientras Miranda, su amiga, descubre que se ha quedado embarazada por accidente y su primer impulso es buscar una clínica para abortar. Consecuentemente Charlotte se enfada con Miranda porque ella considera el embarazo un regalo y Miranda se enfada con Charlotte porque la está juzgando por no desear tener un hijo.

—Nadie está a gusto con lo que tiene —expreso en voz alta.

Miro de nuevo el sobre con mi nombre dibujado con la caligrafía de mi madre. Y, decido, justo ahora, que el miedo a leerla no va a ser más fuerte que mi deseo de saber todo lo que ella tenía que decirme. Un miedo que lleva ganándome la partida unos cuantos años.

Cierro el portátil, silenciando a los personajes de mi serie favorita.

Abro la carta y extraigo un par de folios perfectamente doblados. Los extiendo y respiro hondo antes de comenzar a leer. Siento el silencio de la noche a mi alrededor. Algún coche se hace notar al pasar frente a mi ventana y la luz de la farola se cuela a través del cristal. Un flexo de mesa es lo único que ilumina mi diminuto salón en estos momentos.

La cara de mi madre aparece en mi mente. Contengo una lágrima. Fue una buena madre. Me quería. Me dedicaba tiempo y cariño.

Nunca hubo lujos ni dinero para aquello que no fuera básico e indispensable. Ella trabajaba mucho y a deshoras. Estaba cansada casi de forma permanente... Pero nunca se quejó, ni siquiera cuando estuvo enferma. Por eso lo pillamos tarde. Adelgazó, perdió el apetito, le dolía la espalda... Pero para ella no era motivo suficiente para ir al médico. Sólo agriaba el gesto de la cara cuando preguntaba por mi padre. "No vendrá, se ha ido, Aura", me repetía siempre.

Empiezo a leer.

Hola cariño.

Me detengo. Se me han empañado los ojos y no veo. Parpadeo varias veces seguidas y me calmo. Empiezo de nuevo.

Hola cariño;

Te quiero. Te quiero muchísimo y te pido perdón por haberte dejado sola en este mundo. Sé que estarás bien. Siempre has sido muy responsable, independiente y capaz. Estoy muy orgullosa de ser tu madre.

Sin embargo, hay algo por lo que también debo pedirte perdón y debo confesarte. No me atreví a hacerlo antes por miedo a que se abriera una brecha entre nosotras. Por miedo a decepcionarte y a que, en cierto modo, renegaras de mí.

Tu padre no se fue. No era tu padre. Nos casamos, (Jorge y yo) cuando eras muy pequeña (tenías un añito). Entonces estábamos enamorados y él quiso hacerse cargo, como si fueras su hija. Años después, una noche, tuvimos una conversación: había conocido a otra mujer. Me lo explicó con mucha delicadeza, se ofreció a continuar cuidándote y a visitarte regularmente. Me negué.

No eras su hija y yo estaba herida y enfadada. Así que lo eché. Y no quise volver a saber nada.

Y ahora pienso que quizá hice mal. Te merecías un padre. Y él era un buen hombre.

Sin embargo, nunca me atreví a contártelo.

Espero que puedas perdonarme y que no le guardes rencor a aquel que se marchó por mi culpa.

Te quiero hija. Perdóname.

Vuelvo a leer la carta de nuevo. Repito la lectura otras dos veces más. Entonces, me hago un ovillo en el sofá y contengo la respiración. No era mi padre. Me llevo la mano al estómago, está encogido y duele. ¿Y quién demonios es entonces mi padre?

Y cuando creía que alguien ya no podía sentirse más solo en este mundo, esa sensación de abandono se desploma sobre mí y llena mis ojos de lágrimas. Ahora no tengo ni madre, ni padre.

Una parte de mí quiere pensar en Mario, pero mi razonamiento me insta a ser prudente. Por mucho que me guste, no puedo poner todo de mí en él, podría fallarme.

Es mejor la soledad si te acostumbras a ella que depender de alguien que luego te abandone.

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