Capítulo 23
Los últimos dos años han sido duros y está llegando el final. Lo noto en sus ojos, cansados y hundidos. En su piel, grisácea y cetrina. En su apetito: casi no come.
—Mamá —le digo—. ¿Te traigo algo de desayunar? He bajado a comprar y he traído galletas de las que te gustan.
Está en la cama, como viene siendo habitual en el último mes. Me mira y percibo el cariño con el que lo hace.
—No tengo nada de hambre, hija... Estoy muy revuelta.
—¿Quieres Primperan? El último fue anoche, ya te tocaría. A lo mejor si te lo tomas y se te pasa el mal cuerpo puedes comer algo —razono.
Estoy sentada sobre el colchón, a su lado. Le doy la mano.
—Está bien —responde ella.
Cierra los ojos de nuevo, está agotada. Me levanto y voy a la cocina: un lugar pequeño y oscuro, pero limpio y ordenado. Extraigo una pastilla del blíster y con un pequeño vaso de agua regreso de nuevo a la habitación.
Mi madre levanta sus párpados con verdadero esfuerzo y se incorpora mínimamente para tragar el comprimido.
—Aura —me dice—. Abre, por favor, el primer cajón de mi mesilla.
Obedezco. Encuentro un sobre blanco bien cerrado en el que pone mi nombre en mayúsculas.
—¿Qué es esto, mamá?
—Es una carta que he escrito para que la leas... Cuando yo ya no esté —me dice.
Me sonríe con amargura y yo asiento con la cabeza intentando no llorar delante de ella.
—¿Y qué dice? —pregunto.
—Son cosas que creo que necesitas saber... Pero ahora no es el momento —puntualiza ella—. ¿Tú has desayunado algo, hija?
—Un café... No tenía más hambre —respondo.
—¿Y tus exámenes? Tienes uno mañana.
—No te preocupes, ya está estudiado —le respondo.
Me siento a su lado y agarro su mano. Ella se queda dormida otra vez. Decido tumbarme sobre la colcha, sin soltarle la mano. Yo también cierro los ojos y me duermo, producto del sueño acumulado tras varias noches de insomnio. Una media hora después me despierto bruscamente, ella ya no está allí conmigo.
Sólo me queda su carta.
***
Abro los ojos y vuelvo a la realidad. Mario me rodea con sus brazos pero está completamente dormido. Dama tiene las patas estiradas y se encuentra en el séptimo cielo canino, desparramada panza arriba sobre la alfombra. Miro mi reloj: las cinco y media de la madrugada.
La lamparita de pie se ha quedado encendida. Mi corazón está muy acelerado, noto el pulso bajo la mandíbula. Trato de respirar despacio, pero el recuerdo de la carta de mi madre bombardea mi cerebro constantemente: nunca la llegué a leer. Está escondida en un pequeño cofre, en mi armario.
Me deshago de los brazos masculinos que me rodean y me levanto del sofá. Apago la luz y cojo la aterciopelada manta que está perfectamente doblada sobre uno de los reposabrazos. Vuelvo a tumbarme con él y nos arropo a ambos.
Rápidamente el brazo de Mario me rodea y aprieta mi cintura.
—Aura —susurra él en mi oído—. Nunca te voy a dejar sola.
—Gracias —susurro.
Pero Mario no contesta, en su lugar emite un gruñido y me abraza más fuerte. Sentir su respiración en mi cuello hace que se desvanezca mi ansiedad y mi cuerpo se destense hasta volver a quedarme completamente dormida.
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