Capítulo 22
Estoy temblando, pero me esfuerzo para que él no lo note. Devoro el helado: primero el chocolate y después vainilla. Le he dicho que a ver hacia dónde nos lleva esto. Soy muy torpe. Me da, incluso, la sensación de que él se ha enfadado o al menos, de que no era la respuesta que esperaba escuchar.
¿Pero qué iba a decirle? ¿Qué me encanta fantasear con ser su novia? ¿Qué he puesto nombre a nuestros futuros hijos imaginarios combinando su apellido y el mío? ¿Qué tengo un miedo atroz a que me pase con él lo mismo que me ha pasado con todos lo hombres con los que he salido antes?
No.
Mejor esperar y ver.
Y ocho años de relación previos... Me ha dado un escalofrío. ¿Y si aún la quiere? ¿La echará de menos?
—He pensado que podríamos ver una película, ¿te apetece? O quizá salir a tomar una copa. Como quieras —me dice—. Tú eliges.
Me mira como si me estuviera retando. Dama se sienta a mi lado y mueve el rabo. Ah, pero no te puedo dar chocolate, querida.
—¿Qué película? ¿Pero en el cine o aquí en casa? —pregunto descolocada.
—Aquí, en casa. He comprado una de un perro que crece en una familia... Pensé que te gustaría.
Arrugo las cejas, impactada por completo. Creo que ningún tío me había invitado nunca a ver una película cuyo protagonista es un perro sentada en su sofá.
Esto tiene truco seguro.
—Es eso o salir a tomar una copa —repito como si fuera boba.
—Bueno no pongas esa cara, salimos a tomar una copa. Quizá una película de perros no es el plan más animado para un viernes, tienes razón.
Así que lo decía en serio, pienso anonadada.
—No, me parece buena idea ver una película contigo —le digo rápidamente—. Es sólo que no me lo esperaba. Aunque te aviso de que si en la película el perro se muere al final, puedo llorar... Mucho.
—No la he visto, me la ha recomendado mi amigo Alex —responde.
Recogemos juntos la mesa, en perfecta coordinación, como si lleváramos casados veinte años y conociéramos perfectamente lo que el otro va a hacer a continuación.
No pierdo de vista lo bien que le queda la camisa, con esas sutiles arruguitas que se forman a la altura del pecho y el vello que se escapa de manera discreta por el cuello.
Media hora más tarde, estamos en el sofá con la televisión encendida y una joven Jennifer Aniston en la pantalla cuyo personaje celebra su primer embarazo junto a Owen Wilson y un preciosísimo perro de raza Golden Retriever que es el principal protagonista gracias a sus trastadas.
El peor perro del mundo. Así lo llaman.
Mario me abraza, yo estiro las piernas en el sofá. Los tacones ya se han escurrido de mis pies y mi cabeza está recostada muy cómodamente sobre sus anchos pectorales. Noto su olor a hombre mezclado con gel de baño, colonia y detergente. Me acaricia el cabello cada pocos minutos. Nos miramos de reojo muy a menudo.
Reconozco que me está costando enterarme del argumento de la película. No me concentro en nada que no sea el calor que desprende su cuerpo y en todas las atenciones que no estoy acostumbrada a recibir.
Un buen rato más tarde, Jennifer Aniston va por su tercer hijo y la pareja ha atravesado alguna crisis que otra. Pero ahí está el perro, jugando con los niños en la piscina, saliendo a pasear por la playa con su amo, durmiendo encima de la cama con mamá y papá. No sé porqué pero se me llenan los ojos de lágrimas.
Procuro que él no lo note.
Es absurdo. No ha sucedido nada que justifique una llantina. No se ha muerto nadie (ni siquiera el perro), nadie ha roto con nadie, los niños están los tres muy sanos. Simplemente he visto la vida de una familia que crece poco a poco y se adapta.
Otra lágrima. ¿Pero qué me pasa? Jennifer Aniston mete en la cama a sus hijos y les pregunta si han hecho los deberes. Owen Wilson juega con ellos al fútbol y con el perro, que también se apunta a perseguir la pelota.
Qué familia tan bonita, pienso yo. Pero otra reflexión se cuela en mi mente sin yo pretenderlo: "cuando yo sea madre intentaré que mis hijos tengan una vida mucho más bonita que la que yo tuve, no se sentirán solos". Otra lágrima.
Ya es muy difícil disimular. Parece que acabo de ver Titanic en pleno síndrome premenstrual. Mario me abraza con más fuerza y con uno de sus dedos recoge mis lágrimas de la mejilla.
—Lo siento —me disculpo avergonzada—. No sé qué me pasa. Estaré más sensible de lo habitual.
Reconozco que es más fácil ver a Samantha Jones echando un polvo en Sexo en Nueva York, que hace de mujer fuerte, independiente, hecha de acero, invulnerable a la soledad y al amor que la escena de una familia que crece feliz junto a un perro. Porque... ¿Qué es más fácil de conseguir? Supongo que algo de falsedad hay en ambas historias. Ni Samantha se siente tan independiente, ni en las familias todo son alegrías.
—No tienes que pedir perdón, solo te abrazaré más fuerte —susurra él en mi oído—. ¿Quieres más helado de chocolate?
Esa pregunta me hace reír.
—Sólo abrázame —le pido (casi suplico).
La película avanza y yo me concentro en el cuerpo de Mario, que me reconforta como hace años no me reconfortaba nada. Sus brazos me rodean y sus manos se entrelazan con las mías. Me siento como si me encontrara en una fortaleza muy difícil de asediar. Un lugar seguro.
Y ese sentimiento me asusta.
La película avanza y llega el final. Los niños están más mayores, los padres han madurado. Y el perro... También llega a su final. Lógicamente, fallece en su ancianidad y la familia lo entierra en el jardín y cada niño le lee una bonita poesía y le hace un dibujo.
Entierran los dibujos con el perrito y todos se abrazan y lloran juntos. Ese momento no lo puedo resistir y estallo en llanto como si fuera una de las fuentes de la Granja de San Ildefonso de Segovia.
Mario me acerca unos pañuelos y me abraza con fuerza. Nos miramos y veo que él tiene los ojos empañados. Me seco la cara y me limpio con uno de los pañuelitos. Él me besa en la mejilla y me acaricia el cabello.
—Vaya primera cita —me susurra con una sonrisa.
Nos miramos de nuevo, a los ojos. Hay una complicidad especial. Nos reímos cada vez más fuerte hasta llegar a la carcajada limpia.
—¿Quién te había recomendado esta película? —pregunto con sarcasmo.
—Mi amigo Alex.
—¿Y Alex sabía que esto era una cena romántica?
—Es un cabrón —concluye Mario aún entre risas.
Sin mediar palabra, volvemos a recostarnos en el sofá, tal y como estábamos. Noto la fuerza de sus brazos a mi alrededor y la respiración de su pecho sincronizada con la mía.
—Aura —me dice.
—¿Sí?
—¿Por qué llorabas al principio de la película? —pregunta con tacto.
De nuevo, se forma un nudo en mi garganta, el que me recuerda que no está todo bien, que aún quedan muchas cicatrices abiertas dentro de mí y que no sé muy bien cómo abordarlas... Y ni mucho menos cerrarlas.
—Porque... Creo que sería maravilloso tener una familia así... Porque me hubiera gustado que mis padres hubiesen sido así. Ojalá algún día pueda remediar eso con mis hijos —se escapa de mis labios sin querer.
Y digo sin querer porque no sé si debo abrirme de esta manera con alguien con quien acabo de empezar algo de significado incierto.
Bueno, a quién quiero engañar, nunca me abro con nadie. Ni siquiera mis amigas más íntimas conocen mis sufrimientos más profundos.
Eso me lo reservo para mí.
—Entiendo —responde él haciendo más fuerte el abrazo.
Suspiro, aliviada por el contacto y por el cese de las lágrimas. Dama se sienta sobre el otro extremo del sofá y se hace un ovillo. Nos mira de reojo al principio, pero después se queda completamente dormida, con las patas estiradas.
Mario continúa acariciándome los mechones pelirrojos con tal suavidad y esmero que acabo cerrando los ojos, completamente relajada y sintiéndome muy segura y a salvo. Y, de nuevo, tal y como me sucedió hace días en la ducha cuando estaba con él, deseo que el tiempo se congele y no avance.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top