Capítulo 17
Me guardo bien dentro todos mis nervios y mis miedos antes de abrir la puerta del piso de Mario. Rápidamente, Dama se abalanza encima de mí y me come a lametazos.
—Hola, linda —le saludo al animal con inmenso cariño—. ¿Eres una perra guapa? ¡Sí! Qué guapa —le digo en un ataque de efusividad.
Mario me sonríe desde la cocina.
—Buenos días —me dice—. Da gusto verte tan contenta.
No puedo evitarlo: me arde la cara de vergüenza al recordar el beso de ayer. Levanto la cabeza y le miro. Él me devuelve la mirada. Se me acelera el pulso y entonces vuelvo a dirigirme a Dama para recuperarme de tanta intensidad.
—Sí, estoy de buen humor —respondo—. Huele muy bien el café —añado, para romper un poco el hielo.
Aunque el hielo va a derretirse solo.
—Ven, siéntate y desayunamos. Ayer hice magdalenas —dice orgulloso.
Me incorporo y camino hasta la isla de la cocina, me siento en un taburete y el me sirve café caliente en una taza. Mientras tanto pruebo una de las magdalenas que llevan pintas de chocolate.
—Mmm... —digo—. Está espectacular. ¿Por qué se te da tan bien cocinar?
—Porque siempre he sido de buen comer y al final, si quieres comer en condiciones, no hay nada como saber hacerlo tú mismo —dice.
—Tienes razón... Yo la verdad es que hago cosas muy sencillas y hace tiempo que no pruebo una paella en condiciones, por ejemplo. Tampoco me he atrevido a hacerla... Quizá podría intentarlo —le digo—. Uy, el café también está estupendo.
Y lo digo de verdad, no quiero hacerle la pelota, ni mucho menos. Cocina de maravilla. El café está en su punto. Él está guapísimo. Además, es la primera persona que me hace el desayuno desde que tengo siete años (salvando visitas ocasionales a alguna cafetería).
Mario vuelve a mirarme de esa manera: haciendo que me sienta el centro de todo. Como si no existiera nada más interesante para él que yo misma. Sus ojos negros amenazan por expulsar del todo a esa soledad que viene conmigo y que se había establecido como mi gran compañera hace años.
—¿Quieres cenar conmigo el viernes? —me pregunta él—. Haré una paella, si te apetece.
—Sí —digo automáticamente.
Sin pensar, sin hacerme la difícil, sin valorar qué significa cenar con él, hacia dónde nos lleva. Sí, sin más... Y el resto que sea lo que Dios quiera.
Él expulsa una sonora carcajada que me contagia.
—Pues sí que te gusta la paella. ¿La prefieres de marisco o de verduras? —me pregunta.
—Lo que hagas estará bien —respondo.
Mario mete su taza al lavavajillas. Después se acerca a mí y pone sus manos en mi cintura. Me veo obligada a soltar la taza de café.
—Me tengo que ir a trabajar —dice—. Aunque me quedaría aquí contigo todo el día.
Abro las piernas para que pueda acercarse más a mí, él de pie y yo sentada en el taburete. De forma instintiva, estiro mis brazos y rodeo su cuello. Me encanta su olor y el calor de sus enormes manos sobre mi cuerpo. Pero sobre todo, me fascina cómo logra hacerme sentir el presente. No soy capaz de pensar en nada ahora mismo que no sea él. No siento nada, excepto el tacto de su piel y el olor de su cuello.
Nos miramos mucho y muy fuerte. Sabemos lo que va a ocurrir.
Me besa. Siento su boca húmeda y cálida recorrer mis labios. Sus manos suben y bajan por mi espalda. Acarician mi cuello, mis brazos... Noto su lengua muy dentro de mi boca y en ese momento noto una humedad muy conocida para mí en mi bajo vientre.
Necesito más.
Suavamente, coloco una de sus manos en una de mis tetas. No tarda en notar mi pezón duro y necesitado, como yo.
—Dios —gruñe él—. ¿Estás segura? —susurra en mi cuello—. No voy a poder parar —avisa antes de continuar besando mi cuello con suavidad y avaricia al mismo tiempo (dos cosas, que unidas en un solo gesto son difíciles de conseguir y terriblemente excitantes para quien las recibe).
Le detengo un instante y lo miro a los ojos. He perdido el control completamente sobre mí misma. Mi estado es tal que sería capaz de hacer cualquier locura, y de dejar que me la hiciera.
—Mario —susurro—. Fóllame fuerte, por favor —le suplico.
Él me besa de nuevo, nuesrtas lenguas se pelean distraídas mientras sus manos se cuelan bajo mi camiseta y bajo mi ropa interior. El pellizco sobre uno de mis pezones me arranca un gemido de esos que pueden llegar a oír los vecinos.
De pronto, noto algo duro y grande sobresalir del pantalón del traje de mario. Lo toco. Tiene la polla enorme y preparada para mí.
Entonces, con sus brazos me levanta y me lleva a través del pasillo hasta su cama. Aprovecho la ocasión para quitarle el cinturón. Y él se encarga de mi ropa.
Así es como frente a mí, desnuda completamente, con mis pechos grandes y bonitos expuestos, Mario se recrea en mirarme como si se encontrara ante una obra de arte que solo él va a poder disfrutar.
Me pongo sobre mis rodillas en la cama y poco a poco le desabotono la camisa. Retiro la corbata con cariño mientras sus manos han tomado posesión de mis glúteos, acariciándolos con fuerza, y llegando demasiado abajo en ocasiones... Excitándome aún más.
Miro su cuerpo. Tan bronceado, con los músculos proporcionados y marcados en sus justa medida. Paso mi dedo por sus pectorales trabajados y lo deslizo hasta llegar abajo... Del todo.
Él decide que es buen momento para lamer mis pezones. Primero uno, lo succiona, lo acaricia con su lengua, lo fastidia hasta arrancarme varios sonoros gemidos que amenazan con volverlo loco. Se come con ganas el otro pecho, entero, hasta dejarlo empapado y rojo... Y a mí desesperada por sentirlo dentro.
—Joder Aura, no puedo más —jadea él.
Nuevamente, me besa la boca con fuerza y después decide ponerse a mi espalda. Con una mano me inclina hacia delante hasta dejarme a cuatro patas, lo hace con suavidad y firmeza, dejando claro lo que quiere pero respetando los tiempos. La sola idea de que me folle desde atrás me hace salivar como si fuera un perro de Pavlov.
—Ahora —susurra él.
Y acto seguido lo noto: me llena por completo. Entra despacio y decidido. Siento la diferencia de temperatura entre su piel y mi interior, lo cual me provoca una oleada de placer que juraría que nunca antes había sentido de esta manera.
—Oh... —escapa de mis labios—. Dame fuerte —le suplico—. No tengas miedo.
Como respuesta inmediata a mi petición, él obedece con sacudidas más rápidas y profundas. Cierro los ojos y disfruto inmensamente hasta que noto uno de sus dedos recorriendo el resto de mi pubis, mis labios mayores y...
—Ah... —me hace gemir nuevamente, ha encontrado ese lugar—. Ah...
Siento que estoy particularmente empapada, tanto que debo estar mojando mis muslos por rebosamiento. Jamás había experimentado un estado semejante.
Y, por si fuera poco, otro dedo se desliza sobre mi ano, muy suave y lubricado con mis propios fluidos, lo introduce poco a poco dentro.
—Mario, Dios...
—Córrete —me exige.
Sus embestidas se suceden con fuerza y sus manos se funden completamente con el resto de mi anatomía. Soy consciente de que estoy doblemente penetrada y que él tiene una habilidad más que suficiente como para explotar cada rincón de mi cuerpo, enloqueciendo a todas y cada una de mis terminaciones nerviosas de tal manera que estallo rápidamente en un espectacular e intenso orgasmo que me hace gritar a un volumen indecente.
Él retira sus manos de mí pero persiste en sus embestidas, alargando mi placer aún más y procurándose el suyo propio, aumentando sus jadeos y gruñidos hasta que de pronto sale de mí y noto ese líquido caliente y cremoso derramarse sobre mi espalda.
Me hace incorporarme hasta quedar ambos de rodillas sobre un edredón empapado. Giro mi cabeza y nos miramos.
Nos acariciamos con la punta de la nariz, y nos besamos en la boca con infinita ternura, sin ganas de separarnos. Él agarra uno de mis pechos con suavidad pero no interrumpe el beso. Me giro del todo y con mis piernas lo rodeo de tal forma que termino acabalgada sobre él.
—Otra vez, quiero que lo hagas otra vez —me susurra al oído.
Aún la tiene dura, así que me monto encima y le siento dentro nuevamente. La excitación me recorre otra vez y me lleva a agitar mis caderas con fuerza mientras él agarra mi culo y me obliga a restregarme contra su cuerpo. Enloquezco en ese perverso baile hasta correrme encima suyo por segunda vez.
Nos mantenemos unidos durante unos minutos más hasta que nuestras respiraciones se normalizan.
—¿Quieres ducharte conmigo? —me dice al oído.
—Sí... Creo que nos hace falta —le contesto.
Me lleva de la mano hasta el baño y allí descubro un plato de ducha bastante grande en el que cabemos dos personas (cabríamos hasta tres) sin ningún problema.
Abre el agua y al minuto me informa de que ya está caliente. Entramos juntos y nos abrazamos debajo de la lluvia. Apoyo mi cabeza en su pecho y él acaricia mi espalda muy despacio y con mucha delicadeza.
Disfruto del momento, noto su corazón al otro lado de su piel. Yo también me recreo en sus brazos. Los recorro despacio, admirándolos.
—Vas a llegar tarde a trabajar —le digo con una sonrisa.
Sus ojos y los míos se encuentran. Él se ríe. Yo cierro los ojos, mientras la piel de mi mejilla continúa en contacto con su pecho. De pronto, siento terror ante la idea de que este momento termine porque, ¿qué viene después? Prefiero no pensarlo.
—Aura... —me dice muy serio.
Su tono hace que me separe de su piel para mirarlo a los ojos. Él me acaricia el pómulo con un dedo y con la otra mano coloca mis mechones rojizos empapados tras mi espalda.
—Qué... —digo con un hilo de voz.
—Me parece un desperdicio la idea de que no estemos juntos —dice entonces—. Piénsalo... Y el viernes me das una respuesta.
Sus palabras me roban una diminuta sonrisa. ¿Me está pidiendo salir? ¿Quiere que seamos... Novios?
Me apoyo de nuevo sobre su pecho y él vierte una pequeña cantidad de champú sobre mi pelo, poco a poco y con mucho mimo me masajea el cuero cabelludo hasta hacer espuma.
Creo que podría volar.
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