Capítulo único.
UN CAFÉ CON TOQUE ESPECIAL
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Este es un obsequio para mi adorada COCOMELI4YOU
¡Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti! *aparece con un pastelito* Que tu vida sea larga y bonita, que nos dures a todos los cocoamigos muchos años y que lo que nos hizo coincidir permita que sigamos orbitando cerquita de la otra. Te amo con mi enorme ser.
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Era una mañana como cualquier otra en la pequeña cafetería «Stigma», un lugar acogedor donde los aromas del café recién hecho y los pasteles caseros se mezclaban en el aire, creando una atmósfera cálida. Elizabeth, con su delantal azul y su cabello recogido en un moño suelto ya estaba detrás del mostrador, preparando los pedidos del día. Era una rutina a la que estaba acostumbrada y que, aunque sencilla, le traía una extraña paz.
Sin embargo, esa paz siempre era interrumpida, de manera puntual, por un cliente en particular: Meliodas Demon.
—¡Buenos días, Beth! —saludó el rubio con su sonrisa característica al entrar en la cafetería. Era un cliente habitual y aunque nunca se lo admitiera a sí misma, Elizabeth esperaba verlo cada día.
—Buenos días, Meliodas —respondió ella con una sonrisa profesional, aunque sus ojos brillaban con un toque de diversión—. ¿Lo de siempre?
—No exactamente. Hoy quiero un café con... un toque especial —dijo él, apoyándose en el mostrador y guiñándole un ojo.
Elizabeth levantó una ceja. Este juego entre ellos había comenzado hacía unas semanas, cuando Meliodas había empezado a pedir su café «con un toque especial», lo que se había convertido en una especie de broma interna entre ambos en la que cada vez Elizabeth intentaba sorprenderlo con algo diferente: a veces era un dibujo en la espuma, otras veces una mezcla nueva de sabores. Pero Meliodas siempre la sorprendía con su reacción, nunca predecible.
—Déjame adivinar... ¿Quieres que adivine cuál es ese toque especial de hoy? —bromeó Elizabeth mientras comenzaba a preparar el café.
—Exacto. Pero te advierto que hoy te la puse difícil —respondió él, divertido.
Elizabeth se concentró en su trabajo, añadiendo un poco de canela y un toque de vainilla al café, esperando que esta combinación lograra sorprender a Meliodas. Le entregó la taza con una sonrisa triunfante, esperando su veredicto.
Meliodas tomó un sorbo, manteniendo su expresión neutral por un momento, solo para luego romper en una sonrisa de satisfacción.
—Mmm, delicioso. Pero... no es el toque especial que buscaba hoy —dijo con un tono juguetón, dejándola intrigada.
Elizabeth frunció el ceño, divertida pero curiosa. ¿Qué podría estar esperando él que no había adivinado?
—¿Entonces, qué es lo que buscabas? —preguntó, cruzando los brazos y mirándolo con una mezcla de desafío y diversión.
Meliodas dejó la taza sobre el mostrador y se inclinó un poco más hacia ella, su sonrisa volviéndose un poco más suave, casi tierna.
—Hoy el toque especial... eras tú —dijo en voz baja, mirándola directamente a los ojos.
Elizabeth sintió que sus mejillas se calentaban. No era la primera vez que Meliodas hacía un comentario coqueto, pero esta vez se sintió diferente, más sincero, menos una broma. Sin saber exactamente cómo responder, optó por reír suavemente y desviar la mirada, tratando de mantener la compostura.
—Eres un caso, Meliodas. —Le devolvió la sonrisa, pero en su corazón sentía que algo más se estaba formando entre ellos, algo que iba más allá de las bromas diarias.
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Más tarde ese día, mientras Elizabeth limpiaba las mesas vacías, Meliodas se acercó al mostrador nuevamente, con una expresión algo diferente.
—Beth, ¿ya terminaste tu turno? —preguntó, observando cómo ella guardaba los utensilios.
—Casi, solo me queda limpiar el último par de mesas —respondió ella, sin darle mayor importancia.
—Perfecto, entonces... ¿qué tal si me acompañas a dar un paseo? —propuso Meliodas, sonriendo de manera casual.
Elizabeth lo miró con sorpresa, pero no había ninguna razón para negarse, especialmente con la curiosidad que él siempre lograba despertar en ella.
—Bueno, ¿por qué no? —aceptó, dejando su delantal colgado detrás del mostrador.
Salieron juntos de la cafetería, y para su sorpresa, el cielo, que había estado despejado durante toda la mañana, comenzaba a nublarse. Mientras caminaban, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer.
—Parece que elegimos el peor momento para salir —dijo Elizabeth, levantando la mirada hacia el cielo cuando sintió algunas gotas sobre su rostro.
—O el mejor —respondió Meliodas con una sonrisa traviesa.
De repente, la llovizna se convirtió en una tormenta suave, y Meliodas, sin dudarlo, agarró la mano de Elizabeth y la llevó bajo un gran árbol para refugiarse.
—¿Sabes? Siempre me ha gustado la lluvia —comentó Meliodas, mirando cómo las gotas caían a su alrededor—. Hace que todo se sienta más... vivo.
Elizabeth lo observó, sonriendo al ver cómo él parecía disfrutar del momento. Aunque estaban empapados, había algo mágico en compartir ese instante, en medio de una ciudad que se movía rápidamente, ellos se encontraban en su propio pequeño mundo.
—A mí también me gusta —respondió Elizabeth, sintiéndose extrañamente conectada a él en ese momento—. Es como si la lluvia limpiara todo y dejara solo lo importante.
Meliodas la miró, sus ojos brillando con una chispa de complicidad.
—Entonces, ¿te importa si tomamos un desvío? Conozco un lugar que creo que te gustará —dijo, todavía sujetando su mano.
Elizabeth asintió, dejando que Meliodas la guiara por las calles mojadas. Llegaron a un pequeño parque escondido, con un estanque en el centro. A pesar de la lluvia, el lugar estaba lleno de vida: patos nadando, flores que brillaban con las gotas de agua, y el reflejo de las luces de la ciudad en el agua.
—Es hermoso —murmuró Elizabeth, sintiendo que este paseo bajo la lluvia era más que solo una casualidad.
—Lo es. Pero, ¿sabes qué lo hace aún mejor? —preguntó Meliodas, girándose hacia ella con una sonrisa juguetona—. Que lo estamos compartiendo juntos.
Elizabeth no pudo evitar reírse ante la naturalidad con la que Meliodas siempre encontraba una forma de hacerla sonreír. Quizás no había sido la cita más planeada, pero era perfecta en su simplicidad.
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Al día siguiente, cuando Meliodas volvió a la cafetería, Elizabeth estaba en medio de una pequeña crisis: la cocina estaba llena de humo porque la nueva cocinera había quemado un pastel. Meliodas, al notar el caos, no dudó en ofrecer su ayuda.
—Parece que alguien necesita un chef improvisado —bromeó al entrar en la cocina, aunque su expresión mostraba preocupación por Elizabeth, quien trataba de arreglar el caos.
—No te rías, esto es un desastre —dijo ella, frunciendo el ceño.
—Déjame ayudarte. No soy un chef profesional, pero al menos sé cómo no quemar un pastel —respondió Meliodas, arremangándose y tomando el control de la situación.
Juntos lograron limpiar la cocina, y al final, Meliodas propuso algo inesperado.
—¿Qué te parece si te invito a cenar? Después de todo, trabajaste duro hoy. —Su sonrisa era encantadora, y Elizabeth no pudo resistirse.
Cenaron en un pequeño restaurante cercano, un lugar que Meliodas frecuentaba. Durante la cena, hablaron de todo y de nada: anécdotas de la infancia, sueños futuros, e incluso discutieron sobre cuál era el mejor postre de la carta. Elizabeth se dio cuenta de que, con Meliodas, las cosas simples se sentían especiales, como si cada momento tuviera su propio brillo.
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Otro día, mientras Elizabeth cerraba la cafetería, Meliodas apareció de nuevo, esta vez con una bolsa llena de palomitas de maíz y una sonrisa traviesa.
—¿Qué tal una noche de cine improvisada? —preguntó, levantando la bolsa.
Elizabeth rió y aceptó. Fueron a la casa de Meliodas, donde él había preparado un pequeño proyector en la sala. Aunque la idea inicial era ver una película de acción, terminaron eligiendo una comedia romántica, una elección que Meliodas no dejó de mencionar que era «solo para hacerla feliz».
Sentados juntos en el sofá, compartiendo palomitas y risas, Elizabeth sintió que, aunque todo había sido improvisado, no cambiaría esos momentos por nada. Había algo en la espontaneidad de Meliodas que hacía que cada día fuera una nueva aventura.
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Finalmente, una tarde, mientras Elizabeth limpiaba las mesas como de costumbre, Meliodas apareció de nuevo. Pero esta vez, no traía su típica energía juguetona ni sus bromas rápidas. En su lugar, había una seriedad en sus ojos que capturó la atención de Elizabeth de inmediato.
—Beth, ¿tienes un momento? —preguntó él, su voz más suave de lo habitual.
Elizabeth dejó el trapo sobre la mesa y asintió, notando que algo importante estaba por suceder.
—Claro, dime, Meliodas. ¿Qué sucede?
Meliodas se acercó lentamente al mostrador, sus manos jugando con una servilleta en su bolsillo, una señal de nerviosismo que Elizabeth rara vez veía en él.
—Durante todo este tiempo... nuestras citas improvisadas, nuestros paseos, las noches de cine... me he dado cuenta de algo —comenzó, con una leve sonrisa—. Me he dado cuenta de que cada momento contigo es especial, no importa lo simple o lo caótico que sea. Y creo que... no quiero que estas improvisaciones se detengan.
Elizabeth sintió su corazón acelerarse, una mezcla de emoción y nerviosismo llenando su pecho.
—¿Qué quieres decir, Meliodas? —preguntó en voz baja, tratando de entender a dónde se dirigía esta conversación.
Meliodas respiró hondo, sacando finalmente la servilleta doblada de su bolsillo y extendiéndosela a Elizabeth.
—Quiero que esto sea más que solo citas improvisadas. Quiero que sea algo real, algo permanente... si tú también lo sientes así.
Elizabeth tomó la servilleta, sus manos temblando ligeramente mientras la desplegaba. Dentro, había un mensaje escrito con la misma caligrafía desordenada que ella había llegado a conocer tan bien:
"Beth, ¿te gustaría convertir nuestras citas improvisadas en una historia continua? Porque yo, sinceramente, no quiero un final."
Elizabeth sintió que una cálida oleada de emociones la invadía. Lo miró a los ojos, viendo en ellos una honestidad que no podía negar. Las improvisaciones, los pequeños momentos que habían compartido, todo había llevado a esto. Y la verdad era que tampoco quería que se detuviera.
Con una sonrisa amplia y sincera, tomó la mano de Meliodas.
—Tampoco quiero un final. Así que... sigamos improvisando juntos, ¿te parece? —respondió ella, sintiendo una paz que hacía mucho no experimentaba.
Meliodas soltó una carcajada, el alivio y la felicidad reflejándose en su rostro. Sin dudarlo, la abrazó con fuerza, haciendo que Elizabeth soltara una risa alegre al sentir la calidez de su abrazo.
—Eso es lo que quería escuchar —murmuró él, aún sonriendo.
Y así, en la pequeña cafetería «Stigma», bajo las luces cálidas y el aroma a café, Elizabeth y Meliodas decidieron que su historia juntos no sería una serie de momentos aislados, sino un compendio de experiencias, risas y amor. Porque, después de todo, las mejores historias son las que no tienen un final definido, las que se construyen día a día, improvisando y descubriendo nuevos «toques especiales» en cada paso del camino.
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Srta. Beth, 27 de agosto de 2024.
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