Capítulo 11

Amarte "por y para siempre"

Verano de 2009

Cada año tiene trescientos sesenta y cinco días, o sesenta y seis, dependiendo de si este es bisiesto o no. Pero eso no es lo importante. Lo que vale la pena es saber que cada día tiene su propia noche. Una que viene acompañada de estrellas y una hermosa y brillante luna en sus diferentes fases.

Para Roan había días memorables: Cuando él y Arthur cumplían años, las ocasiones en que su hermano lo llevaba a visitar el acantilado y las noches de hogueras frente al mar.

Eran pasadas las diez cuando la familia Sheldon y un infiltrado de cabello castaño se encontraron alrededor del fuego, cubiertos por sedosos abrigos de lana, mientras una gigante plateada los observaba.

La marea estaba curiosamente quieta, en paz, casi queriendo mezclarse con la calma que embargaba a cada uno de sus visitantes.

—¿Qué hicieron hoy chicos? —preguntó Joan cuando todos comían malvaviscos.

El corazón de Arthur se hinchó dentro de su pecho. La madre de Roan siempre preguntaba por cómo había ido su día.

Sus padres solían vivir en su propio mundo, uno que solo los incluía a ellos dos.

Mudarse fue una excelente decisión, porque ahora Arthur tenía una familia que él mismo había escogido. O, tal vez, lo escogieron a él.

Roma comenzó a contar pocos segundos después que le había ido muy bien en el concurso de canto y les confesó que planeaba unirse a la banda del colegio.

Rhett alardeó de sus conquistas, esa noche se trató de Camille LeBlanc, la hija del sheriff del condado, y quien años más tarde, le rompería el corazón.

Roan no habló, rara vez lo hacía de todas formas.

Todos sus deseos y aspiraciones eran anotados en papel, con el añadido de una fecha para cumplirlos, su abuela una noche le explicó que, de esa manera, convertiría esos sueños en objetivos. Y de esa forma los vería más como una realidad futura que un mero pensamiento.

Los que cumplía eran anotados en un post-it y los pegaba en las paredes de su habitación.

Aquellos que no, pues iban a una pequeña caja de madera que su padre había construido unos meses atrás, estaba guardada en un viejo baúl al que solía llamar: El rincón de los sueños olvidados.

Arthur, por su parte, comenzó a contarles como había saltado por primera vez del acantilado y también..., que sus padres le habían comprado un videojuego que llevaba meses pidiendo. Jamás contaría como lo hicieron solo para no escucharlo llorar.

Los minutos se convirtieron en horas mientras se envolvían en conversaciones banales y bromas sin sentido.

Fue, después de un tiempo, que Arthur decidió levantarse y caminar un poco.

—¿Quieres que te acompañe? —murmuró Roan cuando lo vio lanzando sus zapatos al aire.

—No, tranquilo. Solo daré una vuelta por la playa.

—Vale, no te alejes mucho.

Mientras sus pasos tentativos apenas se escuchaban por encima de las risas, sintió el peso de la mirada de su mejor amigo sobre él, siempre protegiéndolo, siempre necesitando que estuviese a salvo.

Comenzó a sentir la arena fría adhiriéndose a sus talones mientras avanzaba hasta la orilla de la playa. El sonido del mar se sentía como una canción de cuna, delicado y sutil, incluso etéreo.

Mientras observaba el horizonte que lo separaba del resto del mundo solo pudo pensar en cuanta suerte había tenido. Encontró todo lo que siempre quiso en una misma persona.

Roan.

Su Roan.

Solo suyo.

Sus pies desaparecían y volvían a aparecer mientras pequeñas olas rompían frente a sus ojos. Espuma siendo enviada al aire y luego desapareciendo como si de un hechizo se tratase.

Pocos minutos pasaron hasta que sintió pasos acercándose y luego delicadas manos envolviendo su pequeño cuerpo.

—Vamos a descansar cariño —le habló Joan, dejando un tierno beso en su mejilla—. Te amamos mucho.

—Dulces sueños —murmuró él mientras caminaba de vuelta a la hoguera.

Cuando los padres de Roan se alejaron con sus manos entrelazadas algo brillaba en sus miradas. Una conexión que, en ese entonces, parecía irrompible.

Justo antes de que desaparecieran por el camino asfaltado Roan y Arthur escucharon un "Te amo" que fue murmurado al viento, quien en ese momento se convirtió en una enorme ráfaga hasta volver a la calma, sutil y desentendida, que había sido minutos atrás.

—¿Me amas? —preguntó una dulce voz de la nada.

Los ojos del rubio casi escapan de sus córneas.

Su madre siempre decía que amor era una palabra muy fuerte. Y que, por el mismo motivo, debía ser tratada con la delicadeza de las alas de una mariposa.

Roan pensó durante unos segundos, ¿Amaba a Arthur?

Bueno, veía reposiciones de programas que odiaba solo porque a él le gustaban.

Puede que el amor fuese que Roan permitiera que Arthur se llevara siempre la última rebanada de pizza o de la tarta de limón de que tan deliciosa era.

Amor también podría ser quedarse toda la madrugada descansando en el tejado de la casa, a expensas de poder caer, solo para que Arthur pudiera observar las estrellas titilantes en el firmamento.

—Por supuesto que te amo —confesó Roan finalmente, con una convicción que no sentía.

Decir las palabras en voz alta era diferente a pensarlas. Como una aceptación silenciosa de un pacto con el destino. En ese momento sintió un hilo invisible tensarse alrededor de su garganta. El aire comenzó a fallarle y entonces su mirada se nubló.

—Yo también te amo. Por y para siempre.

Roan ignoró a su amigo y comenzó a avanzar hasta una de las sillas desgastadas que usaban sus padres.

Desde allí pudo ver a Rhett persiguiendo a Roma por la orilla del mar, justo donde las olas rompían.

Entonces pensó en las palabras de su amigo, eran demasiado jóvenes para proponerse un para siempre, odiaba las promesas infinitas. Porque sabía que el tiempo en ocasiones no era bueno con las personas. Las hacían romper esas promesas que habían jurado cumplir y levantar muros. Sólidos e indestructibles.

Era demasiado pequeño para tener una perspectiva tan gris de la vida pero eso no iba a cambiar nunca.

Había visto a muchos seres humanos romperse frente a sus ojos.

Conocía lo que el dolor de una promesa rota podía significar para el corazón de alguien. El daño que podría hacerle.

Es entonces cuando vio rizos castaños casi esfumarse en la distancia. Lo persiguió con pasos rápidos hasta que comenzó a correr porque casi entraba en su casa. Al llegar a su lado tomó su hombro con delicadeza y lo giró hasta que estuvieron con sus rostros frente a frente.

—Te amaré para siempre —susurró.

<<O hasta que el destino decida que debo hacerlo>>. Pero esas palabras no pudieron escapar de sus labios.

Entonces Arthur sonrió y, lo único que Roan pudo pensar, fue que su risa era tan hermosa como él.

Algo..., etéreo.

Casi mágico.

Cuando Roan volvió a casa observó a sus hermanos apagar la hoguera y recoger todo el desastre que habían creado sobre la arena.

—Ayúdanos pequeño —le gritó Rhett cuando lo notó.

Él corrió rápidamente y tomó en sus manos una pequeña nevera que contenía varios refrescos y la bolsa con el sobrante de malvaviscos.

Los hermanos Sheldon sonrieron mientras se dirigían a la puerta trasera de su hogar y el trío deseó que esa sensación, la de pertenecer a un lugar, no desapareciera nunca.

Con el pasar de los años el hábito se convirtió en costumbre.

Como los martes de Monopoly que Rhett siempre ganaba.

Los jueves de visitar al acantilado del que solo Roan se lanzaba.

Los sábados de postres que solo Roma podía hacer.

Y también los domingos, un día que habían elegido para Arthur.

Uno que incluía tardes de surf y luego...

Noches de visitar la luna o robar estrellas.

Pero esa es una historia para otro momento...

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