Capítulo 3


Manhattan, Nueva York. Veinte años después

—¡No la quiero en el grupo! —gritó al entrar en el despacho de Alexander y dio un portazo sin ningún miramiento que hizo que las paredes temblaran y que se bambolearan los cuadros.

La furia que emanaba era tan palpable y conformaba una imagen de las emociones que lo recorrían con intensidad. Solo había una persona que sacaba tales sentimientos de él, una que lo perseguía y de la que parecía no lograr librarse por más que lo intentara con fuerza. Cerró las manos en puños y experimentó aquella sensación de que el suelo se tambaleaba bajo sus pies, algo que solo lograba ella.

Se acercó al escritorio blanco y se paró delante del hombre de cabellos oscuros, sin tomar asiento en ninguno de los dos sofás de color bordeaux. La luminosidad del gran ventanal que tenía en frente irradiaba sus cabellos rubios y hacía que los rasgos marcados y enfadados se acentuaran más de lo habitual al otorgarle una característica entre angelical y diabólica. Ambos hombres eran de complexión atlética, casi de la misma altura y sumamente atractivos, sin embargo, no podían ser más diferentes. Alex, de expresión inmutable, era una persona observadora y silenciosa. En cambio, Mark, de sonrisa fácil, era propenso a agradar, tendía a hacer que la gente se sintiera bien y era abierto en mostrarse afectuoso con toda persona que tuviera delante. Salvo con una mujer en particular.

—¿De quién hablas? —preguntó Alex con tal parsimonia al tiempo que descendía el documento que examinaba y se focalizaba en el hombre que se extendía delante.

Mark se inclinó sobre el escritorio de su compañero de un modo atemorizante, que predecía que rodarían cabezas, y apoyó las palmas sobre la superficie de madera al tiempo que clavaba la mirada clara en la oscura mientras parecía que echaba humo por la nariz a lo toro a punto de embestir a una manta roja que se le aventaba.

—De Keyla, Alex —aclaró al límite de sus posibilidades—. Le pidió a su papito que la ingresara a mi grupo de pasantes, y no la quiero allí. —Cerró las manos en puños sobre la placa blanca y respiró hondo antes de echarse atrás.

Alex se quitó las gafas y lo observó con una expresión de: «¿y qué quieres que yo haga?». Mark respondió a la pregunta silenciosa, acostumbrados a comunicarse sin pronunciar palabra, con una mirada que tan solo expresaba un: «resuélvelo».

«Ni soñarlo», fue la respuesta de los ojos oscuros. Alex no pensaba meterse en arena movediza, en una guerra sin sentido que llevaba años de contienda y de la que no tenía ni idea de qué se trataba en definitiva.

—¿Lo sabías? —preguntó Mark, indignado, al sospechar una emboscada, aunque si se detenía a pensarlo un par de segundos, se percataría de lo idiota que sonaba, casi un niño reclamando a su padre.

—¿Por qué iba a saberlo? —inquirió un tanto perdido con el curso de los pensamientos de su amigo incondicional al tiempo que se reclinaba en el asiento con perfección.

Ya hacía más de veinte años que ambos habían entablado una amistad que era más bien un lazo que los unía tan profundo que parecía que sus sangres se habían mezclado hasta convertirlos en hermanos, dos partes de una unidad inseparable. Mark había logrado llegar a un estado de cierta sanidad mental gracias a la presencia continua de Alex en su vida, y se podría decir que en viceversa ocurría igual. Alex no concebía la vida sin Mark en la suya y desde siempre había sido de aquella manera. Se abrieron camino a la adultez juntos, y en lo profesional no había sido diferente. Uno era el cable a tierra que el otro precisaba para permanecer cuerdos en una realidad adversa. Ambos coordinaban el departamento creativo de una de las empresas de comunicaciones más importantes del país, Hayworth Enterprise.

—Tú y ella se llevan bien, algo que escapa a mi entendimiento. Pero por alguna razón, la consientes —reprochó el rubio.

Mark se comportaba como un niño al quejarse frente a su padre por prestarle más atención a otra persona que no fuera él, se oía y no creía las palabras que salían de sus labios. Lo que tenía bien seguro era que no podía compartir tantas horas, cada día, con aquella mujer. Era engañosa, mentirosa, egocéntrica y un sinfín de cualidades horripilantes que solo podían ir con una maldita princesa nacida en cuna de oro. Una especie de Scarlett O'Hara moderna y de la peor calaña que él hubiera tenido la mala suerte de cruzarse.

—Yo no la consiento —expresó Alex al tiempo que enarcaba la ceja y lo veía como si le hubieran crecido cuernos en la cabeza—. Mark, cuando se trata de Keyla, te cierras en tu totalidad y pierdes perspectiva de una manera que hace que te desconozca.

—No es cierto —afirmó al punto que el cuerpo se le tensaba, y después de una breve pausa, agregó—: Te harás cargo de la pasantía este año —sentenció y cruzó los brazos sobre su pecho.

—No —negó, rotundo, y sin dar lugar a dudas—. Yo acepté tener un asistente, y tú, hacerte cargo de los alumnos.

—Y bien que saliste ganando, ¿cierto? —contestó sardónico, dado que la asistente que él le había asignado el semestre pasado se había convertido en su novia, la mujer que le aguantaba cada dardo de hielo y por quien Alex adoraba el suelo que ella pisaba y por quién sufría como un maldito loco. Claro que en la actualidad Sam había acabado por ser la asistente de Mark, dado que era raro para ellos transcurrir el día al completo juntos, así que ahora coordinaba la pasantía y además se había hecho de una asistente.

—E-e-eso no es ju-ju-justo, Mark —tartamudeó al borde del límite también, solo el blondo tenía la capacidad de sacarlo de quicio.

Alex había logrado controlar el tartamudeo que lo acompañaba desde siempre al descender el tono de voz de un modo que lo convertía en un susurro gélido capaz de rajar cualquier cristal a su alrededor. Las personas temblaban al oírlo hablar y se apartaban de él. No obstante, cuando se alteraba con profundidad, el tartamudeo salía a la luz de nuevo.

Samanta y él tenían unos entredichos, y Mark sabía que se deslizaba por la cuerda floja al tocar el tema. Alex no entendía por qué ella se resistía a mudarse a su casa y prefería vivir con Nick. No era que estuviera celoso, Nick y Sam se amaban como hermanos, pero odiaba que ella no sintiera la misma necesidad que él de comenzar a formar un hogar en común.

—Lo siento, viejo —se lamentó, avergonzado—. Pero no puedes pedirme que me pase día tras día con esa princesa insufrible —argumentó y estuvo a nada de suplicarle, si tan solo pudiera contarle a su hermano del alma cómo esa maldita mujer había jugado con él, pero todavía tenía algún que otro secreto y además un poco de orgullo. Alex era la persona que conocía cada recoveco oscuro de su pasado, sin embargo, el evento con Keyla nunca se lo había detallado. No entendía bien la causa, algo lo detenía y por más estúpido que pareciera, se trataba de una circunstancia que era tan solo de ellos y no le parecía divulgarlo si ella misma nunca lo había mencionado.

—Nunca entendí el odio entre ustedes —postuló el moreno y enlazó la mirada con la del rubio, que se sonrojó y apartó los ojos—. Si ella está entre los pasantes, tendrás que hacerte a la idea —afirmó y retornó la atención al archivo que examinaba, dando por zanjado el tema.

Mark gruñó y golpeó el escritorio con el puño, a lo que Alex tan solo le arqueó una ceja en forma de interrogación.

—Me lo hace a propósito, ah, pero se va a arrepentir esa nenita de papá. Ya verás —sentenció.

Y con esa amenaza salió del despacho de Alex, quien sonrió ante el exabrupto de su amigo. Le recordaba a él mismo cuando se enteró que su asistente no era otra que la chica que le había dado un baño de cafeína y lo había hecho llegar tarde por primera vez al trabajo. Ah, pero cómo agradecía haber entrado en la cafetería esa mañana. Aunque había veces en que todavía lo enloquecía y desconcertaba, la amaba con tal intensidad y con todos sus desquicios y tonterías.

Bajó los ojos oscuros a las hojas de nuevo mientras Mark se encontraba con la mujer que le había revolucionado la mañana en la puerta de su propio despacho.

—Marcus...

Aquella voz, profunda y sensual, lo recorrió entero, como un escalofrío antes de inervar cada terminación nerviosa de su cuerpo. Maldecía la dominancia que ella tenía sobre él, una que no dejaría jamás salir a la luz y mucho menos se la daría como arma a aquella harpía. Una harpía disfrazada de inocente damisela, debía recordarse a cada instante, cada vez que posaba los ojos en aquellos violáceos y le hacía olvidar el mundo entero.

—No quiero que intercambiemos más que lo que haga falta —la cortó sin permitirle proseguir y continuó de largo como si no existiera.

Si tan solo pudiera realmente. ¿Por qué demonios estaba tan diferente? Tenía el cabello acaramelado atado en una cola de caballo bien tirante y vestía una camisa blanca y un pantalón negro. Nada de camisolas o vestidos holgados ceñidos por una pañoleta a la cintura ni ninguno de esos atuendos Boho-chic, con esa mezcla de texturas y siempre con el cabello desordenado en ondas hasta la mitad de la espalda como acostumbraba y que permitían vislumbrar los detalles cobres y ocres que conformaban el caramelo de su cabellera. Sin embargo, ahora vestía con suma formalidad, que no iba con ella, y no le agradaba para nada el cambio. Notar esa sensación no hizo más que incordiarlo aún más. ¿Qué mierda le importaba cómo ella se arreglaba?

—Pero...

Los enormes ojos violetas, al mejor estilo Elizabeth Taylor delineados por unas pestañas larguísimas, le imploraban. Sin embargo, el rostro estaba enmarcado por un cabello más claro y acaramelado que no igualaba en nada al negro de la gran actriz, aunque él bien sabía de las capacidades actorales de la hija de Lawrence Hayworth, ciertamente dignas de una estatuilla de la Academia. Trabó las mandíbulas y endureció cada músculo de su espalda al tiempo que cerraba las manos en puños.

—No me importa. —Se detuvo de súbito y la encaró, tan cerca que sus alientos casi podían entremezclarse, y por un segundo perdió el rumbo de lo que decía—. Estás en el grupo, lo tengo claro —escupió—. Nuestro diálogo se limitará a lo respectivo a la pasantía, más allá de ello, tú y yo no tenemos nada más que decirnos.

La respiración lo abandonó de golpe al tenerla tan cerca, sus sentidos la acariciaban de tal forma que por un instante perdió el hilo de los acontecimientos y el odio que se situaba entre ellos. Precisaba huir.

Mark se encaminó, sin importarle si ella lo seguía o no, hacia el aula que tenían reservada para el semestre en que se realizaban las pasantías. Que gracias al cielo solo era una vez al año; Alex odiaba tener contacto directo con las personas, por lo que, en general, Mark se hacía cargo al ser el más sociable de los dos directores. Al tratarse de un grupo pequeño y selecto, tan solo había vacante para tres personas, y una de ellas era su pesadilla.

Ingresó en el establecimiento que no distaba en mobiliario del estudio del equipo creativo: una mesa central con sillas alrededor, una pizarra blanca y un proyector en lo alto del techo. En realidad, el resto del año era utilizado como sala de reuniones cuando precisaban hacer una presentación a algún corporativo.

Mark, apenas Keyla traspasó la puerta detrás de él, se detuvo, enfrentó al resto de los pasantes y anunció con la ironía burbujeándole en la voz, un tanto diabólica y con ojos centelleantes:

—Damos la bienvenida a la hija del jefe supremo, dueño de todo este imperio —dijo con un gesto melodramático de las manos y acto seguido dio un par de palmas antes de sonreír y dirigirle una mirada feroz.

De esa manera, no dejó lugar a dudas de quién era ella y le arruinó cualquier vestigio o ilusión que pudiera tener de integrarse al equipo como una más. Automáticamente, cada una de las dos personas expectantes dirigió la concentración desde el rubio hasta posarla en ella con una carga de inconfundible enemistad.

Keyla cuadró los hombros y sus ojos chispearon de puro odio, mostrando su veta terca y su fuerza interior. Un ansia inconfundible de cortarle la cabeza burbujeó en cada pulgada de su piel. Clavó las uñas en sus palmas y aguantó el remate que se merecía. Sí, él le había arruinado el gran comienzo que ella había fantaseado. Claro que para una chica miembro de la familia de la que procedía era imposible mantener el anonimato y más siendo como había sido durante su adolescencia. Siempre había querido llamar la atención de su padre y no había tenido mejores ideas que realizar el ridículo frente alguno de los millones de paparazzi que la perseguían a diestra y siniestra y del sol a sol. Había hecho escenas en diversas discotecas en las que habían tenido que llamar a la policía y había terminado detenida toda la noche hasta que Jeffries, el mayordomo de la familia, venía a pagar la fianza. Siempre él, nunca su padre. Pero eso había sido varios años atrás y antes de conocer a Mark, él fue su última fechoría podría decirse, y una que lamentaría por el resto de sus días, estaba más que segura.

Había tomado una decisión al lograr ingresar en la pasantía, abandonaría a la Keyla que su nuevo jefe conocía. Quería variar la imagen que le había brindado desde el inicio y permitirle conocer a la verdadera que yacía por debajo, aunque, en ese instante, parecía una misión imposible de llevar a cabo.

Oía su voz, aterciopelada y sensual, como una suave caricia que la envolvía y estremecía de la cabeza a los pies, aunque siempre reservado para el resto de los mortales, mas no para ella. Con ella siempre empleaba un tono duro y cortante, como el filo de un cuchillo.

Las dos mujeres que estaban de pie alrededor de la mesa tomaron asiento al punto que Mark se adentraba aún más en la habitación. Keyla alzó la barbilla y lo siguió con paso seguro y con las mandíbulas trabadas. Juraba que se vengaría como bien hacía él con ella. Un giro de ciento ochenta grados a la resolución que había adoptado aquella mañana. Tomó asiento a la gran mesa bajo las miradas airadas de sus nuevas compañeras o, más específicamente, enemigas si fuera por los dardos que le enviaban con los ojos.

—Bien, aquí tengo sus legajos —miró a una de las muchachas—. Linda —una mujer de cabello claro y ojos como aguamarina, vestida con propiedad y que miraba a su nuevo jefe sin ningún disimulo de lo atractivo que lo hallaba. Luego, Mark posó los ojos verdes, como dos prados en primavera, en la siguiente, una morena de ojos oscuros y labios rellenos que traía puesto un traje bastante ajustado y que delineaba cada una de las marcadas curvas de un físico perfecto—. Kathleen, y bueno —realizó una breve pausa—, Keyla, como bien saben, tenemos un convenio con su universidad, por lo que les es posible realizar aquí esta pasantía de un semestre. Claro que la señorita Hayworth se salteó dicho paso, pero ese es otro tema —concluyó sin esconder lo contrariado que se hallaba con el asunto—. Comenzaremos viendo ciertas campañas exitosas que hemos realizado aquí en Hayworth, tendrán que manejarse como si ya fueran profesionales y, al final, deberán llevar a cabo una campaña publicitaria. Ya veremos cómo se distribuirán. Una última novedad, el mejor trabajo puede llegar a tener una oportunidad laboral en el departamento creativo de esta empresa y como bien saben, es uno de los más reconocidos de Nueva York. Dado este gran discurso, tú —señaló a una de las muchachas—, reparte esas carpetas amarillas, ábranlas y estudien el caso que se les presenta. Hagan sus críticas y qué cambios harían en la campaña. Se trata de la primera propuesta, pero no es la final, así que veremos quién atina en el resultado.

Con cara de pocos amigos, Mark dio directivas a diestra y siniestra, sin hacer la introducción divertida y relajada que siempre reservaba para dar inicio al semestre. Sino que estaba exasperado y totalmente tenso con tener a su derecha a la mujer que tanto daño le había hecho con su frivolidad un gran tiempo atrás.

No la quería cerca. Había tenido un momento de debilidad cuando Alex estuvo internado al apoyar la palma sobre el antebrazo femenino, una necesidad de su calor lo asaltó, pero ese instante de insania pura ya había transcurrido, y él había recuperado la cordura. Solo podía justificarse al decir que se hallaba fuera de su eje, que su hermano agonizaba y él había perdido la razón al completo. Tenía que reconocer que en aquel momento ella se había sentido confortable, una especie de refugio que había necesitado, alguien con quien no debía representar ningún tipo de papel cuando no podía hacerlo.

Se concentró en las otras dos participantes y no pudo menos que sentir algo de asco en la manera en que las dos féminas lo miraban como si fuera un helado de frambuesa en medio del desierto. La única, en realidad, que no lo observaba por el rabillo del ojo o por encima del documento era Keyla, ella había agarrado un lápiz y hacía pequeñas anotaciones en las hojas con determinación.

La curiosidad le picó más de lo esperado al contemplarla tan concentrada con la punta de la lengua entre los dientes y sin dejar de mover el lápiz al tiempo que una sonrisa se le formaba en el delicado rostro. ¿Qué tanto escribía? Como aún no había tomado asiento junto a ellas, se decidió a dar una vuelta y pasar como si tal cosa por detrás de cada una. Emprendió el recorrido de forma tal que ella quedara en último, y al ver sus notas enarcó una ceja al mejor estilo Alex. Una rabia casi sobrehumana pugnó por salir de él, ella estaba dando en la tecla con respecto a lo que debía hacerse para variar el ángulo de la campaña. Hacía anotaciones con suma precisión y sin vacilación. No contaba con que quizá fuera buena para el trabajo, no debería serlo. Solo se trataba de una princesa a la que lo que deseara se le daba servido en bandeja de oro, ¿cierto?

Se inclinó un poco sobre ella y el perfume inconfundible a nardos recién cortados lo inundó y lo dejó tambaleante, tanto que hasta ella se volteó y posó los ojos violetas en él con curiosidad.

Al instante, una chispa se encendió en su interior y tuvo que implementar una fuerza sobrehumana para apartar la vista de aquella, atrayente e hipnótica. Se aferró del respaldo de la silla junto a ella hasta que los nudillos se le tornaron blancos, tomó una inspiración profunda y prosiguió con las explicaciones de los objetivos de la pasantía. Una vez tocados los puntos pretendidos, se retiró de la habitación a grandes zancadas, ansioso por llegar a su despacho y resguardarse dentro. Anhelaba respirar, y sentía que desde que había comenzado su día se ahogaba.

Pasó junto a Nick, quién abrió los labios para decirle algo, pero él prosiguió sin ralentizar su paso y lo dejó sin posibilidad de pronunciar palabra y con una expresión de extrañeza en el rostro.

Una vez que cruzó la puerta, el aire le arribó a los pulmones y pudo inhalar con normalidad.

—Hey, jefe, me dejaste con la palabra en la boca —le reprochó Nicholas con razón al entrar tras él.

Era el segundo al mando luego de Alex y él, en quien ellos confiaban para hacerse cargo del departamento cuando estaban de viaje de negocios y sabían que el día que faltaran sería el que los reemplazaría. Era talentoso e ingenioso para que las ideas le fluyeran de un modo que Mark solo había visto suceder con Alex.

Se trataba de un hombre unos años menor, alto y de contextura atlética y, para lamento de las mujeres, homosexual declarado. Vestía siempre a la perfección y tenía el cabello castaño oscuro, que le llegaba a los hombros, tomado como una cola de caballo.

—¿Qué? Ah, sí, perdona, Nick. Estoy algo ajetreado —mintió mientras buscaba en qué entretener las manos para calmar los nervios sin hacer más que desordenar las carpetas sobre el escritorio.

—Sí, lo sé. Alex me puso al tanto con el comienzo de las pasantías, pero ¿qué ocurre con tus cuentas? —cuestionó el pelilargo al posar los ojos color miel en su jefe, quien evidentemente estaba alterado.

—Sigo a cargo de mis clientes como cada año, eso tenlo por seguro. No los voy a dejar en la estacada, estate tranquilo, muchacho —aseguró al tiempo que le daba unas palmadas detrás de un hombro con aire ausente y con ansias de hallarse solo.

—Bien, entonces tengo que mostrarte lo que Andy y Xav desarrollaron para esta cuenta —comentó al tiempo que le enseñaba un legajo amarillo—. Me gusta el giro, aunque para mí hace falta un poco más de agresividad en la imagen, quisiera verlo con Sam.

—¿Sam? —preguntó Mark, desorientado.

De pronto, los nombres no tenían sentido, había olvidado quién era quién y solo un par de ojos violáceos y un aroma a nardos lo mortificaban.

—Sí, ahora que es tu asistente, ¿recuerdas? —preguntó Nick con el ceño fruncido—. Andas un poco distraído hoy —expuso al punto que lo tomaba del hombro y lo observaba.

—Es solo que aún no me acostumbro —mintió—, nunca se me dio bien tener a alguien revoloteando a mi alrededor. —Y no se refería exactamente a Samantha, a quien había llegado a adorar—. Bien, revísalo con ella y mantenme al tanto de las ideas que surjan. Quizá tenga un par propias también que me gustaría discutir contigo, no sobre esta campaña, sino sobre una de las nuevas.

—Listo, jefe —dijo al hacer una venía militar—. En cuanto termine, me doy una vuelta.

Mark tan solo asintió y contempló como Nick se retiraba. Soltó el aire y se pasó la mano por el cabello leonino, desordenándolo entero. Rodeó el escritorio y se dejó caer en el sillón giratorio, contempló las imágenes de la ciudad que le devolvía el ventanal que tenía detrás y se reclinó en el asiento de manera poco señorial.

Tenía que librarse de ella, de la mujer de ojos violáceos que no hacía más que incordiarlo con las ansias de olvidar cómo realmente era la harpía que había debajo de aquel manto de inocencia.

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