Cinco micro relatos de horror (X)
El show debe continuar
—Nene quedate quieto —dijo el peluquero.
Pero el nene no obedeció.
—Nene, no te muevas más —pidió el hombre ya nervioso pero el nene aún más inquieto se puso. La madre sentada a lo lejos, ojeaba su celular.
—¡Nene! —gritó cuando sus tijeras se zafaron de un mechón grasiento de cabello y se clavaron en la tierna carne de la oreja derecha del niño que comenzó a llorar al tiempo que la sangre le caía sobre el hombro.
—Quieto, quieto, basta animal, basta por dios —rugió la madre del niño mientras el peluquero, con la mirada perdida, continuaba cortando y apuñalando, sin parar, la cabeza ya agujereada de su hijo.
Ese universo que es mi cuerpo
El moretón en la rodilla donde me he golpeado no para de dolerme. Fuerte el golpe ha de haber sido para que sus colores sean tan cambiantes.
Lo veo y pienso en mis venas bien marcadas cuyo camino discurre hasta el morado ennegrecido del golpe, casi como si los glóbulos rojos y blancos se unieran en defensa de esa porción de mi carne lastimada. Creo observar que la piel debajo se erupciona, temblando el músculo incontrolable, sin amenizar el dolor. Es tan fuerte que me hace ver lucecitas tras los párpados. Aprieto fuerte la mandíbula. Me concentro en resistir. Las luces están, en mi pierna golpeada, cual estrellas de un firmamento caótico.
Hay lucha en ese micromundo de mi pierna, lo se por que sus ecos puedo sentirlos en cada rincón del cerebro cuyos centros del dolor parecen descontrolados, o de fiesta, lo que es igual de malo para mi.
El moretón crece.
Masajeo inútilmente la zona afectada, como si mis manos de hacedor externo pudieran intervenir para algo en un sitio que me es totalmente ajeno aunque me pertenezca.
Soy el dueño de mi cuerpo, no de mi dolor creciente. Me tocó y grito. Ardor, fiebre. Ya no puedo pensar con claridad.
El moretón sigue creciendo, me parece percibir que la batalla cósmica, lo que para mi es batalla interna, acabará en derrota.
Ardor. Fiebre. Veo poco, pierdo la luz en un borrón.
El moreton es ahora negro, negro como la noche de un firmamento cerrado, como el misterio velado de la vida en su término, negro, al fin, como la nada misma.
La maldicion del hombre negro
No había nadie a esas horas en la calle. Nadie, excepto por el hombre que tosía.
Me acerque reticente. Estaba en la esquina, apoyando una mano de negra piel sobre el semáforo y cubriéndose con la otra la boca mientras el cuerpo se le contorsionaba por una tos incontrolable.
Ignorando la luz roja del semáforo, seguí de largo sin dedicarle otra mirada.
Apenas me alejé un poco, comencé a sentir pasos detrás de mí. Pasos, y el inconfundible sonido de una tos profunda, desgarrada.
Como sin querer la cosa cruce a la vereda contraria.
Me preocupé en serio cuando los pasos siguieron mi nuevo rumbo, siempre detrás, sin perderme.
Mire hacia adelante, hacia los lados, ¡No había nadie más en las calles!
Mire hacia atrás, con poco disimulo.
El negro venia caminando, tosiendo, cubierta su cabeza con un sombrero extraño.
Seguí avanzando. Sus pasos me siguieron.
Harto de la situación decidí lo mejor: correr.
Doble la esquina y despegue a toda velocidad. Dos cuadras, tres, cuatro.
Me detuve. Mire hacia atrás.
Frente a mi estaba el hombre negro.
El rostro demacrado, los ojos hundidos en las cuencas, más oscuras que su piel.
Abrió una boca sin dientes:
—Ayuda, me deshago —dijo llevandose la mano derecha a la mejilla y retirándola, junto con un buen pedazo de piel y músculo, dejando al descubierto la calavera blanquecina y atroz. El hueso más blanco que jamás hubiera visto, como cerámica impoluta bajo la piel.
Tosió, y desde su garganta surgieron pedazos de órganos, restos minúsculos pero terribles de sus pulmones amarillentos, flema negra junto a manchas de sangre vomitiva.
Todo ello hacia mi rostro, hacia mi boca abierta en un grito desesperado. Palpé en mis labios y mi lengua el sabor.
Me lancé a correr sin dirección, guiado por el único imperativo de escapar.
Poco a poco me fui cansando.
Poco a poco me fallaba la respiración.
Comencé a toser.
Al principio solo apenas, luego incontrolable.
Muñequita
No podia creer su suerte. La hermosa mujer lo llevó hasta su habitación y tras cerrar la puerta comenzó a desvestirse. Era una diosa, y se quedaba corto.
Piel de porcelana que brillaba ante las luces del exterior.
Alta, despampanante, delgada pero firme, sus cabellos se agitaban como produciendo su propia brisa.
Los pómulos más perfectos del mundo, los muslos y las piernas soñadas.
Con rapidez dejó al descubierto sus pechos que eran el más apetecible de los manjares.
El muchacho de apenas dieciséis años no supo cómo había logrado esa suerte. Perdería su virginidad y con aquella musa sin igual.
Cuando ella lo beso -labios tan fríos que quemaban-, todo pensamiento cesó y dejó que sus dedos expertos lo desnudaran con sensualidad para luego empujarlo suavemente en la cama.
El chico despertó. Estaba desnudo. Sonrió. Aquella fue la mejor noche de su vida. Todo lo que le habian dicho sucedió, todo era real, todo y más.
Pero ahora... era el momento de irse.
Apartó las sábanas. Ella estaba a su lado.
También esto se lo habian dicho pero debía reconocer que era lo que en su momento no había creído. Ahora sin embargo, no podia negarse a la verdad.
Inmovil, con los ojos falsos bien abiertos, la muñeca del tamaño de una mujer descansaba a su lado.
No pudo evitar dedicarle una mirada más. Tan real que parecía.
Clavó los ojos apenas unos segundos en su entrepierna donde no había absolutamente nada, ni vello pubico, ni una vulva, ni tan siquiera un agujero en el látex extraño de su cuerpo articulado.
Nada excepto la mancha de sangre (como si la primera vez hubiera sido de la muñeca) que el muchacho bien sabía no era suya, pues los muñecos no sangran.
Se levantó y permaneció de pie, desnudo, apenas lo suficiente para verse en el espejo la herida.
Le faltaban el pene y los testículos.
Desde donde deberían estar se notaba ahora la cicatriz perfecta, y se formó una gotita de sangre que recorrió la pequeña incisión (que ahora le picaba un poco) y cayó sobre la alfombra.
Sonrió sin descuido. Eso también se lo habian informado. Lo había hecho dudar al principio pero cuando Jaime le comentó que también a él... En fin, después de aquella noche, ¿que importaba no tenerlo? Después de esa noche, con nada hubiera podido igualar, mucho menos superar el placer experimentado.
Feliz, en la calma un poco adolorida del despertar, se vistió completamente y abandonó la habitación dejando tras de si, recostada, muerta como cualquier otro objeto del cuarto, a la muñequita.
Embalsamado
Nadie estuvo de acuerdo en su idea de embalsamar el cuerpo recientemente fallecido de su madre. Aún así, guardaron el silencio de quien no entiende pero comparte el dolor.
Los problemas empezaron a partir de ahí.
Actua raro decían algunos. Lo veían hablarle a su madre muerta, actuar como si nada hubiera pasado.
El pacto de silencio continuó, roto apenas por susurros atribuyéndole locura.
Un día se lo dejó de ver por el pueblo.
Fue una tía lejana quien puso fin al misterio iniciado con su desaparición.
También al silencio familiar, con un grito de atroz espanto, cuando irrumpió en la casa y lo encontró muerto, completamente embalsamado, junto al cadáver en iguales condiciones de su madre.
Hasta ahora nadie supo explicar jamás como hizo semejante cosa, y curiosamente ya no se habla más que del dolor que debió haber sentido pues la autopsia reveló que no fue sino él mismo quien se había embalsamado poco a poco hasta la muerte.
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