Cinco micro relatos de horror (IX)
El signo
Otra vez aquí, en vano intento, de poder descifrar el misterio de los misterios.
Un árbol mudo de ramas espinosas. Trazado en su corteza, el signo incognoscible.
A sus pies los tres cadáveres.
El bebe, el joven, el anciano, dispuestos en un círculo como imitando la luna llena que alumbró el cielo bajo el que se cometieron los atroces crímenes.
Así he matado.
Con esa sangre formé el signo.
Así volveré a matar.
Lo haré hasta que entienda el signo, hasta que el árbol sea capaz de explicarme.
El miedo a la soledad
Escucho los pasos en la madrugada.
Se acercan a la cama. "Estoy solo" me digo, me repito a mí mismo.
"Estoy solo, no hay nadie" insisto.
—No —susurra la voz en mi oído.
La voz queda
Enmudeció de repente al ver la sombra en el pasillo.
Encumbrada, inmovil, sin frente ni espalda.
La miró sin pensar en nada, suspendido en el aire como su aliento, por un instante, todo aquello en cuanto creía.
Tras unos segundos de eternidad la sombra se movió, pareció atravesar o bien deshacerse contra la pared y la perdió de vista.
Último suspiro
Soy una persona muy sensible, siempre lo he sido. Por eso no pude trabajar más en el hospital.
Lo ví un día, que estaba recorriendo sola las camas del área de pacientes graves.
Me acercaba a la de un anciano al que sin duda le quedaba poco de vida y sentí de repente un escalofrío indescifrable. El anciano estaba con los ojos bien abiertos y una mano engarfiada caída inmovil a su lado, muerta.
Pero encima de él había algo que jamás podré explicar.
Era una nube de colores. Bailaba como un huracán de mil humos diferentes.
Flotaba ahí pero no estaba sola, sino que arriba de ella algo como alargado y lleno de manos se movía hacia arriba y hacia abajo tironeando con esmero. Debía haber huido entonces pero no lo hice. Tenía que ver qué era lo que pretendían arrastrar esas manos, qué envolvía el humo enardecido flotante del techo.
Cuando por fin pude verlo salí corriendo de ahí.
Era el alma del viejo, como un hilo blanco, que le arrancaba por la boca y la sumaba a ese remolino como quien teje una prenda agregando nueva tela.
No se si esa cosa me vio, sí supo de mi o se percató de esa otra presencia viva en la habitación. Desde ese día jamás volví al hospital y hasta el presente llevo conmigo la certeza de que fuera lo que fuera, esa noche se estaba alimentando.
Alimentando del último suspiro.
La flor que escucha
Fue a esta flor, y a ninguna otra, que se lo he contado. Le he dicho que ya no podia seguir con esta vida, que me cansaba demasiado ser madre y esposa, diligente y obediente, estar siempre dispuesta, siempre lista para todo. Ser doctora, ser maestra, cocinera, limpiadora, cuidadora...
A esta flor regué con mis penas y mis quejas, mi rabia apenas susurrada, la humedad de mi odio enmohecido, guardado en las habitaciones más profundas del interior.
Esta rosa negra a los pies de la escalera por la que ha tropezado mi difunto marido.
Esta rosa negra con la que se ha pinchado el niño que ahora ya no despierta.
Esta flor que me ha escuchado llorar por la pérdida de mi hombre, de mi hijo, y que ahora tanto me temo, vendrá por mi.
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