Cinco micro relatos de horror (III) -especial navideño-

Desenvolver la carne

Transportaron a la mujer de la calle hasta la pequeña sala húmeda que las velas iluminaban. Lavaron su cuerpo desnudo con sumo cuidado.
Le habían atado las manos a la espalda, vendado los ojos y le impedían gritar con una mordaza. El hambre al que la sometieron hasta ese 24 de diciembre le impidió resistirse, e hizo más fácil ponerla de rodillas.
El líder, cuchilla en mano, se le acercó.
Uno por uno trazó los símbolos sobre su piel, abriendo surcos con el metal afilado, como un arado en la carne.
A lo lejos, doce campanadas dieron la hora exacta.
El líder y sus fieles alzaron las manos al cielo gritando en el culminar de esa orgía a sus espíritus.
Los trazos sobre la piel de la cautiva parecieron reaccionar, se rasgaron, como queriendo liberar el cuerpo de su manto protector, arrancando espasmos de los músculos y tendones ante una libertad que hasta entonces les era prohibida.
Cada fiel tomó entonces un pedazo de la piel, cubriéndose con ellos. Se recostaron en el suelo, cerraron los ojos y aguardaron.
Escucharon el sonido de las pisadas al poco tiempo. Ninguno habló, solo susurros en la noche, veladas oraciones secretas. Los pasos se acercaban, se escuchaba el eco de una sonrisa profunda, un desgarrón atroz y nada más.
Uno a uno, fueron abiertos esos regalos de carne.

Solo un hogar será visitado

Esta aquí dijo el padre con un miedo frío marcado en su voz. Nos ha elegido acotó la madre, y en su afirmación existía la certeza descorazonada del condenado.
Los niños se apretujaron alrededor de la mujer que los abrazó llorando, mientras el padre levantaba la escopeta y la apuntaba directo a la boca helada de la estufa.
El movimiento de alguien, algo, que baja pesado por la chimenea era inconfundible, así como su macabro eco: "Ho...Ho...Ho..."
Cuando una mano viscosa asomó la escopeta abrió fuego, pero no sirvió de nada.

Un reno con el hocico rojo

Era la noche del 23 y en el polo se estaban realizando los últimos aprontes. Los elfos trabajaban como nunca en el año, con la señora Noel supervisándolo todo, mientras su esposo, la estrella del día siguiente, reunía a los renos para el despegue que tendría lugar en la noche próxima.
De hecho, el viejo gordo se acercaba rengueando. Su reno Rodolfo lo había mordido, dijo a las risas. Todos se extrañaron, pero no pasó a mayores.
La noche del 24 llegó. El rojo se colocó sus prendas predilectas, cargó de regalos el trineo, y con un reno de la manada reemplazando al enfermo Rodolfo, alzó vuelo rumbo a las casas de los niños. De todos los niños.
Decidió no prestarle mucha atención al mareo que sentía. Ni al dolor en la pierna. Ni a esa extraña hambre voraz que poco a poco crecía en su interior.

Chirimbolos

La idea era cortar un par de pinos del bosque viejo y venderlos para decoración. En Uruguay algo así no se estilaba, y la novedad podía darles unos cuantos billetes.
Por eso se adentró con sus hermanos y unos tíos por la arboleda silenciosa de esa tarde que caía. El sonido de las motosierras ahuyentando la quietud del lugar.
Un grito. La motosierra enmudeció.
Nadie los buscó hasta el veinticuatro a la noche, para entonces sus cadáveres ya fríos, adornaban la punta del pino más alto y antiguo del bosque, con las ramas afiladas saliendo como puñales rojizos de los cuerpos maltrechos y retorcidos.

Nieve en Uruguay

Era un verdadero milagro de navidad. ¡Nieve en Uruguay! O al menos eso se dijo al principio, cuando la nevada comenzó.
Pero a medida que no se detenía, cuando los días se hicieron semanas y las semanas meses, cuando la leña escaseó, cuando las cosechas trituradas desfallecieron ante el blanco manto de la muerte, cuando los cuerpos enterrados dejados de sí decoraban las calles... entonces ya nadie pensaba en un milagro, sino en un terrible final de color blanco.

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